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Se quedó quieta en la cama, alisando las sábanas. había sido feliz, pero no como las demás personas. Nadie sabía qué era la felicidad exactamente. Se sabía todo sobre el odio, sobre la desgracia, sobre las pérdidas, pero no sobre la felicidad. Ella sí lo sabía. En cada instante de la vida Tenía conciencia de lo que podía haber sido y de lo que era. A cada paso que iba dando se repetía: esto es mío, esto es mío, soy feliz. Ahora había llegado el momento de la pena: una eternidad de pena para compensar seis años de plenitud. ¿Era eso la vida, era tan sólo eso? Creyó oír a lo lejos la música de una orquesta, como en la plaza de su pueblo. ¿O era tal vez la radio, en el cuarto de las enfermeras?

– Dos cartas -dijo la madre-: ¿éstas son?

– Leémelas.

– Dejáme ver… Los lentes. «Mi Chinita querida».

– No, primero la otra.

– «Querido Juan». ¿Ésta: «Querido Juan»? Estoy muy triste porque no puedo vivir lejos de vos…

– Se la escribí en Madrid, el primer día de mi viaje a Europa. O en el avión tal vez, cuando estaba llegando. Ya no me acuerdo. ¿Ves la letra, qué despareja, qué nerviosa? Yo no sabía qué hacer, quería volverme. No había empezado el viaje y ya quería estar de vuelta. Dale, seguí.

– … te quiero tanto que lo que siento por vos es una especie de idolatría. No sé cómo expresarte lo que siento pero te aseguro que he luchado muy duramente en la vida con la ambición de ser alguien y he sufrido muchísimo, pero entonces llegaste vos y me hiciste tan feliz que pensé que estaba soñando, y puesto que no tenía otra cosa que ofrecerte más que mi corazón y mi alma te la di del todo, pero en estos tres años de felicidad nunca dejé de adorarte ni una sola hora o de dar gracias al cielo por la bondad de Dios al concederme la recompensa de tu amor… No sigo, Chola. Estás llorando y vas a hacerme llorar a mí también.

– Un poquito más, dale. Soy una floja.

– Té soy tan fiel, cariño, que si Dios quisiera no tenerme en esta dicha y me llevara, te seguiría siendo fiel en la muerte y te adoraría desde el cielo. ¿Para qué escribías eso, Cholita? ¿Qué te pasaba por la cabeza?

– Tenía miedo, mamá. Pensaba que, cuando yo volviera desde tan lejos, él ya no estaría. Que no habría nada. Que me despertaría en el cuarto de la pensión, como cuando era chica. Estaba muerta de miedo. Todos creían que yo era audaz y había ido más lejos que ninguna mujer. Pero yo no sabía qué hacer, mamá. Lo único que me importaba era volver.

– ¿Te leo la otra carta?

– No, termina con esa. Lee la última frase.

– Todo lo que te han dicho sobre mí en Junín es una infamia, te lo juro. En la hora de mi muerte debés saberlo. Son mentiras. Salí de Junín cuando tenía trece años, y a esa edad, ¿qué puede hacer de horrible una pobre muchacha? Podés sentirte orgulloso de tu esposa, Juan, porque cuidé siempre tu buen nombre y te adoré…

– ¿Qué chismes le llevaron?

– Los de Magaldi, ya sabes. Pero no quiero hablar de eso.

– Me lo tendrías que haber contado, Cholita, y yo me habría presentado aquí para poner las cosas en claro. Nadie mejor que yo sabe que de Junín te fuiste pura. ¿Por qué te rebajaste a hablar así? Si un hombre desconfía, no hay Dios que le devuelva la confianza. Pero a vos, él…

– Lee la otra carta. Y no sigas hablando.

– Mi Chinita querida. Mira, la escribió a máquina. Las cartas de amor escritas a máquina valen menos que las otras. A lo mejor se la dictó a un secretario, a lo mejor no es de él.

– No digás eso. Lee.

– Yo también estoy muy triste por tenerte lejos y no veo las horas de que vuelvas. Pero si decidí que viajaras a Europa es porque ninguna persona me parecía más indicada que vos para difundir nuestras ideas y para expresar nuestra solidaridad a todos esos pueblos que acaban de pasar por el flagelo de la guerra. Estás haciendo un gran trabajo y aquí todos piensan que ningún embajador lo hubiera hecho tan bien. No te aflijas por las habladurías. Jamás les he llevado el apunte y no me hacen mella. Ya quisieron llenarme la cabeza de chismes cuando nos estábamos por casar, pero a nadie le permití que alzara la voz en tu contra. Cuando te elegí fue por lo que vos eras y nunca me importó tu pasado. No creas que no aprecio todo lo que has hecho por mí. Yo también he luchado mucho y te comprendo. He luchado para ser lo que soy y para que vos seas lo que sos. Estáte muy tranquila, entonces, cuida tu salud y no trasnoches. En cuanto a doña Juana, no te atormentes por ella. La vieja es muy corajuda y sabe defenderse sola, pero te prometo por lo más sagrado que voy a ocuparme de que nada le falte. Muchos besos y recuerdos, Juan.

– ¿Ahora entendés por qué lo quiero tanto, mamá?

– A mí me parece una carta común y corriente.

– Me la mandó a Toledo, al día siguiente de recibir la mía. Y si me contestó, no fue porque hiciera falta. ¿Para qué, si todas las noches hablábamos por teléfono? Fue por delicadeza, para que me sintiera bien.

– Te lo merecías. Ninguna otra mujer hubiera escrito lo que vos le escribiste.

– Él se lo merecía. Ahora sabés que fui feliz, mamá. Todo lo que he sufrido valió la pena. Si querés, quedáte con las cartas. Ya me has visto desnuda tantas veces que una vez más no importa.

