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Capítulo XV

Salió a la calle y al recibir bruscamente en la cara el aire húmedo de la noche supo por qué no tenía miedo: si había perdido a Lucrecia nada le importaba. Guardó la pesada pistola en un bolsillo de su abrigo y durante unos segundos no corrió, apaciguado por una extraña pereza semejante a la que algunas veces nos inmoviliza en los sueños. Sobre su cabeza se apagaba y encendía en breves intervalos el rótulo del Burma Club alumbrando un muro muy alto de balcones vacíos. Echó a andar de prisa, con las manos en los bolsillos, como si llegara tarde a alguna parte, no podía correr, porque una muchedumbre como de puerto asiático ocupaba la calle, rostros azules y verdes bajo los letreros de neón, esfinges de mujeres solas, grupos de negros que se movían como obedeciendo un ritmo que sólo ellos escucharan, cuadrillas de hombres de pómulos cobrizos y rasgos orientales que parecían congregados allí por una turbia nostalgia de las ciudades cuyos nombres resplandecían sobre la calle, Shangai, Hong Kong, Goa, Jakarta.

Notaba la serenidad letal de quien sabe que se está ahogando y se volvía para mirar el rótulo del Burma, tan cercano aún como si no se hubiera movido. Percibía cada instante como un minuto larguísimo y miraba los rostros innumerables buscando entre ellos el de Malcolm, el de Toussaints Morton, el de Daphne, incluso el de Lucrecia, sabiendo que era preciso correr y que no tenía voluntad para hacerlo, igual que cuando uno sabe que debe levantarse y se concede una tregua y cuando vuelve a abrir los ojos cree que ha dormido mucho tiempo y no ha pasado ni un minuto y otra vez decide que se va a levantar. Pesaba tanto la pistola, me dijo, había tantos rostros y cuerpos que abrirse paso entre ellos era como avanzar en la multiplicada espesura de una selva. Entonces se volvió y vio a Malcolm en el mismo instante en que sus ojos azules y lejanos lo descubrían a él, pero Malcolm se le aproximaba con igual lentitud, como si nadara contra una poderosa corriente entorpecida de malezas, más alto que los otros, fijo en Biralbo como en la orilla que anhelara alcanzar, y eso hacía que los dos avanzaran más lentamente aún, porque no dejaban de mirarse y chocaban contra cuerpos que no veían y que los anegaban a veces ocultando a cada uno de la vista del otro. Pero volvían a descubrirse y la calle no terminaba nunca, se iba volviendo más oscura, con menos rostros y luces de clubes, de pronto Biralbo vio a Malcolm quieto y solo en mitad de una calzada donde no había nadie, parado ante su propia sombra, con las piernas abiertas, y entonces sí corrió y los callejones se iban abriendo ante él como una carretera frente a los faros de un automóvil. Oía a su espalda el redoble de los pasos de Malcolm y hasta el jadeo de su respiración, muy lejana y muy próxima, como una amenaza o una queja en el silencio de plazas resplandecientes y vacías, grandes plazas con columnas, calles de ventanales sucesivos donde sus pisadas y las de Malcolm sonaban al unísono, y a medida que la fatiga lo asfixiaba se le iba disgregando la conciencia del espacio y del tiempo, estaba en Lisboa y en San Sebastián, huía de Malcolm como otra noche igual había huido de Toussaints Morton, no había cesado nunca esa persecución por una doble ciudad que conjuraba su trama para convertirse en laberinto y acoso.

También aquí las calles se volvían de pronto iguales y geométricas, parcialmente abandonadas a la noche, perspectivas desiertas de plazas más iluminadas desde donde venía un débil y preciso rumor de ciudad habitada. Corría hacia esas luces como hacia un espejismo que se sigue alejando. Oyó a su espalda el ruido lento de un tranvía que borró los pasos de Malcolm y lo vio pasar junto a él alto y amarillo y vacío como un buque a la deriva y detenerse un poco más allá, tal vez podría alcanzarlo, alguien bajó y el tranvía tardó un poco en moverse de nuevo, Biralbo estaba casi llegando a su altura cuando se puso en marcha muy despacio y osciló al alejarse. Como quien mira en una estación el tren que ya ha perdido Biralbo se quedó inmóvil, con la boca y los ojos muy abiertos, limpiándose el sudor de la cara y la saliva que le manchaba los labios, olvidado de Malcolm, de la obligación de huir, y aunque volver la cabeza le exigía un esfuerzo imposible giró lentamente y vio que Malcolm también estaba parado a unos metros de él, al filo de la otra acera, como en la cornisa de un edificio por la que fuera a desplomarse, jadeando y tosiendo, apartándose el pelo rojizo de la cara. Tocó en el bolsillo la culata de la pistola y una rápida alucinación le hizo verse apuntando hacia Malcolm y casi oír el disparo y la sorda caída del cuerpo sobre los raíles, sería tan infinitamente fácil como cerrar los ojos y no moverse nunca más y estar muerto, pero Malcolm ya caminaba hacia él como hundiéndose a cada paso en una calle de arena. Corrió de nuevo, pero ya no podía, vio a su izquierda una bocacalle más oscura, una escalinata, una torre delgada y más alta que los tejados de las casas, absurdamente sola y levantada entre ellas, con ventanas góticas y nervaduras de hierro, corrió hacia una luz y una puerta entornada donde había un hombre, un cobrador que llevaba a la cintura una cartera llena de monedas y le dio un billete. «Quince escudos», le dijo, lo empujó hacia el interior, cerró pausadamente una especie de verja herrumbrosa, hizo girar una manivela de cobre y aquel lugar que Biralbo aún no había mirado comenzó a estremecerse y a crujir como las maderas de un buque de vapor, a levantarse, había un rostro al otro lado de la verja, dos manos asidas a ella que la sacudían, Malcolm, que se fue hundiendo en el subsuelo, que desapareció del todo cuando Biralbo aún no había entendido del todo que estaba en un ascensor y que ya no era preciso que siguiera corriendo.

