No siempre nos encontrábamos en el Metropolitano o en su hotel. De hecho, cuando me entregó las cartas, pasó algún tiempo antes de que volviéramos a vernos. Era como si ambos nos diéramos cuenta de que aquel gesto suyo nos había hecho incurrir en un exceso de confianza mutua que sólo atenuaríamos dejando de vernos durante algunas semanas. Yo escuchaba el disco de Billy Swann y miraba a veces, uno por uno, los largos sobres rasgados por una impaciencia en la que sin duda Biralbo ya no se reconocía, y casi nunca tuve la tentación de leer las cartas, incluso hubo días en que las olvidé entre el desconcierto de los libros y de los diarios atrasados. Pero me bastaba con mirar la cuidadosa caligrafía y la desleída tinta violeta o azul de los sobres para acordarme de Lucrecia, tal vez no la mujer a quien Biralbo amó y esperó durante tres años, sino la otra, la que yo había visto algunas veces en San Sebastián, en el bar de Floro Bloom, en el paseo Marítimo o en el de los Tamarindos, con su aire de calculado extravío, con su atenta sonrisa que lo ignoraba a uno al tiempo que lo envolvía sin motivo en una certidumbre cálida de predilección, como si uno no le importara nada o fuera exactamente la persona que ella deseaba ver en aquel justo instante. Pensé que había una incierta semejanza entre Lucrecia y la ciudad donde Biralbo y yo la habíamos conocido, la misma serenidad extravagante e inútil, la misma voluntad de parecer al mismo tiempo hospitalarias y extranjeras, esa tramposa ternura de la sonrisa de Lucrecia, del rosa de los atardeceres en las espumas lentas de la bahía, en los racimos de los tamarindos.
La vi por primera vez en el bar de Floro Bloom, acaso la misma noche en que tocaron juntos Billy Swann y Biralbo. Yo entonces terminaba regularmente las noches en el Lady Bird, sostenido por la vaga convicción de que allí iban las improbables mujeres que accederían a acostarse conmigo cuando al apagarse las luces de los últimos bares llegase con el amanecer la premura del deseo. Pero aquella noche mi propósito era un poco más preciso. Estaba citado con Bruce Malcolm, a quien en ciertos lugares llamaban el Americano. Era corresponsal de un par de revistas de arte extranjeras, y se dedicaba, me dijeron, a la exportación ilegal de pinturas y de objetos antiguos. En aquella época yo andaba más bien justo de fondos. Tenía en casa unos pocos cuadros muy sombríos, de asunto religioso, y un amigo que había pasado antes por parecidas urgencias me dijo que aquel americano, Malcolm, podría comprármelos a buen precio y pagar en dólares. Lo llamé, vino a casa, examinó los cuadros con una lupa, limpió las zonas más oscuras con un algodón empapado en algo que olía a alcohol. Hablaba un español con inflexiones sudamericanas, y tenía una voz persuasiva y aguda. Hizo concienzudas fotos de los cuadros, situándolos frente a una ventana abierta, y al cabo de unos días me llamó para decirme que estaba dispuesto a pagar mil quinientos dólares por ellos, setecientos a la entrega, el resto cuando sus socios o jefes, que estaban en Berlín, los hubieran recibido.
Me citó para pagarme en el Lady Bird. En una mesa apartada me dio setecientos dólares en billetes usados después de contarlos con una lentitud como de cajero Victoriano. Los otros ochocientos no llegué a verlos nunca. Probablemente me habría engañado aunque hubiera cumplido su promesa, pero hace años que eso dejó de importarme. Importa más que aquella noche no llegó solo al Lady Bird. Venía con él una muchacha alta y muy delgada, que se inclinaba ligeramente al andar y mostraba cuando sonreía unos dientes muy blancos y un poco separados. Tenía el pelo liso, cortado justo a la altura de los hombros, los pómulos anchos y más bien infantiles, la nariz definida por una línea irregular. No sé si la estoy recordando como la vi aquella noche o si lo que veo mientras la describo es una de las fotos que hallé entre los papeles de Biralbo. Estaban de pie, parados ante mí, de espaldas al escenario donde aún no habían aparecido los músicos, y Malcolm, el Americano, la tomó del brazo con un resuelto ademán de propiedad y de orgullo y me dijo: «Quiero presentarte a mi mujer. Lucrecia.»
