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Capítulo XIII

No recordaba cuánto tiempo, cuántas horas o días anduvo como un sonámbulo por las calles y escalinatas de Lisboa, por los callejones sucios y los altos miradores y las plazas con columnas y estatuas de reyes a caballo, entre los grandes almacenes sombríos y los vertederos del puerto, más allá, al otro lado de un puente ilimitado y rojo que cruzaba un río semejante al mar, en arrabales de bloques de edificios que se levantaban como faros o islas en medio de los descampados, en fantasmales estaciones próximas a la ciudad cuyos nombres leía sin lograr acordarse de aquella en la que había visto a Lucrecia. Quería rendir al azar para que se repitiera lo imposible: miraba uno por uno los rostros de todas las mujeres, las que se le cruzaban por la calle, las que pasaban inmóviles tras las ventanillas de los tranvías o de los autobuses, las que iban al fondo de los taxis o se asomaban a una ventana en una calle desierta. Rostros viejos, impasibles, banales, procaces, infinitos gestos y miradas y chaquetones azules que nunca pertenecían a Lucrecia, tan iguales entre sí como las encrucijadas, los zaguanes oscuros, los tejados rojizos y el dédalo de las peores calles de Lisboa. Una fatigada tenacidad a la que en otro tiempo habría llamado desesperación lo impulsaba como el mar a quien ya no tiene fuerzas para seguir nadando, y aun cuando se concedía una tregua y entraba en un café elegía una mesa desde la que pudiera ver la calle, y desde el taxi que a medianoche lo devolvía a su hotel miraba las aceras desiertas de las avenidas y las esquinas alumbradas por rótulos de neón donde se apostaban mujeres solas con los brazos cruzados. Cuando apagaba la luz y se tendía fumando en la cama seguía viendo en la penumbra rostros y calles y multitudes que pasaban ante sus ojos entornados con una silenciosa velocidad como de proyecciones de linterna mágica, y el cansancio no lo dejaba dormir, como si su mirada, ávida de seguir buscando, abandonara el cuerpo inmóvil y vencido sobre la cama y saliera a la ciudad para volver a perderse en ella hasta el final de la noche.

Pero ya no estaba seguro de haber visto a Lucrecia ni de que fuera el amor quien lo obligaba a buscarla. Sumido en ese estado hipnótico de quien camina solo por una ciudad desconocida ni siquiera sabía si la estaba buscando: sólo que noche y día era inmune al sosiego, que en cada uno de los callejones que trepaban por las colinas de Lisboa o se hundían tan abruptamente como desfiladeros había una llamada inflexible y secreta que el no podía desobedecer, que tal vez debió y pudo marcharse cuando Billy Swann se lo ordenó, pero ya era demasiado tarde, como si hubiera perdido el último tren para salir de una ciudad sitiada.

Por las mañanas iba al sanatorio. En vano vigilaba supersticiosamente las ventanillas de los trenes que se cruzaban con el suyo y leía los nombres de las estaciones hasta aprenderlos de memoria. Envuelto en una bata demasiado grande para él y con una manta sobre las rodillas Billy Swann pasaba los días mirando el bosque y la aldea desde la ventana de su habitación y casi nunca hablaba. Sin volverse alzaba la mano para pedir un cigarrillo y luego lo dejaba arder sin llevárselo más de una o dos veces a los labios. Biralbo lo veía de espaldas contra la claridad gris de la ventana, inerte y solo como una estatua en una plaza vacía. De la mano larga y curvada que sostenía el cigarrillo se alzaba verticalmente el humo. La movía un poco para desprender la ceniza que caía a su lado sin que él pareciera darse cuenta, pero si uno se acercaba advertía en los dedos un temblor muy leve que nunca cesaba. Una niebla templada y húmeda de llovizna anegaba el paisaje y hacía que los lugares y las cosas parecieran remotos. Biralbo no recordaba haber visto nunca a Billy Swann tan sereno o tan dócil, tan desasido de todo, incluso de la música y del alcohol. De vez en cuando cantaba algo en voz muy baja, con ensimismada dulzura, versos de antiguas letanías de negros o de canciones de amor, siempre de espaldas, frente a la ventana, con un quebrado hilo de voz, uniendo luego los labios para imitar perezosamente el sonido de una trompeta. La primera mañana, cuando entró a verlo, Biralbo oyó que inventaba extrañas variaciones sobre una melodía que le era al mismo tiempo desconocida y familiar, Lisboa. Se quedó junto a la puerta entornada, porque Billy Swann no parecía haber notado su presencia y murmuraba la música como si estuviera solo, señalando quedamente su ritmo con el pie.

– Así que no te has marchado -dijo, sin volverse hacia él, fijo en el cristal de la ventana como en un espejo donde pudiera ver a Biralbo.

– Vi anoche a Lucrecia.

– ¿A quién? -Ahora Billy Swann se volvió. Se había afeitado y el pelo escaso y todavía negro relucía de brillantina. Las gafas y la bata le daban un aire de jubilado apacible. Pero esa apariencia era muy pronto desmentida por el fulgor de los ojos y la peculiar tensión de los huesos bajo la piel de los pómulos: Biralbo pensó que así debían brillar las quijadas de un muerto recién afeitado.

– A Lucrecia. No quieras hacerme creer que no te acuerdas de ella.

– La chica de Berlín -dijo Billy Swann en un tono como de pesadumbre o de burla-. ¿Estás seguro de que no viste a un fantasma? Siempre pensé que lo era.

– La vi en un tren que venía hacia aquí.