El cobrador, una mujer con un pañuelo a la cabeza y un hombre de patillas blancas y severa gabardina lo miraban con atenta reprobación. La mujer tenía la cara muy ancha y masticaba algo, examinando con lentitud metódica los zapatos sucios de barro, los faldones de la camisa, la cara congestionada y sudorosa de Biralbo, su mano derecha siempre escondida en el bolsillo del abrigo. Al otro lado de las ventanas góticas la ciudad se ensanchaba y alejaba a medida que el ascensor iba subiendo: plazas blancas como lagos de luz, tenues letreros luminosos sobre los tejados, contra la adivinada oscuridad de la desembocadura del río, edificios encabalgados sobre una colina que culminaba un castillo violentamente alumbrado por reflectores.

Preguntó dónde estaban cuando el ascensor se detuvo: en la ciudad alta, le dijo el cobrador. Salió a un pasadizo donde soplaba el viento, frío del mar como en la cubierta de un buque. Escalinatas y muros de casas abandonadas descendían verticalmente hacia las hondas calles por donde tal vez caminaba todavía Malcolm. Junto a la torre de una iglesia en ruinas había un taxi que le pareció tan extraño e inmóvil como esos insectos que uno sorprende al encender la luz. Pidió al taxista que lo llevara a la estación. Miraba por la ventanilla trasera buscando las luces de otro coche, vigilando los rostros de las esquinas en sombras. Luego la fatiga lo derribó contra el duro respaldo de plástico y deseó que el viaje en el taxi tardara mucho en terminar. Con los ojos entornados se sumergía en la ciudad como en un paisaje submarino, reconociendo lugares, estatuas, letreros de antiguas tiendas o almacenes, el vestíbulo de su hotel, de donde le parecía haber salido mucho tiempo atrás.

Toda Lisboa, me dijo, hasta las estaciones, es un dédalo de escalinatas que nunca acaban de llegar a los lugares más altos, siempre queda sobre quien asciende una cúpula o una torre o una hilera de casas amarillas que son inaccesibles. Por escaleras mecánicas y pasillos de urinarios sórdidos subió a los andenes de donde partía el tren que tomaba todas las mañanas para visitar a Billy Swann.

Un par de veces temió que todavía lo estuvieran siguiendo. Miraba hacia atrás y cualquier mirada era la de un secreto enemigo. En la cantina de la estación final esperó a que no quedara nadie en el andén y bebió un vaso de aguardiente. También temía las miradas de los revisores y de los camareros, adivinaba en ellas y en las palabras que escuchaba a su espalda y no podía entender los signos de una conspiración de la que tal vez no sabría salvarse. Lo miraban, acaso lo reconocían, sospechaban su condición de fugitivo y extranjero. En el espejo de un lavabo le dio miedo su rostro: estaba despeinado y muy pálido y la corbata desceñida le colgaba como un dogal del cuello, pero lo más temible era la extrañeza de esos ojos que ya no miraban como unas horas antes, que parecían al mismo tiempo apiadarse de él y vaticinarle la condenación. «Soy yo», dijo en voz alta, mirando los silenciosos labios que se movían en el espejo, «soy Santiago Biralbo».

Las cosas, sin embargo, los oscuros lugares, las torres cónicas del palacio circundadas por tejados con columnas de humo, el camino en el bosque, mantenían una misteriosa y quieta identidad confirmada por el sigilo de la noche. A la entrada del sanatorio un hombre cargaba bolsas y maletas en un gran automóvil, un taxi reluciente que no se parecía a los viejos taxis de Lisboa. «Oscar», dijo Biralbo: el hombre se volvió hacia él, porque en la oscuridad no lo había reconocido, apoyó delicadamente el contrabajo en el asiento trasero, cuando vio quién era le sonrió, limpiándose la frente con un pañuelo tan blanco en la penumbra como su sonrisa.

– Nos vamos -dijo-. Esta noche. Billy ha decidido que se encuentra mejor. Iba a llamarte a tu hotel. Ya lo conoces, quiere que empecemos a ensayar mañana mismo.

– ¿Dónde está?

– Adentro. Despidiéndose de la monja. Temo que se empeñe en regalarle su última botella de whisky.

– ¿Es verdad que ya no bebe?

– Zumos de naranja. Dice que está muerto. «Los muertos son abstemios, Oscar.» Eso me dice. Fuma mucho y bebe zumo de naranja.

Oscar le dio la espalda con una cierta brusquedad y siguió acomodando el contrabajo y las maletas en el interior del taxi. Cuando salió de él, Biralbo se apoyaba en la portezuela abierta, mirándolo.

– Oscar, tengo que hacerte una pregunta.

– Desde luego. Se te ha puesto cara de policía.

– ¿Quién ha pagado la cuenta del sanatorio? Esta mañana vi una factura. Es carísimo.

– Pregúntaselo a él. -Sin mirar a Biralbo, Oscar se apartó de su cercanía excesiva secándose con el pañuelo el sudor de las manos-. Míralo. Ahí viene.

– Oscar. -Biralbo se puso ante él y lo obligó a detenerse-. Te ordenó que me mintieras, ¿verdad? Te prohibió decirme que Lucrecia había venido…

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