Cuando el americano terminó de contar el dinero bebimos por algo que él llamó con felicidad sospechosa el éxito de nuestro negocio. Yo tenía la doble y molesta sensación de haber sido estafado y de estar actuando en una película para la que me hubieran dado insuficientes instrucciones, pero eso me ocurre con frecuencia cuando bebo entre extraños. Malcolm hablaba y bebía mucho, reprobaba mis cigarrillos, me ofrecía consejos para adquirir cuadros y dejar el tabaco, la clave era el equilibrio personal, me dijo, sonriendo mucho, apartándose el humo de la cara, escribiéndome en una servilleta la marca de ciertos caramelos medicinales que suplían la nicotina. La copa de Lucrecia permanecía intacta y vertical ante ella. Me pareció capaz de mantenerse invulnerable e idéntica a sí misma en cualquier lugar donde estuviera, pero corregí ese juicio cuando empezó a sonar el piano de Biralbo. Tocaban solos él y Billy Swann: la ausencia del contrabajo y de la batería daba a su música, a su soledad en el angosto escenario del Lady Bird, una cualidad despojada y abstracta, como la de un dibujo cubista resuelto sólo con el lápiz. En realidad, ahora me acuerdo -pero han pasado cinco años- no advertí que había comenzado la música hasta que Lucrecia nos dio la espalda para volverse hacia el fondo del local, donde los dos hombres tocaban entre la penumbra y los tornasoles del humo. Fue un solo gesto, un fulgor clandestino y tan breve como la luz de un relámpago, como esa mirada que uno sorprende en un espejo. Animado por el whisky, por el recuerdo de los setecientos dólares en mi bolsillo -en aquel tiempo cualquier cantidad considerable de dinero me parecía infinita, me imponía taxis arbitrarios y licores de lujo- yo intentaba emprender una conversación con Lucrecia ante la sonrisa ebria y benévola del americano, pero en el instante en que sonó la música ella se volvió como si Malcolm y yo no existiéramos, apretó los labios, unió sus largas manos entre las rodillas, se apartó el pelo de la cara. Dijo Malcolm: «A mi mujer le gusta mucho la música», y volcó la botella en mi copa sin hielo. Es probable que esto no sea del todo cierto, que cuando oímos a Biralbo Lucrecia no dejara de mirarme, pero sé que entonces sucedió en ella una mutación que yo noté al mismo tiempo que Malcolm. Algo estaba ocurriendo, no en el escenario donde Biralbo extendía sus manos ante el teclado y Billy Swann, todavía en silencio, alzaba su trompeta con lentitud de ceremonia, sino entre ellos, entre Lucrecia y Malcolm, en el espacio de la mesa donde ahora permanecían olvidadas las copas, en el silencio que yo intentaba ignorar como un conocido bruscamente importuno.
