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Capítulo VIII

Volvió despacio a la ciudad, caminando junto a la barandilla del paseo Marítimo, salpicado a veces por la fría espuma deshecha en los rompientes. El hombre del abrigo oscuro y el sombrero aún estaba en el mismo lugar, mirando acaso a las gaviotas. Por la escalinata del Acuarium bajó al puerto de los pescadores, aturdido, hambriento, un poco ebrio, empujado por una exaltación moral que no se parecía ni a la felicidad ni a la desgracia, que era anterior o indiferente a ellas, como el deseo de comer algo o de fumar un cigarrillo. Mientras caminaba iba diciendo en voz baja los versos de una canción que Lucrecia había preferido siempre y que era una contraseña y una impúdica declaración de amor cuando ella y Malcolm entraban en el Lady Bird y Biralbo comenzaba a tocarla, no entera, sólo insinuándola, dispersando unas pocas notas indudables en otra melodía. Descubrió que esa música ya no lo emocionaba, que no aludía a Lucrecia ni al pasado, ni siquiera a él mismo. Recordó algo que le había dicho Billy Swann: «No le importamos a la música. No le importa el dolor o el entusiasmo que ponemos en ella cuando la tocamos o la oímos. Se sirve de nosotros, como una mujer de un amante que la deja fría.»

Aquella noche iba a cenar con Lucrecia. «Llévame a algún sitio nuevo», le había dicho ella, «a un lugar donde yo no haya estado nunca». Lo dijo como si exigiera no un restaurante, sino un país desconocido, pero ése era el modo en que ella había hablado siempre, poniendo una especie de apetencia heroica y deseo imposible en los más banales episodios de su vida. A las nueve volvería a verla, acababan de sonar las tres en los campanarios cercanos de Santa María del Mar: de nuevo el tiempo era para Biralbo como un lugar irrespirable, como las habitaciones de los hoteles donde hacía tres años se encontraba con Lucrecia cuando ella se iba y lo dejaba solo frente a la cama deshecha y al mar inmóvil que veía desde la ventana, ese mar de San Sebastián que en los atardeceres de invierno, desde la lejanía, es como una lámina vertical de pizarra. Deambuló por los soportales, entre redes apiladas y cajas vacías de pescado, hallando un vago alivio en los colores de las casas, amortiguados por el gris del aire, en las fachadas azules, en los postigos verdes o rojizos de las ventanas, en la alta línea de tejados que se extendían hacia las colinas del fondo. Era como si el regreso de Lucrecia le permitiera ver de nuevo la ciudad, que casi no había existido para sus pupilas mientras ella no estaba. Hasta el silencio que enaltecía sus pasos y los olores recobrados del puerto le confirmaban la proximidad de Lucrecia.

Él no recordaba que comimos juntos aquel día. Yo estaba con Floro Bloom en una taberna de la Parte Vieja y lo vi entrar, lento y ausente, con el pelo mojado, y sentarse a una mesa del fondo. «El lacayo del Vaticano ya no quiere tratos con los parias del mundo», dijo sonoramente Floro Bloom, volviéndose hacia él, que no nos había visto. Trajo su jarra de cerveza y se sentó con nosotros, pero apenas dijo nada durante la comida. Sé que fue justo aquel día porque enrojeció ligeramente cuando Floro le preguntó si estaba enfermo de verdad: esa mañana había llamado al colegio para hablar con él y alguien -«una voz clerical»- le dijo que don Santiago Biralbo había faltado a clase por encontrarse indispuesto. «Indispuesto», subrayó Floro Bloom, «a nadie más que a una monja se le ocurre hoy en día usar esa palabra». Biralbo comió muy de prisa, se disculpó por no tomar el café con nosotros: debía marcharse, su primera clase era a las cuatro. Cuando salió del bar, Floro Bloom movió pesadamente su cabeza de oso. «Él lo niega», me dijo, «pero yo estoy seguro de que esas monjas lo obligan a rezar el rosario».

