– ¿Dónde está Lidia? -preguntó el Chino-. ¿Ha pasado algo?
– Lidia viajaba en el último vagón -contestó el dueño-. Se quebró la nuca contra la ventanilla pero a la nena no le pasó nada, ¿viste? La nena está perfecta. Hablé con uno de los médicos. Dice que tu esposa no tuvo tiempo de sufrir. Todo pasó muy rápido.
– La llevaron al Argerich -interrumpió una de las vecinas-. Tus suegros están ahí, Chino, esperando la autopsia. Parece que Lidia casi perdió el tren en Banfield. Tuvo que correr para alcanzarlo. Si lo hubiera perdido, no habría pasado nada. Pero no lo perdió.
Le costó reconocer a Lidia en la cama del hospital, con la cabeza vendada como un gusano de seda. El golpe la había destrozado por dentro y su cara era la de siempre,
pero las facciones amarillas tenían formas de pájaro: curvas, huidizas. Era Ella y había dejado para siempre de ser ella: un ser ajeno, de otra parte, del que jamás se hubiera enamorado.
Por el trajín de las enfermeras y la alharaca de los policías se dio cuenta de que Evita seguía en el hospital, visitando a los heridos y consolando a los familiares de los muertos. Cuando entró en la sala de Lidia, el Chino estaba llorando, con la cara entre las manos, y no la vio hasta que ella le puso la mano en el hombro. Se cruzaron las miradas y por un momento él tuvo la impresión de que lo había reconocido, pero Evita le sonrió con la misma expresión compasiva que llevaba pegada desde el principio de la tarde. Una de las enfermeras le alcanzó la ficha de Lidia. La Señora le echó un vistazo y dijo:
– Astorga. José Nemesio Astorga. Veo que sos peronista y llevas el escudo en la solapa. Así me gusta, Astorga. No tenés que preocuparte. El general y Evita te van a pagar los estudios de tu nena. El general y Evita te van a regalar una casa. Cuando hayas pasado este mal trago, date una vuelta por la Fundación. Explicá lo que te ha ocurrido y decí que Evita te ha mandado llamar.
Fue en ese momento cuando el Chino sintió, en lo más secreto de las entrañas, la vibración de la que hablaban los frailes de su colegio: la epifanía, el pliegue que separaba la vida en un después y un antes. Sintió que las cosas empezaban a ser lo que serían ya para siempre, pero nada de eso rehacía el pasado. Nada llevaba el pasado al punto donde la historia podía volver a empezar.