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Emilio no tenía la menor intención de hablar del pasado o, por lo menos, de un pasado que había dejado de moverse. Entonces -no hace tanto, sólo la eternidad de los pocos años transcurridos desde que se desplomó el muro de Berlin y el dictador Ceaucescu fue fusilado ante las cámaras de televisión y la Unión Soviética desapareció de los mapas: el fogonazo de un presente que cayó de bruces en el abismo del pasado-, entonces se creía también que Evita estaba cristalizada para siempre en una pose, en una esencia, en una respiración de la eternidad y que, como todo lo quieto, lo predecible, ya nunca más despertaría pasiones. Pero el pasado vuelve siempre, las pasiones vuelven. Uno jamás puede desprenderse de lo que ha perdido.

Recuerdo cada detalle de ese día pero no la fecha precisa: era una primavera cálida, silenciosa, y el aire olía caprichosamente a madera de violín. Yo estaba escuchando las “Variaciones Goldberg”. en la versión en clavicordio de Kenneth Gilbert. En algún momento de la variación 15, a medio camino del andante, apareció Emilio con una botella de cabernet. La bebimos sin darnos cuenta casi, mientras mezclábamos hongos con cebolla verde y crema de leche, hervíamos tallarines de espinacas y hablábamos de las batallas campales entre el presidente de la república y su esposa, que nunca se habían amado y lo pregonaban por la radio.

Cuando terminamos de comer, Emilio se aflojó la corbata, encendió sin misericordia un cigarro mexicano y, sobre el fondo de las «Variaciones Goldberg», que regresaban al aria da capo , dijo, como quien concede un favor:

– Ahora podemos hablar de Evita.

Entendí que me decía: «Podemos hablar de Irene… Más de una vez he oído palabras que se movían no en la dirección de sus significados sino en la de mis deseos. «Irene», sentí u oí. Le dije:

– Ojalá hubiéramos hablado hace tiempo, Emilio. Nadie me dijo que Ella había muerto. La noticia tardó tanto en llegar que, cuando me llegó, el dolor fue irreal.

Se puso pálido. Cada vez que un sentimiento le asoma a la cara, Emilio mira hacia otro lado, como si el sentimiento fuera ajeno y la persona que lo ha perdido anduviera por ahí.

– Yo tampoco estuve con ella cuando murió -dijo. Hablaba de Irene. Nos entendíamos sin necesidad de pronunciar su nombre.

Me contó que, después del golpe militar de 1976, su hija no había podido tolerar el horror de los secuestros y de las matanzas a ciegas. Decidió exiliarse. Dijo que se refugiaría en París, pero enviaba cartas desde ciudades sudamericanas que no aparecían en los mapas: Ubatuba, Sabaneta, Crixás, SainteElle. No era culpable de nada y, sin embargo, arrastraba consigo las culpas del mundo, como todos los argentinos de aquella época. Se quedaba unas pocas semanas en esos rincones perdidos, donde siempre llovía mucho, me dijo Emilio, y cuando se le cruzaba en el camino alguna cara desconocida, tomaba el primer ómnibus y huía. Sentía terror: todas sus cartas hablaban del terror y de la lluvia. En algún momento pasó por Caracas, pero no me llamó. Tenía mi teléfono y mi dirección, contó Emilio, pero yo era la sal de sus heridas y no quería verme más.

Un año después de haberse marchado de Buenos Aires llegó a México, alquiló un departamento en la colonia Mixcoac y comenzó a frecuentar las editoriales en busca de traducciones. Consiguió que la casa Joaquín Mortiz le confiara una novela de Beckett y aún lidiaba con la música elemental de las primeras páginas cuando sintió el cimbronazo de una quemadura en el centro del cerebro y quedó ciega, sorda, muda, como la madre de Molloy. Casi no podía moverse. Daba un paso y el dolor tenaz la clavaba en el piso. Pensó (aunque en los raros momentos de lucidez que tuvo desde entonces ya nunca más dijo “pienso”), a pesar de todo pensó que la ferocidad de su malestar estaba en relación directa con la altitud de México, los volcanes, las inversiones térmicas, el duelo retrospectivo del exilio, y no consultó a ningún médico. Creyó que un par de días en la cama y seis aspirinas diarias la salvarían. Se acostó sólo para morir. Estaba infectada por un estafilococo áureo. Sucumbió a una red de males fulminantes: meningitis purulenta, pielonefritis, endocarditis aguda. En una semana era otro ser, lastimado por la crueldad del mundo. Una muerte horrible la devoraba.

