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Y dando media vuelta, subió con donaire las escaleras.

En pocas semanas, la caridad desapareció de la Argentina; su lugar fue ocupado por otras virtudes teologales a las que Evita bautizó como «ayuda social». Se desvaneció la Sociedad de Beneficencia y las damas beneméritas se retiraron a sus estancias. Todas las víctimas que aún quedaban en la calle Florida fueron internadas en colonias de vacaciones, donde jugaban al fútbol de la mañana a la noche y cantaban himnos de agradecimiento:

Seremos

peronistas de todo corazón

en la nueva Argentina de Evita y de Perón.

Para saciar su pasión por los casamientos, la primera dama buscó novios obligatorios para las jovencitas sin hogar de El Buen Pastor y para las otras mil trescientas internadas que estaban allí por rantifusas, punguistas, pasadoras de juego, bagayeras o madamas de burdel, redimiéndolas mediante unos desposorios colectivos en los que Ella misma sirvió de madrina.

Todos eran felices. El 8 de julio de 1948, dos años después de la entrevista con las beneméritas, se decretó el nacimiento de la Fundación de Ayuda Social Marta Eva Duarte de Perón, con potestad para ofrendar «una vida digna a las clases sociales menos favorecidas».

Lo peor de esta historia es que las víctimas nunca dejan de ser víctimas. Evita no necesitaba presidir ninguna sociedad de beneficencia; quería que la beneficencia en pleno llevara su nombre. Trabajó día y noche por esa eternidad. Juntó las penas que andaban sueltas y armó con ellas una fogata que se veía desde lejos. Lo hizo demasiado bien. La fogata fue tan eficaz que también la quemó a ella.

4°) Perón la amaba con locura.

El amor no tiene unidades de medida, pero es fácil darse cuenta de que Evita lo amaba mucho más. ¿No he dicho esto antes?

En La razón de mi vida , Evita describió su encuentro con Perón como una epifanía: se creyó Saulo en el camino de Damasco, salvada por una luz que caía del cielo. Perón, en cambio, evocaba el momento sin darle mayor importancia: «A Evita yo la hice», dijo. «Cuando se me acercó, era una chica de instrucción escasa, aunque trabajadora y de nobles sentimientos. Con Ella me esmeré en el arte de la conducción. A Eva hay que verla como un producto mío.»

Se conocieron entre los desconciertos del terremoto de San Juan. La catástrofe sucedió un sábado, el 15 de enero de 1944. El sábado siguiente hubo en el Luna Park un festival a beneficio de las víctimas. He visto en los Archivos Nacionales de Washington los noticieros filmados esa noche: breves fragmentos de películas exhibidos en Singapur, en El Cairo, en Medellín, en Ankara. Suman un total de tres horas veinte minutos. Aunque a veces una misma toma se repite muchas veces -el noticiero francés y el holandés, por ejemplo, son idénticos-, el efecto de realidad quebrada, dividida, desarticulada, con que el espectador sale de allí se parece al desconcierto del hachís contado por Baudelaire. Los seres están suspendidos en su pasado pero jamás son los mismos: el pasado se va moviendo con ellos y, cuando uno menos lo espera, los hechos se han desplazado de lugar y significan otra cosa. Por raro que parezca, Evita es menos Evita en el noticiero de Sao Paulo que en el de Bombay. El de Bombay la muestra desenvuelta, con una pollera tableada, una blusa adornada por una gran rosa de tela y una capelina etérea; en el de Sao Paulo Evita jamás sonríe: parece turbada por la situación. La pollera y la blusa se dibujan allí como un vestido, quizá por efecto de la luz sin matices.

El encuentro sucedió a las diez y catorce de la noche: en lo alto del gimnasio hay dos relojes que lo atestiguan. Evita y una amiga estaban en la primera fila de plateas junto a un hombre de sombrero orión que algunos locutores -el de Medellín, el de Londres- identifican como «teniente coronel Aníbal Imbert, director de Correos y Telégrafos». Era un personaje importante, a quien Evita debía el inmenso favor de un contrato para encarnar por radio Belgrano a dieciocho heroínas de la historia. Esa noche, sin embargo, Imbert no le interesaba. A quien de veras se moría por conocer era al «coronel del pueblo», que prometía una vida mejor a los humillados y ofendidos como ella. «No soy hombre de sofismas ni de soluciones a medias», lo había oído decir por radio dos semanas antes. ¿Qué significaría sofismas? Perón la enredaba a veces con las rarezas de su lenguaje y Ella tenia miedo de no entenderlo cuando se vieran. No importaba: él entendería lo que Ella le dijese y, a lo mejor, ni siquiera habría necesidad de palabras. «Sólo soy», decía Perón, «un humilde soldado al que le ha cabido el honor de proteger a la masa trabajadora argentina». ¡Cuánta belleza había en esas pocas frases, cuánta profundidad! Si Ella pudiera, más adelante, las repetiría tal cual: «Soy tan sólo una humilde mujer de pueblo que ofrece su amor a los trabajadores argentinos».

