Avivó el fuego, trajo cigarrillos, llenó las copas con la serena lentitud de quien cumple una ceremonia íntima. Afuera el viento golpeaba los cristales y se oían muy cerca los estampidos del mar contra los acantilados. Biralbo tomó el libro y lo dejó abierto sobre sus rodillas para seguir mirando el cuadro mientras Lucrecia hablaba. Bruscamente la contemplación de aquel paisaje lo había transfigurado todo: la noche, la huida, el miedo a morir, a no encontrar a Lucrecia. Como algunas veces el amor y casi siempre la música, aquella pintura le hacía entender la posibilidad moral de una extraña e inflexible justicia, de un orden casi siempre secreto que modelaba el azar y volvía habitable el mundo y no era de este mundo. Algo sagrado y hermético y a la vez cotidiano y diluido en el aire, como la música de Billy Swann cuando tocaba la trompeta en un tono tan bajo que su sonido se perdía en el silencio, como la luz ocre y rosada y gris de los atardeceres de Lisboa: la sensación no de descifrar el sentido de la música o de las manchas de color o del misterio inmóvil de la luz, sino de ser entendido y aceptado por ellos. Pero años atrás él ya había sabido y olvidado esas cosas. Las recobraba ahora como las tuvo entonces, con más sabiduría y menos fervor, vinculadas sin remedio a Lucrecia, a su tranquila voz de siempre y al modo en que sonreía sin separar los labios, a ese perfume de los antiguos días que de nuevo era como el olor del aire de una patria perdida.
Por eso le importaba tan poco la historia que ella estaba contándole: le importaba su voz, no sus palabras, su presencia y no el motivo de haberla encontrado allí, agradecía como dones cada una de las cosas que le habían ocurrido desde que llegó a Lisboa. Apartó los ojos del libro para mirar a Lucrecia y pensó que tal vez ya no la quería, que ni siquiera la deseaba. Pero esa frialdad sin recelo, que lo limpiaba del pasado y de la usura del dolor, era también el espacio en que volvía a verla igual que la vio unos días o unas horas antes de enamorarse de ella, en el Lady Bird o en el Viena, en alguna calle olvidada de San Sebastián: tan propicia y futura, tan iluminada como esas ciudades a donde estamos a punto de llegar por primera vez.
Oía de nuevo las palabras, los nombres que durante tanto tiempo lo habían perseguido y cuya oscuridad permaneció intacta aun después de aquella noche, porque seguía siendo más poderosa que la verdad o la mentira que guardaba: Lisboa, Burma, Ulhman, Morton, Cézanne, nombres que se disgregaban en la voz de Lucrecia para agruparse de nuevo en una trama desconocida que modificaba y corregía parcialmente los recuerdos y las adivinaciones de Biralbo. Otra vez oyó la palabra Berlín reconociendo en su sonido las sucesivas capas de lejanía y sordidez y dolor que le había agregado el tiempo desde la edad remota en que le escribía cartas a Lucrecia y no esperaba verla más: cuando había acatado la mediocridad y la decencia y daba clases en un colegio de monjas y se acostaba temprano mientras ella veía cómo estrangulaban a un hombre con un hilo de nilón y escapaba luego sobre la nieve sucia de las calles en busca de un buzón o de alguien a quien pudiera confiar su última carta a Biralbo, aquel plano de Lisboa, antes de que Malcolm y Toussaints Morton y Daphne la atraparan…
