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Yolanda no podía estar mintiendo. No tenía sentido alguno. Era, me dije, la sobreviviente de una realidad donde lo único verdadero son los deseos. En 1955, cuando habían ocurrido esas historias, debía de tener ocho, tal vez nueve años. Vivía aislada del mundo, a orillas de un paisaje de fantasmas.

– No se lo contó a su padre -le dije.

– No me animé. Sabía que la Pupé no era mía y que tarde o temprano se la iban a llevar. Quería pasar con Ella todo el tiempo que se pudiera, pero papi me había prohibido que me le acercara, como le dije. Era un juego inocente, de criatura, aunque yo igual me sentía culpable. Trataba a la Pupé con mucho cuidado, como si fuera de vidrio. Le ataba moñitos en la cabeza y le pintaba los labios con polvo de lápiz rojo. Una noche, antes de dormir, empecé a contarle las películas. Lo tengo patente, vea. La primera que le conté fue Viva Zapata , con aquel final tan triste y tan hermoso del caballo blanco que galopa por las montañas como si fuera el alma de Zapata mientras la gente del pueblo dice que él no ha muerto. ¿De qué se ríe?

– No me río -le dije. Era verdad. Yo también estaba conmovido.

– No sé para qué le cuento estas cosas sólo porque viene y me pregunta por la Pupé. Mejor váyase. Ya ve que no he terminado de cocinar.

Sentí que si la perdía no iba a recuperarla nunca. En el cuarto de al lado brotó el susurro de una lija.

– Déjeme que la acompañe mientras cocina -dije-. Son sólo diez o quince minutos más. Lo que usted me está contando es importante. No se imagina lo importante que es.

– Qué quiere que le diga.

– Cuándo se la llevaron -contesté.

– No me haga hablar de eso. Cuanto más se acercaba la Navidad yo más nerviosa me ponía. Pasaba las noches despierta. Creo que hasta me enfermé. Como no quería que ninguna vecina viniese a cuidarme, me levantaba como si tal cosa, hacía las compras, limpiaba la casa y a eso de las dos y media, cuando papi empezaba la primera función, corría la tapa de la caja y me ponía a jugar con mi Pupé. Al fin pasó lo que tenia que pasar. Un día me subió la fiebre y me quedé dormida en la falda de la muñeca. Cuando terminó de trabajar, papi me descubrió. Se quedó sin habla. Nunca supe lo que dijo ni lo que hizo. Caí en cama, con más de cuarenta grados. A veces, en el delirio, preguntaba si ya se habían llevado a mi Pupé.

– Tranquilita, Yolanda, me decía papi, Ella sigue donde vos la dejaste.

– Pasó la Navidad, y gracias a Dios me fui restableciendo. Cuando sonaron las campanas del año nuevo fui a darle un beso a mi Pupé y le pedí a Dios que jamás rompiera esa felicidad tan grande que yo estaba viviendo. Tal vez usted ya sabe que Dios no me oyó.

– No podía oírla. Además, su padre se lo había advertido: tarde o temprano, el dueño iba a llevarse el cajón.

Terminó de cortar las cebollas y las frió en una sartén, con los labios aferrados a un cigarrillo que sorbía de vez en cuando. El humo se le enredó en los ojos y la vi lagrimear. Adiviné una sombra en la puerta de la cocina durante un súbito intervalo de silencio, y me pareció que un hombre asomaba la cabeza, pero cuando traté de saludarlo, se desvaneció. A lo mejor eran ideas mías. Todo lo que yo estaba viviendo me parecía suspendido en una nube de irrealidad, como si Yolanda y yo nos habláramos desde lugares equivocados y lejanos. Ella dijo:

– Aquel enero fue un horno, nunca soplaba el viento. Como el cine era húmedo y fresco, allí se refugiaba toda clase de bichos. Era época de vacaciones y yo no salía de casa. Toda mi vida era el Rialto, no necesitaba otra cosa.

