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El médico bajó los brazos, como vencido.

– Me obliga a lo que no quiero -dijo.

Cerró con llave la puerta del laboratorio, se quitó el delantal y, guiándola a través de un pasillo corto, alumbrado por una luz grisácea, avanzó con doña Juana hacia el santuario. Aunque la oscuridad tenía en ese lugar una hondura sin fondo, la madre supo al instante dónde estaban. Más de una vez se había quedado rezando allí, ante el imponente prisma de cristal donde yacía la hija, y había besado sus labios carnosos, que siempre parecían a punto de volver a la vida. Las tinieblas olían a desolación y a sangre de nadie.

– ¿Para qué me trae aquí? -preguntó, con una voz huérfana-. Quiero volver adonde está Evita.

El médico la tomó del brazo y respondió:

– Vea esto.

Los reflectores alumbraron el prisma funerario, a la vez que se encendían tubos de neón en las molduras del techo. Abrumada por un fulgor que no le daba respiro, doña Juana desconfió de la realidad que iba dibujándose ante sus ojos. Lo primero que vio fue a una gemela de su propia hija yaciendo sobre la losa de cristal, tan idéntica que ni Ella misma hubiera sido capaz de parirla. Otra perfecta réplica de Evita estaba tendida sobre unos almohadones de terciopelo negro, a los pies de un sillón en el que una tercera Evita, vestida con el mismo sayal blanco de las demás, leía una tarjeta postal enviada siete años atrás desde el correo de Madrid. La madre tuvo la impresión de que esta última respiraba y le acercó a las fosas de la nariz las yemas temblorosas de los dedos.

– No la toque -dijo el médico-. Es más frágil que una hoja de otoño.

– ¿Cuál es Evita?

– Me alegro que no se dé cuenta de las diferencias. Su hija no está aquí. Acaba de verla en la tina del laboratorio.

– Deslizó los pulgares bajo los tirantes del pantalón y se balanceó sobre la punta de los pies, orgulloso de sí mismo.

– Cuando el gobierno de su yerno empezó a desbarrancarse, pedí que me hicieran estas copias, por precaución. Si Perón cae, me dije, Evita será el primer trofeo que van a buscar los vencedores. Trabajé día y noche con un escultor, descartando una figura tras otra. ¿Sabe qué materiales son éstos? -Doña Juana oía las palabras del embalsamador, pero no lograba enderezarlas hacia ningún sentido. Estaba espantada, ahogada: necesitaba otra vida para absorber tanto duelo. -Cera y vinil, más tintura indeleble para dibujar las venas. La Evita del sillón es una versión mejo-

rada: tiene fibra de vidrio. Una opus magna. Cuando los coroneles vengan a llevársela, su hija estará ya en lugar seguro y lo que les daré será una de estas copias. Como se ha dado cuenta, no la he traicionado.

– Lo que me preocupa -dijo la madre- es que tampoco yo voy a saber cuál es cuál.

– Hay que exponerlas a los rayos X. A la genuina se le notan las vísceras. En las demás sólo se ve la nada. ¿Qué hacen los físicos cuando quieren interrumpir la fluencia natural de las cosas? Algo muy simple: las multiplican. -El embalsamador, excitado, había subido una o dos octavas el timbre de la voz. -A un olvido hay que oponerle muchas memorias, a una historia real hay que cubrirla con historias falsas. Viva, su hija no tenía par, pero muerta ¿qué importa? Muerta, puede ser infinita.

– Un poco de agua -pidió la madre.

– Llévese ahora una de las copias -continuó el médico, sin oírla-. Y entiérrela solemnemente en la Recoleta. Yo mandaré una más al Vaticano. Y otra al viudo, en Olivos o donde quiera esté. A la verdadera la enterraremos usted y yo, a solas, y no le diremos nada a nadie más.

A doña Juana le pareció que el mundo se le iba, con la naturalidad de una marea. Ya no había mundo y la congoja ocupaba todos los espacios vacíos. Por dentro iban y venían los sollozos, sin fondo, sin perfil. Nunca podría contar con Ara ni con Perón ni con nadie salvo con Ella misma, y Ella era bien poca cosa. Se apoyó en las paredes de tinieblas y escupió en la cara del embalsamador la frase que desde hacía rato le daba vueltas en la cabeza:

– Váyase a la mierda.

En esta novela poblada por personajes reales, los únicos a los que no conocí fueron Evita y el Coronel. A Evita la vi sólo de lejos, en Tucumán, una mañana de fiesta patria; del coronel Moori Koenig encontré un par de fotos y unos pocos rastros. Los diarios de la época lo mencionan de modo escueto y, con frecuencia, despectivo. Tardé meses en dar con su viuda, que vivía en un departamento austero de la calle Arenales y que aceptó verme al cabo de una postergación tras otra.

Me recibió vestida de negro, entre muebles que parecían enfermos de gravedad. Las lámparas daban una luz tan tenue que las ventanas se desvanecían, como si sólo sirvieran para mirar hacia adentro. Buenos Aires vive así, entre penumbras y cenizas. Tendida a orillas de un ancho río solitario, la ciudad le ha vuelto las espaldas al agua y prefiere irse derramando sobre el aturdimiento de la pampa, donde el paisaje se copia así mismo, interminablemente.

En alguna parte de la casa quemaban hebras de sándalo. La viuda y su hija mayor, que también estaba vestida de negro, exhalaban un fuerte perfume de rosas. No tardé en sentirme mareado, embriagado, al filo de algún error que no tendría remedio. Les referí que estaba escribiendo una novela sobre el Coronel y Evita y que había iniciado algunas investigaciones. Les mostré la foja de servicios del Coronel, que había copiado de un archivo militar, y pregunté si esos datos eran correctos.