Largas filas de seres aindiados descendían todas las tardes de los trenes en la estación Retiro, para implorar la ayuda del coronel que prometía pan y felicidad. Ella no había tenido la fortuna de que alguien así la esperara cuando llegó a Buenos Aires, diez años antes. ¿Por qué no ponerse junto a él ahora? No era tarde. Al contrario: quizá fuera demasiado temprano. El coronel tenía poco más de cuarenta y ocho años; Ella estaba por cumplir veinticinco. Desde que Evita recitaba versos de Amado Nervo por los altoparlantes de Junín, vestida aún con el delantal de la escuela, soñaba con un hombre como aquél, compasivo y al mismo tiempo desbordante de fortaleza y de sabiduría. Las demás chicas se conformaban con alguien que fuera laborioso y bueno. Ella no: deseaba que además fuera el mejor. En los últimos meses, había seguido todos los pasos de Perón y sentía que nadie sino él sabría protegerla. Una mujer debe elegir, se decía Evita, no esperar a que la elijan. Una mujer debe saber desde el principio quién le conviene y quién no. Jamás había visto a Perón salvo en las fotografías de los diarios. Y sin embargo, sentía que algo los predestinaba a estar juntos: Perón era el redentor, Ella la oprimida; Perón conocía sólo el amor forzoso de su matrimonio con Potota Tizón y los coitos higiénicos con amantes casuales; ella, el asedio obligatorio de los galanes de la radio, de los editores de chismes y de los vendedores de jabones. Sus carnes se necesitaban; apenas se tocaran, Dios las encendería. Ella confiaba en Dios, para quien ningún sueño es irreal.

Cuando el locutor del festival benéfico anunció por los altavoces que el coronel Juan Perón hacia su entrada en el Luna Park, el público se puso de pie para aplaudido: también Evita. Se alzó temblorosa de la butaca, arqueando un poco más el ala de la capelina, y suspendió en la cara una sonrisa que no se desdibujó un solo instante. Lo vio acercarse al asiento contiguo con los brazos en alto, sintió al saludarlo con sus manos enguantadas el calor de aquellas manos firmes, manchadas de pecas, con cuyas caricias había soñado tanto, y casi lo invitó con un irreprimible cabeceo a que ocupara el sitio vacío, a su derecha. Desde hacía mucho había pensado en la frase que debía decirle cuando lo tuviera cerca. Tenía que ser una frase breve, directa, que le diera en el centro del alma: una frase que le atormentara la memoria. Evita había ensayado ante el espejo la cadencia de cada sílaba, el leve movimiento de la capelina, la expresión tímida, la sonrisa imborrable en unos labios que tal vez debían temblar.

– Coronel -dijo, clavándole los ojos castaños.

– ¿Qué, hija? -respondió él, sin mirarla.

– Gracias por existir.

He reconstruido cada línea de ese diálogo más de una vez en los Archivos Nacionales de Washington. Las he leído en los labios de los personajes. Con frecuencia, congelé las imágenes en busca de suspiros, de pausas cortadas por la moviola, de sílabas disimuladas por un perfil que se escurre o por un ademán que no veo. Pero no hay nada más, aparte de esas palabras que ni siquiera se oyen. Después de pronunciarlas, Evita cruza las piernas y baja la cabeza. Perón, quizá sorprendido, finge mirar hacia el escenario. Volcada sobre el micrófono, Libertad Lamarque canta «Madreselva» con una voz que sobrevive, lluviosa, en casi todos los noticieros.

«Gracias por existir» es la frase que parte en dos el destino de Evita. En La razón de mi vida , Ella ni siquiera se acuerda de que la dijo. El redactor de esas memorias, Manuel Penella de Silva, prefirió atribuirle una declaración de amor más simple y mucho más larga. «Me puse a su lado», escribe (fingiendo que escribe Evita). «Quizás ello le llamó la atención y, cuando pudo escucharme, atiné a decirle con mi mejor palabra: "Si, como usted dice, la causa del pueblo es su propia causa, por muy lejos que haya que ir en el sacrificio no dejaré de estar a su lado hasta desfallecer." Él aceptó mi ofrecimiento. Aquél fue mi día maravilloso.»

Esa versión es demasiado verbal. Las escuetas imágenes del cine refieren que Evita dijo sólo «Gracias por existir» y que después fue otra. Quizá la ráfaga de esas pocas sílabas basta para explicar su eternidad. Dios creó el mundo con un solo verbo: «Soy». Y luego dijo: «Sea». Evita ha perdurado con dos palabras más.

Dieciséis son los noticieros que narran el terremoto y el encuentro de una semana después. Sólo uno de ellos, el de México, extiende el relato hasta su previsible final. Deja desfilar por el escenario a las actrices María Duval, Felisa Mary, Silvana Roth. Después, cuando los músicos de Feliciano Brunelli disponen sus atriles, muestra a Evita alejándose por el pasillo central del Luna Park. Una de sus manos empuja (o así parece) la espalda de Perón, como quien ha tomado posesión de la historia y se la está llevando adonde quiere.

5°)

Para mucha gente, tocar a Evita era tocar el cielo.

El fetichismo. Ah, sí; eso ha tenido una enorme importancia en el mito. Los ayudantes de Evita dejaban caer fajos de dinero cuando Ella pasaba en tren por las poblaciones. La escena ha sido registrada en casi todas las películas documentales sobre su vida. De tanto en tanto, también la propia Evita tomaba un billete entre sus dedos, lo besaba y lo arrojaba a los vientos. Conocí una familia en La Banda, Santiago del Estero, que exhibía uno de los «billetes besados» en un marco. No quiso desprenderse de él ni aun en momentos de miseria extrema, cuando no tenía qué comer. Ahora que el billete está fuera de circulación, la familia lo conserva como un objeto religioso, sobre una repisa del comedor, al lado de una foto coloreada de Evita con un vestido largo, de raso negro. Junto a la foto hay siempre un ramo de flores. Las flores silvestres y las velas encendidas son, para el culto popular, ofrendas inseparables de los retratos de Evita, que se veneran como si fuesen santos o vírgenes milagrosas. Y con la misma unción, ni más ni menos.

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