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Desde aquella ventana la ciudad le parecía otra: resplandeciente, oscura como el Berlín que durante tres años había visto en los sueños, cercada por la noche sin luces y la línea blanca del mar. «Soñamos la misma ciudad», le había escrito Lucrecia en una de sus últimas cartas, «pero yo la llamo San Sebastián y tú Berlín».

Ahora la llamaba Lisboa: siempre, mucho antes de marcharse a Berlín, desde que Biralbo la conoció, Lucrecia había vivido en el desasosiego y la sospecha de que su verdadera vida estaba esperándola en otra ciudad y entre gentes desconocidas, y eso la hacía renegar sordamente de los lugares donde estaba y pronunciar con desesperación y deseo nombres de ciudades en las que sin duda se cumpliría su destino si alguna vez las visitaba. Durante años lo habría dado todo por vivir en Praga, en Nueva York, en Berlín, en Viena. Ahora el nombre era Lisboa. Tenía folletos en color, recortes de periódicos, un diccionario de portugués, un gran plano de Lisboa en el que Biralbo no vio escrita la palabra Burma. «Tengo que ir cuanto antes», le dijo aquella noche, «es como el fin del mundo, imagina lo que sentirían los navegantes antiguos cuando se adentraran en alta mar y ya no vieran la tierra».

– Iré contigo -dijo Biralbo-. ¿No te acuerdas? Antes hablábamos siempre de huir juntos a una ciudad extranjera.

– Pero tú no te has movido de San Sebastián.

– Estaba esperándote para cumplir mi palabra.

– No se puede esperar tanto.

– Yo he podido.

– Nunca te lo pedí.

– Tampoco yo me lo propuse. Pero eso no tiene nada que ver con la voluntad. Al final, estos últimos meses, yo creía que ya no estaba esperándote, pero no era cierto. Incluso ahora mismo te espero.

– No quiero que lo hagas.

– Dime por qué has vuelto entonces.

– Estoy de paso. Voy a irme a Lisboa.

Noto que en esta historia casi lo único que sucede son los nombres: el nombre de Lisboa y el de Lucrecia, el título de esa brumosa canción que yo aún sigo escuchando. Los nombres, como la música, me dijo una vez Biralbo con la sabiduría de la tercera o cuarta ginebra, arrancan del tiempo a los seres y a los lugares que aluden, instituyen el presente sin otras armas que el misterio de su sonoridad. Por eso él pudo componer la canción sin haber estado nunca en Lisboa: la ciudad existía antes de que él la visitara igual que existe ahora para mí, que no la he visto, rosada y ocre al mediodía, levemente nublada contra el resplandor del mar, perfumada por las sílabas de su nombre como de aliento oscuro, Lisboa, por la tonalidad del nombre de Lucrecia. Pero hasta de los nombres es preciso despojarse, afirmaba Biralbo, porque también en ellos habita una clandestina posibilidad de memoria, y hace falta arrancársela entera para poder vivir, decía, para salir a la calle y caminar hacia un café como si de verdad uno estuviera vivo.

Pero ésa era otra de las cosas que sólo comenzó a aprender tras el regreso de Lucrecia, después de aquella lenta noche de palabras y alcohol en la que bruscamente supo que lo había perdido todo, que le había sido arrebatado el derecho a sobrevivir en la memoria de lo que ya no existía. Bebieron en bares apartados, en los mismos bares a donde iban hacía tres años para esconderse de Malcolm, y la ginebra y el vino blanco les permitían recobrar el juego antiguo de la simulación y la ironía, de las palabras dichas como si no se dijeran y el silencio absuelto por una sola mirada o una ocurrencia simultánea que levantaba la risa y la gratitud de Lucrecia cuando caminaba asida casi conyugalmente del brazo de Biralbo o lo miraba en silencio en la barra de un bar. La risa los había salvado siempre: una elegancia suicida para burlarse de sí mismos que era la mutua y solidaria máscara de la desesperación, de un doble espanto en el que cada uno de ellos seguía estando infinitamente solo, condenado y perdido.

Desde la ladera de uno de los dos montes simétricos que cierran la bahía, quieta y nocturna como un lago, miraron la ciudad, desde un lugar con velas y cubiertos de plata y camareros que permanecían inmóviles en la penumbra, con las manos cruzadas sobre largos delantales blancos. También él, Biralbo, amaba los lugares, a condición de que en ellos estuviera Lucrecia, amaba en cada minuto la plenitud del tiempo con la serena avaricia de quien por primera vez tiene ante sí más horas y monedas de las que nunca se atrevió a apetecer. Como la ciudad al otro lado de los ventanales, la noche entera parecía ofrecérsele ilimitadamente, un poco amarga, oscura y no del todo propicia, pero sí real, casi accesible, reconocida e impura como el rostro de Lucrecia. Eran otros: aceptaron serlo, mirarse como si se vieran por primera vez, no invocar el fuego sagrado y corrompido por la lejanía, reprobar la nostalgia, pues era cierto que el tiempo los había mejorado y que la lealtad no fue inútil. Crudamente Biralbo entendió que nada de eso lo salvaba, que el mutuo y ávido reconocimiento no excluía la severa evidencia de la soledad: más bien la confirmaba, como un axioma melancólico. Pensó: «La deseo tanto que no puedo perderla.» Fue entonces cuando volvió a decirle que la llevaría a Lisboa.

– Pero no te das cuenta -dijo Lucrecia suavemente, como si las velas y la penumbra atenuaran su voz-. Debo ir yo sola.

– Dime si hay alguien esperándote allí.

– No hay nadie, pero eso no importa.