– Las fechas del nacimiento y de la muerte están bien -admitió la viuda-. De las otras no podríamos decir nada. Él era, como usted tal vez sepa, un fanático del secreto.

Les hablé de un cuento de Rodolfo Walsh, «Esa mujer », mientras ellas asentían. El cuento alude a una muerta que jamás se nombra, a un hombre que busca el cadáver -Walsh- y a un coronel que lo ha escondido. En algún momento entra en escena la esposa de ese coronel: alta, orgullosa, con un rictus de neurosis; ningún parecido con la resignada matrona que oía mis preguntas sin ocultar la desconfianza. Los personajes del cuento hablan en una sala de grandes ventanales, desde la que se ve caer la tarde sobre el río de la Plata. Entre los muebles ampulosos, hay platos de Cantón y un óleo que quizá sea de Pigari. ¿Vieron ustedes, alguna vez, una sala como ésa?, les pregunté. Un cierto brillo asomó a los ojos de la viuda, pero ningún signo que indicara si me ayudaría en la investigación.

El coronel de «Esa mujer», comenté, se parece al detective de «La muerte y la brújula». Ambos descifran un enigma que los destruye. La hija nunca había oído mencionar «La muerte y la brújula». Es de Borges, dije. Todos los relatos que Borges compuso en esa época reflejan la indefensión de un ciego ante las amenazas bárbaras del peronismo. Sin el terror a Perón, los laberintos y los espejos de Borges perderían una parte sustancial de su sentido. Sin Perón, la escritura de Borges no tendría estímulos, refinamientos de elusión, metáforas perversas. Les explico todo esto, dije, porque el coronel de Walsh también espera un castigo que va a llegar fatalmente, aunque no se sabe de dónde. Lo atormentan con maldiciones telefónicas. Voces anónimas le anuncian que su hija enfermará de polio, que a el van a castrarlo. Y todo por haberse apoderado de Evita.

– Lo de Walsh no es un cuento -me corrigió la viuda-. Sucedió. Yo estuve oyéndolos mientras hablaban. Mi marido registró la conversación en un grabador Geloso y me dejó los carretes. Es lo único que me ha dejado.

La hija mayor abrió un aparador y mostró las cintas: eran dos, y estaban dentro de sobres transparentes, de plástico.

De tanto en tanto se abría un silencio repentino, incómodo, que yo no sabía cómo romper. Tenía miedo de que las mujeres no pudieran seguir enfrentándose al pasado que les había hecho tanto daño y me obligaran a marcharme. Vi que la hija estaba llorando. Eran lágrimas sin ton ni son, que le brotaban como si vinieran de otra cara o pertenecieran a los sentimientos de otra persona. Al darse cuenta de que la miraba, dejó caer esta confidencia:

– ¡Si usted supiera cuánto he fracasado en la vida!

No supe qué contestarle. Se notaba que, cuanto más iba pasando el tiempo, más compasión sentía por sí misma.

– Nunca he podido hacer lo que quise -dijo-. En eso soy igual a papá. El también, cuando yo ya era grande, venía a sentarse en mi cama y me decía: Soy un fracasado, hija. Soy un fracasado. No fuimos nosotras las que lo hicimos sentirse así. Fue Evita.

Les repetí lo que sin duda sabían: el coronel del cuento dice que enterró a Evita en un jardín. Un jardín donde llueve día por medio y todo se pudre: los canteros de rosas, la madera del ataúd, el cinturón franciscano que le pusieron a la difunta. El cuerpo, se dice allí, fue enterrado de pie, como enterraron a Facundo Quiroga.

Me detuve. A Facundo, pensé, nadie lo enterró de pie. Sentí que me había quedado sin aliento.

– Esa historia es tal cual -susurró la viuda, que tenía la mala costumbre de aspirar fragmentos de palabras-. Cuando vivíamos en Bonn el cadáver estuvo más de un mes dentro de una ambulancia que había comprado mi marido. Se pasaba las noches vigilándolo por la ventana. Un día quiso entrarlo en la casa. Me opuse, como se imaginará. Fui terminante. O te llevás de aquí esa basura, le dije, o me voy yo con mis hijas. El se encerró a llorar. Por esa época, ya los desvelos y el alcohol lo habían ablandado. Aquella misma noche salió con la ambulancia. Cuando volvió, me dijo que había enterrado el cuerpo. ¿Dónde? Le pregunté. Quién sabe, contestó. En un bosque, donde llueve mucho. Y no quiso hablar más.

La hija trajo una fotografía del Coronel tomada en 1955. Los labios eran una tenue línea dibujada con lápiz, los pómulos estaban surcados por venitas oscuras, la calvicie hacía estragos en la frente vasta, sebosa, inclinada hacia atrás en un ángulo brusco.

– Diez años después de esa foto era un hombre en ruinas -dijo la viuda-. Dejaba pasar las horas sin hacer nada, sin hablar, con la mente a la deriva. A veces se perdía de vista durante semanas, yendo de un bar a otro hasta que caía desmayado. Tenía delirios. Sudaba a chorros. Era un sudor rancio, insoportable. Poco antes de morir lo vieron en un banco de la plaza Rodríguez Peña, llamando a gritos a la muerte.

– ¿Y ustedes? -quise saber-. ¿Dónde estaban ustedes?

– Lo abandonamos -contestó la hija-. Hubo un momento en que mamá ya no lo soportó más y le dijo que se fuera.

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