El 9 de junio, poco antes de la medianoche, oyó una escuadrilla de aviones de transporte que volaba rumbo al sur. Se asomó la ventana y le extrañó no ver luces en el cielo: sólo el fragor de las hélices y la oscuridad helada. Entonces sonó el teléfono. Era el ministro de ejército.
– Se alzó el tirano, Moori -dijo.
– ¿Ha vuelto? -preguntó el Coronel.
– Cómo se le ocurre -dijo el ministro-. Ése no vuelve más. Se alzaron unos pocos dementes que siguen creyendo en él. Vamos a decretar la ley marcial.
– Sí, mi general.
– Usted tiene una responsabilidad: el paquete. -el presidente y los ministros llamaban a la Difunta «el paquete”-. Si alguien trata de quitárselo, no dude ni un instante. Fusílelo.
– La ley marcial -repitió el Coronel.
– Eso: no dude.
– ¿Dónde han dado el golpe? -preguntó el Coronel.
– En La Plata. En La Pampa. No tengo tiempo de explicarle. Muévase, Moori. La llevan de bandera.
– No entiendo, mi general.
– Los rebeldes llevan una bandera blanca. En el medio hay una cara. Es la de ella.
– Sólo un detalle más, mi general. ¿Hay nombres? ¿Han identificado a los delincuentes?
– Usted debiera saberlo mejor que yo y no lo sabe. En una plaza de La Plata han encontrado panfletos. Los firma un tal Comando de la Venganza. Eso explica bien claro de qué gente se trata. Quieren venganza.
Antes de salir, oyó las órdenes de combate. Cada cinco minutos las leían por radio: “Se aplicarán las disposiciones de la nación en tiempos de guerra. Todo oficial de las fuerzas de seguridad podrá ordenar juicio sumarísimo y penas de fusilamiento a los perturbadores de la seguridad pública”.
El Coronel se puso el uniforme y ordenó que veinte soldados lo acompañaran a Saavedra. Sentía la garganta seca y el pensamiento enmarañado. Vio las heridas de las estrellas en el cielo limpio. Se alzó el cuello del capote. El frío era atroz.
Montó un puesto de guardia a la entrada de los chalets y dispuso rondas de tres hombres por las escasas calles del barrio. Se ocultó en una esquina, bajo un porche, y miró cómo pasaba la noche. Entre dos azoteas blancas encontró la silueta de la bohardilla. Evita estaba allí y él no se animaba a subir y a mirarla. Debían de estar siguiéndolo. Adonde el vaya -dirían los del Comando de la Venganza- ha de estar Ella. ¿Cómo la llamarían? Al Coronel le intrigaban los infinitos nombres que le daba la gente: Señora, Santa, Evita, Madre mía. Él también la llamaba Madre mía cuando el desconsuelo se posaba en su corazón. Madre mía. Estaba allí, a unos pasos, y no podía tocarla. Pasó dos veces frente al chalet del Loco. Había una luz en lo alto: azul, velada, una luz de vapores. ¿O eran ideas? Un río de sonidos le llegaba desde alguna parte y no sabía de dónde: «Esta es la luz de la mente, fría y planetaria. Los árboles de la mente son negros. La luz es azu l».
Alguien lo tomó del brazo al amanecer. Era el Loco. Parecía recién bañado. El pelo relucía bajo una coraza de gomina fresca.
– Voy a relevarlo, mi coronel -dijo-. Ya ha terminado todo.
– ¿Qué hace aquí, Arancibia? Debería estar en su casa, cuidándola.
– Ella se cuida sola. No necesita a nadie. Cada día vive más.
No era la primera vez que lo decía: «Cada día vive más». Son frases propias de este país, pensaba el Coronel. No se podrían oír en otra parte: «Cada día vive más. Cada día canta mejor».
– ¿Cómo sabe que ha terminado todo? -preguntó.
– Llamé al comando en jefe. Nadie resiste. Ya han fusilado a quince. Nadie va a quedar vivo. El presidente quiere un escarmiento.
– Mejor así. Que los maten a todos -dijo el Coronel. Metió las manos en los bolsillos del capote. Sintió el peso de la oscuridad en la garganta sedienta. Casi no le quedaba voz cuando habló otra vez:
– A lo mejor tenemos que mover el cuerpo, Arancibia. A lo mejor ya saben que está acá.
– Nadie sabe -dijo el Loco-. Es la primera vez en meses que no lo encuentran. No hubo una sola flor, una sola vela.
El Coronel quedó un rato en silencio.
– Tiene razón -dijo al fin-. No saben dónde está.
¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces: un mes, cuarenta días? Se le había enfermado el corazón de tanto extrañarla. Y todo para qué: tanta desolación ya no servía de nada. En el momento menos esperado había ocurrido lo terrible.
Más de una vez había tratado de resignarse leyendo lo que sobrevivía de aquella historia en el relato de Margarita Heredia de Arancibia, la doble cuñada del Loco: dos hermanas casadas con dos hermanos. Seguía leyendo lo que ya sabía casi de memoria. Margarita o Margot había declarado más de tres horas ante el juez militar, y el resumen de la versión taquigráfica estaba ahí, en las fichas. El Coronel había apuntado en los márgenes de la primera hoja un detalle que le llamó la atención: cada vez que se refería a sí misma, la testigo hablaba en tercera persona. Donde estaba escrito “Margot y su hermana”, se debía leer «Yo y mi hermana», o «Yo y Elena». Era de lo más raro. Sólo en las frases finales de la declaración, Margarita resbalaba hacia su propio yo con cierta vergüenza, como si no se le pesara la idea de ser otra vez ella misma.