– Te mentí -dijo Lucrecia-. Tenías derecho a saber la verdad pero no te la dije. O no del todo. Porque si te la hubiera dicho te habría vinculado a mí y yo quería estar sola y llegar sola a Lisboa, llevaba años atada a Malcolm y también a ti, a tus recuerdos y a tus cartas, y se me había extraviado la vida y estaba segura de que únicamente iba a recobrarla si me quedaba sola, por eso te mentí y te dije que te marcharas cuando estábamos en aquel hotel, por eso tuve valor para quitarle a Malcolm el plano y el revólver y escaparme de él, me daba igual que le hubiera ayudado a Toussaints a matar a aquel borracho, eso no hacía que le tuviera más desprecio o más asco, no era más sucio estrangular a un hombre que tenderse sobre mí sin mirarme nunca a los ojos y huir luego al cuarto de baño con la cabeza baja… Quería que tuviéramos un hijo. Desde que apareció el Portugués no hacía más que hablarme de eso, iba a ganar mucho dinero, podríamos retirarnos y tener un hijo y no trabajar el resto de nuestras vidas, me daba náuseas pensarlo, una casa con un jardín y un niño de Malcolm y Toussaints y Daphne viniendo a comer con nosotros todos los domingos. Me acuerdo de la noche que trajeron al Portugués, sosteniéndolo entre los dos para que no se cayera, tan grande como un árbol, rubio, rojo, con los ojos tan turbios y hundidos en la cara como los de un cerdo, ahíto de cerveza, con aquellos tatuajes en los brazos, lo soltaron en el sofá y se quedó respirando muy fuerte y diciendo cosas con la lengua trabada. Toussaints trajo de su coche una caja de latas de cerveza y se la puso al lado, y el Portugués las destapaba y las bebía una a una, como un autómata, y luego las aplastaba con la mano como si fueran de papel y las tiraba al suelo. Yo lo oía repetir una palabra, Burma, que unas veces parecía un lugar y otras el nombre de un ejército o de una conspiración. Toussaints y Daphne no se apartaban de él, le tenían siempre preparada una lata de cerveza, y Daphne lo escuchaba y tomaba notas, con su carpeta sobre las rodillas, «dónde está Burma », le preguntaba Toussaints al Portugués, «en qué parte de Lisboa», y una de aquellas veces el Portugués se irguió como si de pronto se hubiera quedado sobrio y dijo: «No hablaré, no romperé la promesa que le hice a dom Bernardo Ulhman Ramires cuando se iba a morir.» Abrió mucho los ojos y nos miró a todos, intentó levantarse, pero volvió a caer en el sofá y se quedó durmiendo como un buey.
«Estáis viendo al último soldado de un ejército vencido», dijo Toussaints Morton con la solemnidad de quien pronuncia una oración fúnebre. Lucrecia recordaba que hablándoles de dom Bernardo Ulhman Ramires y de su imperio fenecido se limpió ruidosamente la nariz con su gran pañuelo a cuadros y se le saltaron las lágrimas: lágrimas de verdad, dijo Lucrecia, lagrimones brillantes que se le deslizaban por la cara como gotas de mercurio. Mientras el Portugués dormía, vigilado por Daphne, Toussaints Morton les explicó qué era Burma y por qué ellos tenían la ocasión de hacerse ricos para siempre con sólo usar un poco de inteligencia y de astucia, «nada de fuerza bruta, Malcolm», advirtió, bastaría que tuvieran paciencia y que nunca dejaran solo al Portugués y que no faltaran en el frigorífico latas de cerveza, «toda la cerveza del mundo», dijo, extendiendo las manos, «qué pensaría el pobre dom Bernardo Ulhman Ramires si viera en lo que se ha convertido quien fue el mejor de sus soldados».
– Un ejército secreto -dijo Lucrecia-. Aquel tipo había perdido sus plantaciones de café y su palacio en el centro de un lago y casi todos sus cuadros y tuvo que huir de Angola tras la independencia. Volvió clandestinamente a Portugal y compró el almacén más grande de Lisboa para establecer allí la sede de su conspiración. Eso fue lo que el Portugués le había contado a Morton: que dom Bernardo vendió los pocos cuadros que le quedaban para comprar armas y contratar mercenarios, y que después de su muerte Burma se había ido disgregando, ya no quedaba casi nada más que el almacén, por eso él se había marchado de Lisboa, no porque tuviera miedo de la policía. Pero dijo algo más: que en el despacho de dom Bernardo había un calendario viejo y un cuadro muy pequeño que no debía valer nada cuando no fue vendido.
