– ¿Lo vendiste en Lisboa?
– En Ginebra. Allí sabía adonde ir. Me lo compró uno de esos americanos de Texas que no hacen preguntas. Supongo que lo guardaría inmediatamente después en una caja fuerte. Pobre Cézanne.
– Pero yo podía haber perdido aquella carta -dijo Biralbo después de un largo silencio-. O haberla tirado cuando la leí.
– Tú sabes que entonces eso era imposible. Yo también lo sabía.
– Cogiste el plano aquella noche, en el hotel de la carretera, ¿verdad? Cuando yo salí a esconder el coche de Floro.
– Era un motel. ¿Recuerdas cómo se llamaba?
– Estaba muy perdido. Creo que no tenía ni nombre.
– Pero no saliste para esconder el coche. -Lucrecia se complacía en asediar la memoria de Biralbo-. Dijiste que ibas a comprar bocadillos.
– Oímos un motor. ¿No te acuerdas? Te pusiste pálida de miedo. Creías que Toussaints Morton nos había encontrado.
– Eras tú quien tenía miedo, y no de que nos encontrara Toussaints. Miedo de mí. En cuanto nos quedamos solos en la habitación me dijiste que bajáramos a tomar una copa. Pero había un frigorífico lleno de bebidas. Entonces se te ocurrió ir a buscar bocadillos. Estabas muerto de miedo. Se te notaba en los ojos, en los gestos que hacías.
– No era miedo. No era más que deseo.
– Te temblaban las manos cuando te tendiste a mi lado. Las manos y los labios. Habías apagado la luz.
– Pero si fuiste tú quien la apagó. Desde luego que temblaba. ¿No has sentido nunca que se te cortaba la respiración de desear tanto a alguien?
– Sí.
– No me digas a quién.
– A ti.
– Pero eso fue al principio. La primera noche que te fuiste conmigo. Entonces temblábamos los dos. Ni en la oscuridad nos atrevíamos a tocarnos. Pero no era por miedo. Era porque no creíamos merecer lo que nos estaba ocurriendo.
– Y no lo merecíamos. -Lucrecia afirmó sus palabras con el ademán de encender un cigarrillo. Pero no lo hizo: con él ya en los labios, le ofreció el mechero a Biralbo en la palma de su mano, para que él lo tomara y lo encendiera: ese único gesto negaba la nostalgia y enaltecía el presente-. No éramos mejores que ahora. Éramos demasiado jóvenes. Y demasiado viles. Lo que estábamos haciendo nos parecía ilícito. Creíamos que nos disculpaba el azar. Acuérdate de aquellas citas en los hoteles, del miedo a que nos descubriera Malcolm o a que nos vieran juntos tus amigos.
Biralbo negó: no quería acordarse del miedo ni de las horas sórdidas, dijo, al cabo de los años había borrado de su conciencia todo lo que pudiera difamar o desmentir las dos o tres noches cenitales de su vida, porque no le importaba recordar, sino elegir lo que ya le pertenecía para siempre: la noche indeleble en que salió del Lady Bird con Lucrecia y con Floro y detuvo un taxi y subió a él enconado por los celos y la cobardía y Lucrecia abrió la puerta y se sentó a su lado y le dijo: «Malcolm está en París. Me voy contigo.» Desde la acera, Floro Bloom, gordo y sonriente, cobijado del frío por su chaquetón de arponero, les decía adiós con la mano.
– Tú también llevabas un chaquetón con las solapas muy grandes -dijo Biralbo-. Negro, de una piel muy suave. Casi te tapaba la cara.
– Lo dejé en Berlín. -Ahora Lucrecia estaba tan cerca como en el interior de aquel taxi-. No era piel de verdad. Me lo había regalado Malcolm.
– Pobre Malcolm. -Biralbo recordó fugazmente las dos manos abiertas que buscaban en el aire un asidero imposible-. ¿También falsificaba abrigos?
– Quería ser pintor. Amaba la pintura tanto como tú puedes amar la música. Pero la pintura no lo amaba a él.
– Hacía mucho frío aquella noche. Tenías las manos heladas.
– Pero no era de frío. -También ahora Lucrecia buscó sus manos mientras lo miraba: notó en ellas el mismo frío que sentía en las suyas cuando salía a tocar y las posaba por primera vez sobre el teclado-. Me daba miedo tocarte. Tu cuerpo entero y el mío los tocaba en tus manos. ¿Sabes cuándo me acordé de ese momento? Cuando salí de aquel almacén con el cuadro de Cézanne en una bolsa de plástico. Todo era al mismo tiempo imposible e infinitamente fácil. Como levantarme de la cama y quitarle a Malcolm el plano y el revólver y marcharme para siempre…
– Por eso no éramos viles -dijo Biralbo: ahora el vértigo no mitigado de la velocidad del tren se confundía con el de aquel taxi que los había conducido hacia el final de la noche por las remotas calles de San Sebastián-, Porque sólo buscábamos cosas imposibles. Nos daba asco la mediocridad y la felicidad de los otros. Desde la primera vez que nos vimos te notaba en los ojos que te morías de ganas de besarme.
– No tanto como ahora.
– Me estás mintiendo. Nunca habrá nada que sea mejor que lo tuvimos entonces.
– Lo será porque es imposible.
– Quiero que me mientas -dijo Biralbo-. Que no me digas nunca la
verdad. -Pero al decir esto ya estaba rozando los labios de Lucrecia.