Había mucha gente en el Lady Bird y todos aplaudían, y un par de fotógrafos arrodillados asediaban con sus flashes a Billy Swann. Floro Bloom apoyaba en la barra su vasta envergadura de leñador escandinavo -era gordo, rubio, feliz, tenía los ojos muy pequeños y azules-, y nosotros, Lucrecia, Malcolm, yo mismo, nos interesábamos sin demasiado éxito en la música: sólo nosotros no aplaudíamos. Billy Swann se limpió la frente con un pañuelo y dijo algo en inglés, terminando con una carcajada obscena que renovó muy tímidamente los aplausos. Con la boca muy cerca del micrófono y la voz fatigada, Biralbo tradujo las palabras del otro y anunció la próxima canción. También yo lo miré entonces. Malcolm releía meditativamente el recibo que yo acababa de entregarle y desde la lejanía del humo me encontraron los ojos de Biralbo, pero no era a mí a quien buscaban. Estaban fijos en Lucrecia, como si en el Lady Bird no hubiera nadie más que ella, como si estuvieran solos entre una multitud unánime que espiara sus gestos, Mirándola dijo Biralbo en inglés y luego en español el título de la canción que iban a tocar. Mucho tiempo después, en Madrid, me estremeció reconocerla: estaba en aquel mismo disco de Billy Swann, y yo la escuché solo, inmóvil frente a un puñado de cartas que habían atravesado toda la anchura de Europa y la indiferencia del tiempo para llegar a mis manos de extraño. Todas las cosas que tú eres, dijo Biralbo, y entre esas palabras y las primeras notas de la canción hubo un corto silencio y nadie se atrevió a aplaudir. No sólo Malcolm, también yo advertí la sonrisa que iluminó las pupilas de Lucrecia sin llegar a sus labios.
He observado que los extranjeros no tienen el menor escrúpulo en cancelar sin previo aviso su amistad o su copiosa cortesía. Bajo la mirada de Biralbo -pero también, desde la barra, Floro Bloom nos estaba vigilando-, Malcolm dijo que él y Lucrecia debían marcharse, y me tendió la mano. Muy seria, sin levantarse aún, ella le contestó algo en inglés, unas palabras rápidas, muy educadas y frías. Lo vi coger su copa y depositarla otra vez en la mesa abarcándola entera con sus duros dedos sucios de pintura, como si considerara la posibilidad de romperla. No hizo nada: mientras Lucrecia le hablaba observé que Malcolm tenía la cabeza ligeramente aplastada, como un saurio. Ella no estaba irritada: no parecía que pudiera estarlo nunca. Miraba a Malcolm como si el sentido común bastara para desarmarlo, y el cuidado que ponía en pronunciar cada una de sus palabras acentuaba la suavidad de su voz casi ocultando la ironía. Cuando Malcolm volvió a hablar lo hizo en un español detestable. La ira le perjudicaba la pronunciación, lo devolvía a su naturaleza de extranjero en un país y en un idioma de confabulados hostiles. Dijo sin mirarme, sin mirar a nadie más que a Lucrecia: «Tú sabes por qué has querido que viniéramos aquí.» A ninguno de los dos le importaba mi presencia.
Decidí interesarme en el tabaco y en la música. Malcolm admitió una tregua. Sacando del bolsillo trasero de su pantalón un fajo de billetes se acercó a la barra, y estuvo un rato conversando con Floro Bloom, agitando el dinero con un poco de petulancia o de rabia en su mano derecha. Miraba de soslayo a Lucrecia, que no se había levantado, a Biralbo, ausente al otro lado del piano, muy lejos de nosotros. A veces levantaba los ojos: entonces Lucrecia se erguía imperceptiblemente, como si lo mirase por encima de un muro. Malcolm dejó el dinero dando un golpe seco en la madera de la barra y se alejó hacia la oscuridad del fondo. Entonces Lucrecia se puso de pie, descartó mi presencia, borrándome con una sonrisa, como se aparta el humo, y fue a decirle algo a Floro Bloom. La trompeta de Billy Swann cortaba el aire igual que una sostenida navaja. Lucrecia movía las manos ante la cara soñolienta de Floro, en un instante tuvo entre ellas un papel y un bolígrafo. Mientras escribía velozmente vigilaba el escenario y el corredor iluminado de rojo por donde había desaparecido Malcolm. Dobló el papel, alargó el cuerpo para esconderlo al otro lado de la barra, le devolvió a Floro el bolígrafo. Cuando Malcolm volvió, apenas un minuto más tarde, Lucrecia me estaba explicando el modo de llegar a su casa y me invitaba a comer con ellos cualquier día. Mentía con serenidad y vehemencia, casi con ternura.