– ¿Me estás preguntando si ha venido a verme?

– Era una posibilidad.

– A nadie más que a ti o a Oscar se le ocurre venir a un sitio como éste. Huele a muerto en los pasillos. ¿No lo has notado? Huele a alcohol, a cloroformo y a flores como en las funerarias de Nueva York. Se oyen gritos por la noche. Tipos atados con correas a las camas que ven cucarachas subiéndoles por las piernas.

– No duró ni un segundo. -Ahora Biralbo estaba de pie junto a Billy Swann y miraba el bosque verde oscuro entre la niebla, las quintas dispersas en el valle, coronadas por columnas de humo, los cobertizos lejanos de la estación. Un tren llegaba a ella, parecía avanzar en silencio-. Tardé un poco en darme cuenta de que la había visto. Se ha cortado el pelo.

– Fue tu imaginación, muchacho. Éste es un país muy raro. Aquí las cosas ocurren de otra manera, como si estuvieran pasando hace años y uno se acordara de ellas.

– Iba en ese tren, Billy, estoy seguro.

– Y eso qué puede importarte. -Billy Swann se quitó lentamente las gafas: lo hacía siempre que deseaba mostrar a alguien toda la intensidad de su desdén-. Te habías curado, ¿no? Hicimos un trato. ¿Te acuerdas? Yo dejaría de beber y tú de lamerte las heridas como un perro.

– Tú no dejaste de beber.

– Lo he hecho ahora. Billy Swann se irá a la tumba más sobrio que un mormón.

– ¿Has visto a Lucrecia?

Billy Swann volvió a ponerse las gafas y no lo miró. Miraba atentamente las torres o chimeneas del palacio oscurecidas por la lluvia cuando volvió a hablarle, con una entonación estudiada y neutra, como se habla a un criado, a alguien que uno no ve.

– Si no me crees pregúntale a Oscar. Él no te mentirá. Pregúntale si me ha visitado algún fantasma.

«Pero el único fantasma no era Lucrecia, sino yo», me dijo Biralbo más de un año después, la última noche que nos vimos, recostado en la cama de su hotel de Madrid, impúdica y serenamente ebrio de whisky, tan lúcido y ajeno a todo como si hablara ante un espejo: él era quien casi no existía, quien se iba borrando en el curso de sus caminatas por Lisboa como el recuerdo de una cara que hemos visto una sola vez. También Oscar negó que una mujer hubiera visitado a Billy Swann: seguro, le dijo, él no había faltado nunca de allí, la habría visto, por qué iba a mentirle. De nuevo bajó solo por el sendero del bosque y bebió en la estación mientras esperaba el tren de regreso a Lisboa, mirando la cal rosada de los muros y las arcadas blancas del sanatorio, pensando en la extraña quietud de Billy Swann, que permanecería inmóvil tras uno de aquellos ventanales, casi sintiendo su vigilancia y su reprobación igual que recordaba el modo en que su voz había murmurado las notas de la canción escrita por Biralbo mucho antes de llegar a Lisboa.

Volvió a la ciudad para perderse en ella como en una de esas noches de música y bourbon que no parecía que fueran a terminar nunca. Pero ahora el invierno había ensombrecido las calles y las gaviotas volaban sobre los tejados y las estatuas a caballo como buscando refugio contra los temporales del mar. Cada temprano anochecer había un instante en que la ciudad parecía definitivamente ganada por el invierno. Desde la orilla del río circundaba la niebla borrando el horizonte y los edificios más altos de las colinas, y la armadura roja del puente alzado sobre las aguas grises se prolongaba en el vacío. Pero entonces comenzaban a encenderse las luces, las alineadas farolas de las avenidas, los tenues anuncios luminosos que se extinguían y parpadeaban formando nombres o dibujos, líneas fugaces de neón tiñendo rítmicamente de rosa y rojo y azul el cielo bajo de Lisboa.

Él caminaba siempre, insomne tras las solapas de su abrigo, reconociendo lugares por donde había pasado muchas veces o perdiéndose cuando más seguro estaba de haber aprendido la trama de la ciudad. Era, me dijo, como beber lentamente una de esas perfumadas ginebras que tienen la transparencia del vidrio y de las mañanas frías de diciembre, como inocularse una sustancia envenenada y dulce que dilatara la conciencia más allá de los límites de la razón y del miedo. Percibía todas las cosas con una helada exactitud tras la que vislumbraba algunas veces la naturalidad con que es posible deslizarse hacia la locura. Aprendió que para quien pasa mucho tiempo solo en una ciudad extranjera no hay nada que no pueda convertirse en el primer indicio de una alucinación: que el rostro del camarero que le servía un café o el del recepcionista a quien entregaba la llave de su habitación eran tan irreales como la presencia súbitamente encontrada y perdida de Lucrecia, como su propia cara en el espejo de un lavabo.

Nunca dejaba de buscarla y casi nunca pensaba en ella. Del mismo modo que a Lisboa la niebla y las aguas del Tajo la aislaban del mundo, convirtiéndola no en un lugar, sino en un paisaje del tiempo, él percibía por primera vez en su vida la absoluta insularidad de sus actos: se iba volviendo tan ajeno a su propio pasado y a su porvenir como a los objetos que lo rodeaban de noche en la habitación del hotel. Tal vez fue en Lisboa donde conoció esa temeraria y hermética felicidad que yo descubrí en él la primera noche que lo vi tocar en el Metropolitano. Recuerdo algo que me dijo una vez: que Lisboa era la patria de su alma, la única patria posible de quienes nacen extranjeros.

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