Tampoco fue al trabajo aquella tarde. En los últimos tiempos, a medida que descreía en su porvenir como músico y se acostumbraba a la afrenta de enseñar solfeo, había descubierto en sí mismo una ilimitada disposición a la docilidad y a la vileza que bruscamente se extinguió en unas pocas horas. No es que ya no temiera ser expulsado del colegio: desde que vio a Lucrecia era como si fuese otro quien corría ese peligro, quien mansamente madrugaba todos los días y era capaz de avenirse a ensayar con sus alumnas una canción religiosa. Llamó al colegio: tal vez la misma voz clerical que había renovado en Floro Bloom un instinto hereditario de profanar conventos le deseó pronta mejoría con recelo y frialdad. No le importaba, en Copenhague Billy Swann todavía estaba esperándolo, muy pronto sería tiempo de empezar otra vida, la otra vida, la verdadera, la que la música le anunció siempre como una prefiguración de algo que él sólo había conocido de manera tangible cuando se lo revelaron los fervorosos ojos de Lucrecia. Pensó que únicamente había aprendido a tocar el piano cuando lo hizo para ser escuchado y deseado por ella: que si alguna vez lograba el privilegio de la perfección sería por lealtad al porvenir que Lucrecia le había vaticinado la primera noche que lo oyó tocar en el Lady Bird, cuando ni él mismo pensaba que le fuera posible parecerse algún día a un verdadero músico, a Billy Swann.

– Ella me inventó -dijo Biralbo una de las últimas noches, cuando ya no íbamos al Metropolitano-. Yo no era tan bueno como ella pensaba, no merecía su entusiasmo. Quién sabe, a lo mejor aprendí para que Lucrecia no se diera cuenta nunca de que yo era un impostor.

– Nadie puede inventarnos. -Al decir eso sentí que tal vez era una desgracia-. Llevabas muchos años tocando el piano cuando la conociste. Floro decía siempre que fue Billy Swann quien te hizo saber que eras un músico.

– Billy Swann o Lucrecia. -Recostado en su cama del hotel Biralbo se encogió de hombros, como si tuviera frío-. Da igual. Entonces yo sólo existía si alguien pensaba en mí.

Se me ocurrió que si eso era cierto yo nunca había existido, pero no dije nada. Le pregunté a Biralbo por aquella cena con Lucrecia: dónde estuvieron, de qué habían hablado. Pero él no recordaba el nombre exacto del lugar, el dolor casi había borrado aquella noche de su memoria, sólo quedaba en ella la soledad final y el largo viaje en el taxi que lo llevó a su casa, la carretera iluminada por los faros, el silencio, el humo de sus cigarrillos, ventanas iluminadas en los edificios solitarios de las colinas, entre la parda niebla. Así había sido siempre la parte de su vida vinculada a Lucrecia: un ajedrez de huidas y de taxis, un viaje nocturno por el espacio en blanco de lo nunca sucedido. Porque aquella noche no ocurrió nada que no le hubiera sido vaticinado de antemano por la antigua sensación del fracaso, por el vacío en el estómago: solo, en su casa, oyendo discos que ya no le procuraban la certeza de la felicidad, se peinaba ante el espejo o elegía una corbata como si no fuera exactamente él quien estaba citado con Lucrecia, como si en realidad ella no hubiera vuelto.

Había alquilado un piso frente a la estación, un apartamento con dos habitaciones casi vacías desde cuyas ventanas veía el curso oscuro del río cercado de alamedas y los últimos puentes. A las ocho Biralbo ya estaba muy cerca del portal, pero no se decidió a subir, estuvo un rato mirando las carteleras de un cine y luego recorrió los claustros sombríos de San Telmo esperando inútilmente que los minutos pasaran mientras muy cerca, al otro lado de la calle, en la oscuridad, las olas se alzaban sobre la barandilla del paseo Marítimo con un brillo de fósforo.