Quedamos un rato callados. Serví cognac y me derramé unas gotas en la camisa. Mis manos eran torpes, mi ser estaba en otro lugar, en otro tiempo, quizá también estaba en otra vida. Adiviné que Emilio quería marcharse y le supliqué con la mirada que no lo hiciera. Le oí decir:

– ¿Por qué damos tantas vueltas? Habláme de Evita.

Lo hice durante casi una hora sin parar. Le conté todo lo que ustedes ya saben y también lo que aún no ha tenido sitio en estas páginas. Insistí en el enigma de las flores y de las velas, que se reproducían como si fueran otro milagro de los panes y los peces. Narré la trama de casualidades que me había permitido encontrar a Yolanda y conocer el largo verano de la Pupé detrás de la pantalla del Rialto. Le dije que, al parecer, el cuerpo había sido llevado desde el cine a la casa del mayor Arancibia, donde estuvo otro mes.

– Fue Arancibia quien desató la peor de las tragedias -dijo Emilio-. ¿Revisaste los diarios?

– Los leí todos: los diarios, las biografías, las revistas que reconstruyen el vía crucis del cadáver. Se publicaron bosques de documentos cuando el cuerpo de Evita fue entregado a Perón en 1971. Nadie, hasta donde recuerdo, habla de Arancibia.

– ¿Sabés por qué nadie habla? Porque cuando en este país una locura no puede ser explicada, se prefiere que no exista. Todos miran para otro lado. ¿Viste lo que hacen los biógrafos de Evita? Cada vez que tropiezan con un dato que les parece loco, no lo narran. Para los biógrafos, Evita no tenía olores ni calenturas ni agachadas. No era persona. Los únicos que alguna vez bajaron a su intimidad fueron un par de periodistas, quizá no te acordés de ellos, Roberto Vacca y Otelo Borroni. Publicaron su libro en 1970, imaginó cuánta agua pasó bajo los puentes. Se llamaba La vida de Eva Perón. Tomo Primero . Nunca hubo un tomo segundo. En las últimas páginas, recuerdo, le dedican un párrafo al drama de Arancibia. Hablan de versiones sin confirmar, de rumores que a lo mejor no son ciertos.

– Son ciertos -lo interrumpí-. Averigüé ese punto.

– Claro que son ciertos -dijo Emilio, abrumándome con otro cigarro mexicano-. Pero a los biógrafos no les interesan. Esa parte de la historia se les sale de los bordes.

Ni se les pasa por la cabeza que la vida y la muerte de Evita son inseparables. Me admira siempre que sean tan escrupulosos en anotar datos que no le interesan a nadie, como la lista de novelas que Eva leía por radio y que, al mismo tiempo, dejen sin llenar algunos vacíos elementales. ¿Qué sucedió con Arancibia, el Loco, por ejemplo? Se lo tragó la historia. ¿Qué hizo Evita en esa zanja ciega de su vida que hay entre enero y septiembre de 1943? Fue como si se hubiera evaporado. No actuó en ninguna radio, nadie la vio en esos meses.

– Tampoco hay que exagerar, che. ¿De dónde querés que saquen los datos? No te olvidés que en ese tiempo Evita era una pobre actriz de segunda. Cuando la dejaban sin trabajo en la radio, paraba la olla como podía. Ya te conté lo de las fotos que el peluquero Alcaraz vio en un kiosco de Retiro.