– ¿Burma es el nombre de un bar?

– ¿Te dijo eso Toussaints Morton?

– Me dijo que abandonaste a Malcolm porque todavía estabas enamorada de mí.

Lucrecia lo miró tras el humo azul y gris de los cigarrillos como desde otro extremo del mundo: también como si estuviera dentro de él y pudiera verse a sí misma desde las pupilas de Biralbo.

– ¿Estará abierto todavía el Lady Bird? -dijo, pero tal vez no era eso lo que iba a decir.

– Pero tú no querías que fuéramos.

– Ahora sí. Quiero oírte tocar.

– Tengo en casa un piano y una botella de bourbon.

– Quiero oírte en el Lady Bird. ¿Estará Floro Bloom?

– A estas horas ya habrá cerrado. Pero tengo una llave.

– Llévame al Lady Bird.

– Te llevaré a Lisboa. Cuando tú quieras, mañana mismo, esta noche. Voy a dejar el colegio. Floro tiene razón: me hacen llevar a misa a las alumnas.

– Vamos al Lady Bird. Quiero que toques aquella canción, Todas las cosas que tú eres .

A las dos de la mañana un taxi los dejó en la puerta del Lady Bird. Estaba cerrado, desde luego, Floro Bloom y yo nos habíamos marchado a la una, después de esperar vanamente que Biralbo llegara. Tal vez también Lucrecia había sido atrapada por el chantaje del tiempo. Inmóvil en la acera, subiéndose las solapas de su chaquetón azul para defenderse de la humedad y la llovizna, le pidió a Biralbo que mantuviera encendido durante unos minutos el rótulo de neón, que tiñó de intermitentes rosas y azules el pavimento mojado, el rostro de Lucrecia, más pálido bajo las luces nocturnas. En la oscuridad el Lady Bird olía a garaje y a sótano y a humo de tabaco. Impunemente prolongaban el juego del pasado como en el escenario de un teatro vacío. Biralbo sirvió las copas, ordenó las luces, miró a Lucrecia desde la tarima del piano: como depuradas por la memoria, las cosas sucedían de una manera definitiva y abstracta, él iba a tocar y ella, como otras noches remotas, se disponía a escucharlo desde la barra sosteniendo una copa, pero no había nada ni nadie más, como en el recuerdo distorsionado de un sueño. Porque habían nacido para fugitivos amaron siempre las películas, la música, las ciudades extranjeras. Lucrecia se acodó en la barra, probó el whisky y dijo, burlándose de sí misma y de Biralbo y de lo que estaba a punto de decir y amándolo sobre todas las cosas:

– Tócala otra vez. Tócala otra vez para mí.

– Sam -dijo él, calculando la risa y la complicidad-. Samtiago Biralbo.

Tenía frío en los dedos, había bebido tanto que la velocidad de la música en su imaginación condenaba a sus manos a una torpeza muy semejante al miedo. Sobre el teclado, surgiendo de la bruñida superficie negra, eran dos manos solas y automáticas que pertenecían a otro, a nadie. Aventuró dudosamente unas pocas notas, pero no tuvo tiempo de trazar la forma entera de la melodía. Con su copa en la mano Lucrecia se acercó a él, más alta y lenta sobre los tacones.

– Siempre he tocado para ti -dijo Biralbo-. Incluso antes de que nos conociéramos. Incluso cuando estabas en Berlín y yo estaba seguro de que no ibas a volver. La música que hago no me importa si no la escuchas tú.

– Ése era tu destino. -Lucrecia seguía en pie ante la tarima del piano, firme y lejana, a un paso de Biralbo-. Yo he sido un pretexto.

Entornando los ojos para no aceptar la temible verdad que había visto en los de Lucrecia, Biralbo reanudó el comienzo de aquella canción, Todas las cosas que tú eres, como si la música aún pudiera protegerlo o salvarlo. Pero Lucrecia continuó hablando, se acercó más a él, le dijo que esperase un poco. Con un tranquilo ademán posó su mano en el teclado y le pidió que la mirara.

– No me has mirado aún -dijo-. Todavía no has querido mirarme.

– No he hecho otra cosa desde que me llamaste. Antes de verte ya te estaba imaginando.

– No quiero que me imagines. -Lucrecia se puso un cigarrillo en los labios y lo encendió sin esperar a que él le diera fuego-. Quiero que me veas. Mírame: no soy la misma de entonces, no soy la que estaba en Berlín y te escribía cartas.

– Me gustas más ahora. Eres más real que nunca.

– No te das cuenta. -Lucrecia lo miró con la melancolía de quien mira a un enfermo-. No te das cuenta de que el tiempo ha pasado. No una semana ni un mes, tres años enteros, Santiago, hace tres años que me fui. Dime cuántos días estuvimos juntos. Dímelo.

– Dime tú por qué has querido que viniéramos al Lady Bird.

Pero esa pregunta no le fue respondida. Lucrecia le dio lentamente la espalda y caminó hacia el teléfono con las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetón, como si le hubiera dado frío. Biralbo la oyó pedir un taxi, la miró sin moverse mientras ella le decía adiós desde la puerta del Lady Bird. De un extremo a otro del bar, en el espacio entre sus dos miradas, percibió como una bofetada lentísima el tamaño y la oscuridad del abismo vacío que por primera vez era capaz de medir, que hasta aquella noche y aquella conversación ni siquiera había vislumbrado. Tapó el piano, lavó las copas en el fregadero, apagó las luces. Cuando al salir a la calle bajó la cortina metálica del Lady Bird le extrañó que el dolor no hubiera llegado todavía.

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