– ¿Nadie los visitaba? -le pregunté.

– A veces, por la mañana, venía un hombre alto, de cejas anchas, con otro más bien calvo, de ojos muy separados y cuello de toro. Del alto me impresionaban los pies menudos, como de mujer. Al otro le llamaban Coronel. Papi me dejaba entonces jugando en la mueblería de la vuelta, nunca entendí por qué. Una noche de febrero se descompuso el tiempo y cayo una sudestada de las que hacen época. Papi tuvo que suspender la última función porque con los truenos no se podía oír la banda sonora. Cerramos bien las puertas del cine, pero el viento las batía con fuerza. Yo me quedé abrazada a la Pupé y le canté la música de Escuela de sirenas, que a las dos nos gustaba mucho. No sé si se acuerda de la letra. «Muñequita linda, de cabellos de oro, de dientes de perlas, cutis de marfil». Esa canción es el vivo retrato de mi Pupé. Así era ella, tal cual. Se lo cuento y vea cómo me pongo.

Le ofrecí un pañuelo.

– Justo esa noche se la quitaron -dije.

No. Fue peor. Me daba no sé qué dejar tan sola a mi Pupé detrás de la pantalla, bajo la furia de los relámpagos, pero papi me llevó a la cama de una oreja. Era muy tarde. Ya se imaginará usted que casi no pegué un ojo. A la mañana siguiente me levanté muy temprano, calenté el agua para el mate y me extrañó el silencio. Los árboles estaban pelados, sin pájaros, y por las calles cubiertas de ramas rotas no podían pasar los tranvías ni los autos. Sentí miedo y corrí a ver si a mi Pupé no le había pasado nada. Gracias a Dios, Ella seguía tal cual, en la caja, pero alguien había dejado su cuerpito al descubierto. La tapa estaba de pie, apoyada en los travesaños de la pantalla. Sobre el piso vi flores de todas clases, alverjillas, violetas, madreselvas, qué sé yo cuántas. En la cabecera de la caja ardía una hilera de velas chatas, y por ese detalle me di cuenta de que papi no las había prendido: las velas eran una inconsciencia, dése cuenta, lo primero que él me enseñó en la vida es que no podía haber fuego en un lugar donde todo eran maderas, lonas y celuloide.

– El dueño tenía una llave, ¿no? -pregunté.

– ¿El dueño? Ése fue el que más se asustó. Cuando descubrí las velas y pegué un grito, lo primero que hizo papi fue llamarlo por teléfono. Apareció en seguida, con el hombre de las cejas anchas y el otro al que llamaban Coronel. A mí me llevaron a la mueblería de la vuelta con orden estricta de no moverme. Aquella fue la mañana más larga y más triste de mi vida. Mire que a mí me han pasado cosas, ¿eh?, pero ninguna como ésa. Esperé horas sentada en un sillón de mimbre, sufriendo porque la Pupé no era mía y tarde o temprano me la iban a quitar. Cómo me iba a imaginar que en ese mismo instante la estaba perdiendo para siempre.

Yolanda rompió a llorar con entusiasmo. Incómodo, caminé hacia la puerta. Deseaba marcharme pero no podía dejarla así. En el cuarto de al lado cesó todo movimiento. Se oyó la voz de un hombre:

– ¿A qué horas comemos, mami?

– Cinco minutos más, papi -dijo ella, rehaciéndose-. ¿Tenés mucha hambre?

– Quiero comer ahora -dijo él.

– Ya va -respondió ella. Me aclaró, en tono de confidencia: -Nos llamamos papi y mami por los chicos.

– Entiendo -dije, aunque no me importaba entender. Implacable, insistí: Cuando usted volvió, la caja ya no estaba.

– Se la habían llevado. No sabe cómo me puse cuando me enteré. Nunca le perdoné a papi que no me hubiera llamado para despedirme de mi Pupé. Caí otra vez enferma, creo que hasta se me pasó por la cabeza el deseo de que papi se muriera, pobre, y yo me quedara sola en el mundo inspirando lástima.