– Siempre aparece un testigo si te ponés a buscar -insistió Emilio. Se levantó y fue a servirse otro cognac. No pude verle la cara cuando dijo:

– Sin ir más lejos, yo conocí a la Eva en esos meses del ‘43. Yo sé lo que pasó.

No me lo esperaba. Hace más de quince años que no fumo, pero en ese instante sentí que mis pulmones clamaban por cigarrillos con una voracidad suicida. Respiré hondo.

– ¿Por qué no se lo contaste a nadie? -le dije-. ¿Por qué no lo escribiste?

– Primero no me animé -dijo-. Si contabas una historia como ésa tenías que irte del país. Después, cuando se pudo, se me habían ido las ganas.

– Yo no te tengo piedad -le dije-. Me lo vas a contar ahora mismo.

Se quedó hasta el amanecer. Al final estábamos tan exhaustos que nos entendíamos por señas y balbuceos. Cuando terminó, lo acompañé en un taxi hasta su casa de parque Centenario, vi desperezarse a los fósiles del museo de Ciencias Naturales y le dije al chofer que me despertara en San Telmo. Pero no pude dormir. Nunca más tuve paz para dormir hasta ahora, cuando por fin llego al punto en que puedo repetir la historia sin miedo a traicionar su tono ni sus detalles.

Sería julio o agosto de 1943, contó Emilio. El sexto ejército de von Paulus empezaba el largo sitio de Stalingrado, los jerarcas fascistas habían votado contra el Duce y a favor de la monarquía constitucional, pero la suerte de la guerra aún era incierta. Emilio saltaba de una sala de redacción a otra y de varios amores simultáneos a ninguno. Ese invierno conoció a una actriz sin talento que se llamaba Mercedes Primer y ella, por fin, lo volvió sedentario. No era una belleza del otro mundo, dijo Emilio, pero desentonaba entre las demás mujeres porque no se preocupaba por él sino por sí misma. Sólo quería bailar. Todos los sábados salía con Emilio a recorrer las boites y los clubes de barrio donde Fiorentino afilaba su voz de tenor en el fuelle de Aníbal Troilo o donde la orquesta de Feliciano Brunelli se enredaba en unas variaciones del foxtrot que desvelaban a los muertos. Mercedes y él hablaban de nada: las palabras no tenían la menor importancia. Lo único que tenia importancia era ver que la vida pasaba como una dulce agua. A veces Emilio, que era entonces «secretario de armado» en Noticias Gráficas, se divertía explicándole a Mercedes la gracia de combinar las picas, las medias cañas y los corondeles; Ella se desquitaba de aquellos trabalenguas técnicos contándole las correcciones de última hora que el libretista Martinelli Massa introducía en los diálogos de infortunio, la radionovela de moda. A solas se contaban todo, se examinaban con linternas los túneles del cuerpo, se prometían un amor de puro presente porque la noción de futuro, decía Mercedes, apaga todas las pasiones: el amor de mañana nunca es amor. En una de esas conversaciones de amanecer Mercedes le habló de Evita.

«Qué querés que te diga, me da lástima», le había dicho Mercedes. «Es debilucha, enfermiza, le agarré simpatía. ¿Sabés cómo nos hicimos amigas? Estábamos actuando las dos en Rosario . Fuera de los hombres, compartíamos comida, camarín, todo lo demás, pero casi ni nos hablábamos. Ella andaba en sus cosas y yo en las mías. A Ella le interesaban los empresarios, los hombres con plata, aunque fueran viejos y panzones, y lo que a mí me gustaba era la milonga. Ni Ella ni yo teníamos un mango. Un amigo me había regalado unas medias de seda que yo cuidaba como un tesoro. Vos no te podés dar cuenta lo que son unas medias de seda legítima: se deshacen de sólo respirarles encima. Una noche las perdí. Tenía que salir a escena y no las encontraba por ninguna parte. En eso apareció Evita, de lo más pintarrajeada.

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