»Margot y su hermana Elena vienen de una familia muy sana, los Heredia. Ambas descienden en línea directa de Alejandro Heredia, uno de los gobernadores federales más ilustres de Tucumán. Han sido educadas en el temor de Dios, el amor a la patria y la defensa del hogar por encima de todo. Sólo a la luz de estos valores se entiende por qué sucedió lo que sucedió.
»Margot fue la primera en casarse. Eligió a un militar buen mozo y culto, de origen santiagueño, con el que fue muy feliz los primeros dos años del matrimonio. La única mancha en la pareja era que el esposo, Ernesto Arancibia, entonces capitán, se negaba a tener familia. Margot, muy desdichada, entró en sospechas e hizo algunas averiguaciones. Se enteró entonces que dos de los tíos maternos de Ernesto eran débiles mentales y estaban internados en un hospicio. También supo que el hermano menor de Ernesto, llamado Eduardo, había caído enfermo de meningitis a los siete meses de edad y que aún sufría secuelas nerviosas. Dedujo entonces que si Ernesto no quería hijos era por miedo a que nacieran con taras.
»Margot tuvo la desgracia de conocer estos detalles cuando su hermana Elena estaba ya comprometida con Eduardo Arancibia y faltaban dos meses para la fecha del enlace. Sin saber qué actitud adoptar, Margot buscó el consejo de su madre, con la que fueron siempre muy unidas. Con sabiduría cristiana, la madre dijo que ya era tarde para hacer una revelación tan grave, y que debían evitarse enemistades entre la familia Heredia y la familia Arancibia. "No veo por qué negarle a Elenita", -dijo, "el destino que ya tiene Margot".
»Eduardo era también capitán en esa época y le llevaba doce años a su prometida. Había superado sin problemas los exámenes médicos del colegio militar y el único signo de la meningitis era su carácter cambiante, casi lunático, que Elena sobrellevaba con buen humor. A los dos los junta un catolicismo fervoroso. Comulgaban todos los domingos y formaban parte de la milicia angélica, que es muy exigente con la ortodoxia y los preceptos. Margot temía que su hermana Elena quedara embarazada tarde o temprano. Esa fatalidad no tardó en suceder»
«Elena informó a Eduardo de su embarazo el 10 de abril. Afectado quizá por la noticia, el esposo tuvo esa misma tarde unas convulsiones terribles: los músculos del ojo izquierdo se le pusieron rígidos. Le diagnosticaron una ligera irritación de la duramadre, derivada de la meningitis infantil.
"Aunque Eduardo se repuso muy pronto de su dolencia, Margot advirtió que el ojo izquierdo se le ponía rígido cuando estaba nervioso. Se volvió también extraño y taciturno.
»Así llegamos a finales de abril. La hermana de Margot, que llevaba ya más de una semana con vómitos y trastornos sin importancia, tuvo una pérdida alarmante de sangre. Se le recomendó absoluto reposo. Su madre insistió en acompañarla, pero Eduardo se opuso. Argumentó que debía recibir en su casa a unos oficiales del Servicio de Inteligencia y separar con ellos algunos documentos confidenciales que iban a guardar en la bohardilla. Parecía muy ansioso y Elena, con su sexto sentido de mujer, malició que algo raro sucedía.
»A pesar de lo que Eduardo había prometido, esa noche no fue a cenar. A Elena se le agravaron las pérdidas y trató de hablar por teléfono con Margot o con su madre para que la trasladaran en una ambulancia. No queda permanecer ni un minuto más desvalida en su propia casa. Cuál no seria su angustia cuando descubrió que el teléfono estaba descompuesto. Dos o tres veces hizo esfuerzos para levantarse, pero sentía una gran debilidad y tenía miedo de abortar. Entre las diez y las once de la noche pudo al fin dormirse. Horas después la despertaron unos ruidos muy fuertes localizados en el garaje. Oyó la voz de su marido y también identificó la del coronel Moori Koenig. Los llamó varias veces y hasta se puso a golpear el piso de su cuarto con una silla, pero ninguno de los dos tuvo la consideración de contestarle.»
«Después los sintió acercarse. Transportaban algo pesado y cada dos o tres pasos se detenían. Elena decidió salir. Se movía con lentitud, agarrándose el vientre para contener la sangre. Así llegó a la puerta. Trató de abrirla y con la desesperación que es de imaginar, descubrió que estaba cenada desde afuera.
»La debilidad la derribó. Sin saber qué hacer, espió por el hueco de la cerradura. La hermana de Margot siempre había sido sumamente discreta pero aquélla era una situación de fuerza mayor. Vio a su esposo y al coronel Moori Koenig llevar a la bohardilla, con suma dificultad, una caja que parecía un ataúd. En vano les suplicó Elena que le dieran un vaso de agua. Sentía una debilidad extrema y una sequedad atroz en la garganta. Por fin se desvaneció.
»Ni Margot ni su madre pudieron saber cuántas horas yació la pobre sin conocimiento. A eso de las diez de la mañana, Eduardo las llamó desde el hospital militar Elena había sido internada con una ligera deshidratación y, a pesar de los temores de la familia Heredia, tanto ella como su hijo estaban gracias a Dios fuera de peligro.
»Alarmada por el estado de completa postración en que la encontró, la madre le fue arrancando la historia de la terrible noche. A medida que se enteraba de los detalles, aumentaba su indignación. Sin embargo, cuando Elena le dijo que no quería vivir más con Eduardo y le suplicó que le permitiera regresar a la casa paterna, la madre le recordó las obligaciones que había contraído ante el altar.»