– Amigos míos. -Toussaints Morton se aseguró de que el Portugués seguía durmiendo en la habitación contigua-. ¿Creéis que un amateur del talento de dom Bernardo Ulhman Ramires colgaría en su despacho un cuadro sin valor? Yo, que lo conocí bien, lo niego. «Es un paisaje», dice ese animal, «se ve una montaña y un camino». ¡He temblado al oírlo! Con mucha discreción le he preguntado si se ve también una casa entre árboles, abajo, a la derecha. Yo ya sabía que iba a contestar que sí… Yo conozco ese cuadro, hace quince años, en Zurich, dom Bernardo me lo enseñó. Y ahora está colgado junto a un calendario, cogiendo polvo en ese almacén de Lisboa donde nadie lo mira. Lo pintó Paul Cézanne en mil novecientos seis. ¡Cézanne, Malcolm! ¿Te dice algo ese nombre? Pero es inútil, no sois capaces de imaginar cuánto dinero nos darán por él si lo encontramos…
– Pero no sabían dónde estaba Burma -dijo Lucrecia-. Sólo que era un almacén de café y de especias y que para bajar a los sótanos había que decir la palabra Burma, emborrachaban al Portugués y no se atrevían casi nunca a preguntarle directamente por miedo a que desconfiara, pero debieron impacientarse, supongo que Malcolm dijo algo que lo hizo sospechar, porque aquel día, en la cabaña, cuando se encerraron con él, yo oí que gritaba y lo vi salir guardándose algo en el bolsillo, un papel arrugado, pero iba cayéndose, entró al cuarto de baño y se quedó dentro mucho rato, al orinar hacía tanto ruido como un caballo… Toussaints lo llamó, muy nervioso, yo creo que temía que el Portugués hubiera tirado el plano al retrete. «Sal de ahí», le decía, «te daremos la mitad, tú solo no sabrías dónde venderlo». Entonces lo vi guardarse en el bolsillo aquel hilo de nilón, me miró y me dijo: «Lucrecia, querida, todos estamos muy hambrientos, ¿le ayudarás a Daphne a preparar el almuerzo?»
Biralbo se levantó para atizar el fuego. El libro seguía inclinado y abierto sobre la máquina de escribir. Pensó que aquel paisaje tenía la misma delicadeza inmutable que la mirada y la voz de Lucrecia: lo imaginó oculto en la penumbra, invisible para quienes pasaban junto a él y no lo veían, esperando inmóvil, con la lealtad de las estatuas, tan ajeno al tiempo como a la codicia y al crimen. Una palabra había bastado para conseguirlo: pero sólo pudo decirla quien lo merecía.
– Fue tan fácil… -dijo Lucrecia-. Fue como cruzar una calle o subir a un autobús. Llegué al almacén y estaba casi vacío, había hombres cargando muebles viejos y sacos de café en un camión. Entré y nadie me dijo nada, era como si no me vieran… Al fondo había uno de esos escritorios antiguos y un hombre con el pelo blanco que escribía en un libro de registro muy grande, como anotando las cosas que los otros se llevaban. Me quedé parada delante de él, me palpitaba el corazón y no sabía qué decirle. Se quitó las gafas para mirarme bien, las dejó sobre el libro y puso la pluma en el tintero, con mucho cuidado, para no manchar lo que había escrito. Llevaba un guardapolvo gris. Me preguntó qué quería, muy educadamente, como esos camareros viejos de los cafés, sonriéndome. Yo dije: «Burma», creí que no me había entendido, porque sonreía como si no pudiera verme bien. Pero movió la cabeza y me dijo, bajando mucho la voz: «Burma ya no existe. Dejó de existir mucho antes de que la policía llegara»… Volvió a ponerse las gafas, tomó la pluma y continuó escribiendo, aquellos hombres subían del sótano cargando sacos de café y cajas llenas de cosas extrañas, faroles de barco, cuerdas, objetos de cobre, como aparatos de navegación. Seguí a uno de ellos por un corredor y luego por unas escaleras metálicas. El cuadro estaba abajo, en un despacho muy pequeño. Había libros y papeles tirados por el suelo. Cerré la puerta y lo desclavé del marco. Lo guardé en una bolsa de plástico. Salí de allí como si no pisara el suelo. El hombre del pelo blanco ya no estaba en el escritorio. Vi la pluma, el libro abierto, las gafas. Uno de los que cargaban el camión me dijo algo, y los otros se echaron a reír, pero yo no los miré. Estuve dos días encerrada en la habitación de un hotel, mirando el cuadro, tocándolo con las yemas de los dedos, igual que se acaricia. No quería dejar de mirarlo nunca.