Al mirarlas supo por qué tenía la sensación de haber vivido ya una noche semejante: la había soñado, había caminado así en uno de sus sueños de ciudades nocturnas, iba a cumplir algo que misteriosamente ya le había sucedido durante la ausencia de Lucrecia y que ya era irreparable.

Al fin subió. Ante una puerta hostil hizo sonar varias veces el timbre antes de que ella le abriera. La oyó disculparse por la suciedad de la casa y las habitaciones vacías, la esperó mucho tiempo en el comedor, donde sólo había una butaca y una máquina de escribir, oyendo el ruido de la ducha, examinando los libros alineados en el suelo, contra la pared. Había cajas de cartón, un cenicero lleno de colillas, una estufa apagada. Sobre ella, un bolso negro y entreabierto. Imaginó que era el mismo donde ella había guardado la carta que le entregó a Billy Swann. Lucrecia aún estaba en la ducha, se oía el ruido del agua contra la cortina de plástico. Biralbo abrió del todo el bolso, sintiéndose ligeramente abyecto. Pañuelos de papel, un lápiz de labios, una agenda llena de notas en alemán que a Biralbo le parecieron dolorosamente las direcciones de otros hombres, un revólver, una pequeña cartera con fotografías: en una de ellas, ante un bosque de árboles amarillos, Lucrecia, con un chaquetón azul marino, se dejaba abrazar por un hombre muy alto, sujetándole las manos sobre su cintura. También una carta en la que a Biralbo le extrañó reconocer su propia escritura, y una lámina doblada cuidadosamente, la reproducción de un cuadro: una casa, un camino, una montaña azul surgiendo entre árboles. Demasiado tarde advirtió que había dejado de oír el ruido de la ducha. Lucrecia lo miraba desde el umbral, descalza, con el pelo húmedo, envuelta en un albornoz que no le cubría las rodillas. Le brillaban los ojos y la piel y parecía más delgada: sólo la vergüenza mitigó el deseo de Biralbo.

– Buscaba cigarrillos -dijo, con el bolso todavía en las manos. Lucrecia se le acercó unos pasos para recogerlo y señaló un paquete que había junto a la máquina de escribir. Olía intensamente a jabón y a colonia, a piel desnuda y húmeda bajo la tela azul del albornoz.

– Malcolm hacía eso -le dijo-. Me registraba el bolso cuando yo estaba en la ducha. Una vez esperé a que se durmiera para escribirte una carta. La rompí luego en trozos muy pequeños y me acosté. ¿Sabes qué hizo? Se levantó, anduvo buscando en la papelera y en el suelo, reunió uno por uno todos los pedazos hasta reconstruir la carta. Tardó toda la noche. Trabajo inútil, era una carta absurda. Por eso la rompí.

– Billy Swann me dijo que tenías un revólver.

– Y una lámina de Cézanne. -Lucrecia la dobló para guardarla en el bolso-. ¿También te dijo eso?

– ¿Era de Malcolm el revólver?

– Se lo quité. Fue lo único que me llevé al marcharme.

– De modo que sí le tenías miedo.

Lucrecia no le contestó. Se quedó un instante mirándolo con extrañeza y ternura, como si tampoco ella se hubiera acostumbrado aún a su presencia, a aquel lugar desierto al que ninguno de los dos pertenecía. La única lámpara de la habitación estaba en el suelo y prolongaba oblicuamente sus sombras. Llevando el bolso consigo Lucrecia desapareció tras la puerta del dormitorio. Biralbo creyó oír que la cerraba con llave. Acodado en la ventana miró la línea del río y las luces de la ciudad queriendo apartar de su imaginación el hecho inconcebible de que a unos pasos de él, tras la puerta cerrada, Lucrecia tal vez se habría sentado en la cama, perfumada y desnuda, para ponerse las medias, la breve ropa íntima cuyo contraste acentuaría en la penumbra el tono rosado y blanco de su piel.

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