– No. Nunca te he visto tan desnuda como ahora.

– Sos la única. Vos y Perón. No es esta desnudez del alma lo que me preocupa. Si es por eso, he vivido desnuda. Me preocupa la otra. Cuando vuelva a perder el conocimiento o me pase algo peor, no quiero que nadie me lave ni me desvista, ¿entendés? Ni médicos ni enfermeras ni nadie ajeno. Sólo vos. Tengo vergüenza de que me vean, mamá. ¡Estoy tan flaca, tan desmejorada! A veces sueño que estoy muerta y que me llevan desnuda a la Plaza de Mayo. Me ponen sobre un banco y todos hacen fila para tocarme. Por más que grito y grito, nadie me viene a rescatar. No vayas a dejar que eso me pase, vieja. No vayas a dejarme.

Doña Juana llevaba ya varias noches durmiendo mal, pero la del 20 de septiembre de 1955 fue la peor: no pudo pegar los ojos. Se levantó varias veces a tomar mate y a oír las noticias de la radio. Perón, su yerno, había presentado la renuncia, y el país estaba en manos de nadie. Las várices volvieron a molestarla. Sobre los tobillos, un edema azulado y volcánico parecía a punto de estallar.

En los informativos sólo se hablaba de los desplazamientos del ejército rebelde. A Evita puede pasarle cualquier cosa, le había dicho la madre al embalsamador. Cualquier cosa. «Van a llevársela para destrozarla, doctor. Lo que no le pudieron hacer cuando vivía se lo querrán cobrar a la muerta. Ella era diferente y en este país eso no se perdona. Desde chiquita quiso ser diferente. Ahora que está indefensa se lo van a hacer pagar»

«No se preocupe, señora», le había dicho el médico. «Tranquilice su corazón de madre. En momentos así, nadie se encarniza con los muertos.» Era un hombre aceitoso, zalamero. Cuanto más esfuerzos hacía para calmarla, más desconfiaba ella.

¿De quién no desconfiar en Buenos Aires? Desde que doña Juana se había trasladado allí, todo le daba miedo. Al principio, las facilidades de la vida y las adulaciones del poder la deslumbraban. Evita era todopoderosa, la madre también. Cada vez que apostaba a la ruleta en el casino de Mar del Plata, los croupiers añadían a sus ganancias algunas fichas de mil pesos, y cuando jugaba al blackjack con los ministros siempre le tocaba en suerte, como por milagro, un par de reinas. Vivía en una casa principesca del barrio de Belgrano, entre palmeras y laureles. Pero Buenos Aires había terminado por mutilarle la familia y enfermarla de asma. Le habían sembrado los cuartos de micrófonos. Para conversar con las hijas, escribía notitas en un cuaderno de colegio.

Después de la muerte de Eva ya ni siquiera se animaba a visitar al yerno, y el yerno tampoco la invitaba. El único lazo con el poder que le quedaba era Juancito, su hijo varón, pero una amante despechada lo acusó de raterías sin importancia y Juancito, abatido por la vergüenza, terminó suicidándose. En menos de nueve meses la familia se había deshecho en esta intemperie maldita. Las glándulas de Buenos Aires segregaban muerte. Todo era mezquindad y humos. Nadie sabía de dónde le brotaban tantos humos a la gente. Pobre Eva. Se había desangrado por amor y se lo estaban pagando con abandono. La pobrecita. Pero sus enemigos se joderían. En vida, siempre había estado echándole tierra a su fuego, para no hacerle sombra al marido. Muerta, se iba a convertir en un incendio.

Miró por la ventana. Entre los sopores del río aparecieron las primeras vetas del amanecer. Oyó súbitamente la lluvia y al mismo tiempo oyó la lluvia de las horas pasadas. En la radio anunciaron que la flota de mar, alzada contra el gobierno, acababa de destruir los depósitos de petróleo de Mar del Plata y que bombardearía el Dock Sur de un momento a otro. El almirante Rojas, que comandaba a los rebeldes, prometía no dejar piedra sobre piedra a menos que Perón renunciara sin condiciones. ¿Rojas?, se preguntó doña Juana. ¿No era aquel edecán que siempre se adelantaba a los caprichos de Eva? ¿El negrito, el petiso de anteojos oscuros? ¿También él le volvía la espalda? Si ardía el Dock Sur, su hija quedaría atrapada por las llamas. El edificio de la CGT estaba junto al puerto y sería alcanzado en una hora o dos.

Trató de levantarse de la cama pero un calambre la desmoronó. Eran las várices. Durante las últimas semanas habían empeorado con el desatino de unas caminatas que no terminaban en ninguna parte. Caminaba dos veces por día hasta las antesalas de los diputados para suplicar que le aumentaran la pensión por servicios a la patria. Los mismos ingratos que antes la cubrían de orquídeas y bombones ahora se le negaban y la hacían esperar. Recorría las tiendas del Once en busca de telas y de crespones para la cámara funeraria de la hija. Se internaba tarde por medio en los laberintos del cementerio donde estaba enterrado Juan, el suicida, para que no le faltaran flores frescas. No se animaba a subir a los taxis por miedo a que se la llevaran y la tiraran muerta en algún basural. Esas miserias eran ahora su vida.

Tomó uno de los calmantes que siempre tenía a mano en la mesa de luz y se frotó las piernas. Aunque el dolor la atormentaba, quería sobreponerse. Le había prometido a Evita lavar su cuerpo y enterrarlo, pero no la dejaron. Ahora debía salvarlo de las llamas. ¿Quién, si no? ¿El médico que lo cubría de ceras y parafinas seminales todas las mañanas? ¿Los guardias que sólo pensaban en salvar el pellejo?

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