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– Desde luego -dijo-. En el momento adecuado. Uno llega a los sitios cuando ya no le importan.

– ¿Viste a Lucrecia allí?

– ¿Cómo lo sabes? -Se incorporó del todo, aplastó el cigarrillo en el cenicero. Yo me encogí de hombros, más asombrado que él de mi adivinación.

– He oído esa canción, Lisboa . Me hizo acordarme de aquel viaje que empezasteis juntos.

–  Aquel viaje -repitió-. Fue entonces cuando la compuse.

– Pero tú me dijiste que no habíais llegado a Lisboa.

– Desde luego que no. Por eso hice esa canción. ¿Tú nunca sueñas que te pierdes por una ciudad donde no has estado nunca?

Quise preguntarle si Lucrecia había continuado sola el viaje, pero no me atreví, era indudable que él no deseaba seguir hablando de aquello. Miró el reloj y fingió sorprenderse de lo tarde que era, dijo que sus músicos estarían esperándolo en el Metropolitano.

No me invitó a ir con él. En la calle nos despedimos apresuradamente y él se dio la vuelta subiéndose las solapas del abrigo y a los pocos pasos ya parecía estar muy lejos. Al llegar a mi casa me serví una copa y puse el disco de Billy Swann. Cuando uno bebe solo se comporta como el ayuda de cámara de un fantasma. En silencio se dicta órdenes y las obedece con la vaga precisión de un criado sonámbulo: el vaso, los cubitos de hielo, la dosis justa de ginebra o de whisky, el prudente posavasos sobre la mesa de cristal, no sea que luego venga alguien y descubra la reprobable huella circular no borrada por la bayeta húmeda. Me tendí en el sofá, apoyando la ancha copa en el vientre, y escuché por cuarta o quinta vez aquella música. El fajo prieto de las cartas estaba sobre la mesa, entre el cenicero y la botella de ginebra. La primera canción, Burma, estaba llena de oscuridad y de una tensión muy semejante al miedo y sostenida hasta el límite. Burma, Burma, Burma, repetía como un augurio o un salmo la voz lóbrega de Billy Swann, y luego el sonido lento y agudo de su trompeta se prolongaba hasta quebrarse en crudas notas que desataban al mismo tiempo el terror y el desorden. Constantemente la música me acuciaba hacia la revelación de un recuerdo, calles abandonadas en la noche, un resplandor de focos al otro lado de las esquinas, sobre fachadas con columnas y terraplenes de derribos, hombres que huían y que se perseguían alargados por sus sombras, con revólveres y sombreros calados y grandes abrigos como el de Biralbo.

Pero ese recuerdo que agravaron la soledad y la música no pertenece a mi vida, estoy seguro, sino a una película que tal vez vi en la infancia y cuyo título nunca llegaré a saber. Vino de nuevo a mí porque en aquella música había persecución y había terror, y todas las cosas que yo vislumbraba en ella o en mí mismo estaban contenidas en esa sola palabra, Burma, y en la lentitud de augurio con que la pronunciaba Billy Swann: Burma o Birmania, no el país que uno mira en los mapas o en los diccionarios sino una dura sonoridad o un conjuro de algo: yo repetía sus dos sílabas y encontraba en ellas, bajo los golpes de tambor que las acentuaban en la música, otras palabras anteriores de un idioma rudamente confiado a las inscripciones en piedra y a las tablas de arcilla: palabras demasiado oscuras que no pudieran ser descifradas sin profanación.

La música había cesado. Cuando me levanté para poner de nuevo el disco advertí sin sorpresa que tenía un poco de vértigo y que estaba borracho. Sobre la mesa, junto a la botella de ginebra, el paquete de cartas tenía ese aire de paciencia inmóvil de los objetos olvidados. Deshice el nudo que lo ataba y cuando me arrepentí las cartas ya se me desordenaban en las manos. Sin abrirlas las estuve mirando, examiné las fechas de los matasellos, el nombre de la ciudad, Berlín, desde donde fueron enviadas, las variaciones en el color de la tinta y en la escritura de los sobres. Una de ellas, la última, no había sido enviada por correo. Tenía apresuradamente escrita la dirección de Biralbo y los sellos pegados, pero intactos. Era una carta mucho más delgada que cualquiera de las otras. Hacia la mitad de la siguiente ginebra eludí el escrúpulo de no mirar su interior. No había nada. La última carta de Lucrecia era un sobre vacío.

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