– Era el fin -dije. No se lo dije a Ella sino a mí mismo. Deseaba que las últimas escorias del pasado se borraran y aquello fuera en verdad el fin.

– El fin -aceptó Yolanda-. Yo quise a esa muñeca como sólo se puede querer a una persona.

– Era una persona -le dije.

– ¿Quién? -preguntó ella, distraída, con el cigarrillo en los labios.

– Su Pupé. No era una muñeca. Era una mujer embalsamada.

Se echó a reír. Aún le quedaba un rescoldo de lágrimas: lo apagó con el agua de una risa franca, desafiante.

– Qué sabe usted -dijo-. No la vio nunca. Vino acá perdido esta mañana, a ver qué averiguaba.

– Sabía que el cadáver había estado en el Rialto dije-. No sabía por cuánto tiempo. Tampoco se me pasó por la cabeza que usted lo había visto.

– Un cadáver -dijo ella. Repitió: -Un cadáver. Lo único que faltaba. Váyase. Le abrí la puerta por curiosidad. Ahora déjeme en paz.

– Piense -le dije-. Usted ha visto las fotografías. Haga memoria. Piense.

No sé por qué insistí. Quizá lo hice por el impuro, malsano deseo de aniquilar a Yolanda. Ella era un personaje que ya había dado todo lo que podía dar a esta historia.

– ¿Qué fotos? -dijo-. Váyase.

– Las del cuerpo de Evita. Salieron en todos los diarios, acuérdese. Salieron cuando el cuerpo le fue devuelto a Perón en 1971. Haga memoria. El cuerpo estaba embalsamado.

– No sé de qué me habla -dijo ella. Me pareció que lo sabía pero que se negaba a que la verdad entrara en su conciencia y la hiciera pedazos.

– Su Pupé era Evita -le dije, con saña-. Eva Perón. Usted misma se dio cuenta del parecido. En noviembre de 1955 secuestraron el cuerpo de la CGT y lo escondieron en el Rialto.

Se adelantó hacia mí con las manos extendidas, apartándome. La voz con la que habló era estridente y aguda como la de un pájaro:

– Ya me ha oído. Váyase. ¿Qué le hice yo para que me diga lo que me dice? ¿Cómo se le ocurre que mi muñeca era una muerta? ¡Papi! -llamó-. ¡Vení en seguida, papi!

Antes había creído estar en ningún lugar. Ahora me sentía fuera del tiempo. Vi aparecer al marido en el filo de la puerta que daba al otro cuarto. Era un hombre macizo, de pelo duro y enhiesto.

– ¿Qué le hizo? -me dijo, mientras abrazaba a Yolanda. No había rencor en su voz: sólo sorpresa.

– Nada -contesté, como un idiota-. No le hice nada. Sólo le vine a hablar de su Pupé.

Yolanda rompió a llorar otra vez. Esta vez el llanto desbordaba su cuerpo y henchía el aire, denso, salado, como el vapor del mar.

– Decíle que se vaya, papi. No me hizo nada. Me asustó. Está mal de la cabeza.

El marido me clavó los mansos ojos oscuros. Abrí la puerta y salí al enorme sol del mediodía, sin arrepentimiento ni lástima.

Esa misma tarde llamé a Emilio Kaufman y le pedí que viniera a mi casa. Quería contarle todo lo que Sabía sobre Evita y hacerle oír los cassettes con las voces del embalsamador, de Aldo Cifuentes y de la viuda del Coronel. Quería que viera las fotos del cadáver, los quebradizos papeles amarillos que certificaban la salida de Evita y de sus copias hacia los puertos de Génova, de Hamburgo, de Lisboa. Quería desahogarme de la historia, así como treinta años antes había desahogado mis desdichas sobre el regazo de Irene, su hija.

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