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Capítulo XVI

Lo recuerdo hablándome muchas horas seguidas en su habitación del hotel, la última noche, intoxicado de tabaco y palabras, deteniéndose para encender cigarrillos, para beber cortos sorbos de un vaso en el que apenas quedaba un poco de hielo, poseído sin remedio, ya muy tarde, a las tres o a las cuatro de la madrugada, por los lugares y los nombres que tan fríamente había comenzado a invocar, resuelto a seguir hablando hasta que terminara la noche, no sólo esta noche futura de Madrid que ahora compartíamos, sino también la otra, aquella que había regresado en sus palabras para adueñarse de él y de mí como un enemigo embozado. No me contaba una historia, había sido traidoramente atrapado por ella como algunas veces lo atrapaba la música, sin darle aliento ni ocasión de callar o decidir. Pero nada de eso se traslucía en su lenta y serena voz ni en sus ojos, que habían dejado de mirarme, que se mantenían fijos mientras hablaba en la brasa del cigarrillo o en el hielo del vaso o en las cortinas cerradas del balcón que yo de vez en cuando entreabría para comprobar sin alivio que nadie estaba espiándonos desde la otra acera de la calle. Hablaba como refiriéndose a la vida de otro, en el tono neutro y minucioso de quien hace una declaración: tal vez si quiso no detenerse hasta el final fue porque ya sabía que nunca más íbamos a vernos.

– Y entonces -me dijo-, cuando supe dónde estaba Lucrecia, cuando el taxi de Billy Swann se marchó y me quedé solo en el camino del bosque, todo fue igual que siempre, que cuando estaba en San Sebastián y tenía una cita con ella y me parecía que las horas o los minutos que me faltaban para verla iban a ser más largos que mi vida y que el bar o el hotel donde ella me esperaba estaban al otro lado del mundo. Y el mismo miedo también a que se hubiera ido y yo no pudiera encontrarla. Al principio, en San Sebastián, cuando iba en busca suya, miraba todos los taxis que se cruzaban con el mío temiendo que Lucrecia fuera en uno de ellos…

Entendió que era mentira el olvido y que la única verdad, desalojada por él mismo de su conciencia desde que abandonó San Sebastián, se había refugiado en los sueños, donde la voluntad y el rencor no podían alcanzarla, en sueños que le presentaban el antiguo rostro y la invulnerable ternura de Lucrecia tal como los había conocido cinco o seis años atrás, cuando ninguno de los dos había perdido aún el coraje ni el derecho al deseo y a la inocencia. En Estocolmo, en Nueva York, en París, en hoteles extraños donde despertaba, al cabo de semanas enteras sin acordarse de Lucrecia, exaltado o complacido por la presencia de otras mujeres fugaces, había recordado y perdido sueños en los que un tibio dolor iluminaba la felicidad intacta de los mejores días que vivió con ella y los desvanecidos colores que sólo entonces tuvo el mundo. Como en aquellos sueños, ahora él la buscaba y la presentía sin verla en un paisaje de árboles y colinas nocturnas que velozmente lo llevaba hacia el mar. Miraba todas las luces temiendo no ver la del faro a tiempo de bajar del tren. Era más de medianoche y no había ningún viajero en el vagón de Biralbo. El revisor le dijo que faltaban diez minutos para la penúltima estación. Por una ventanilla ovalada veía moverse muy al fondo las barras metálicas del vagón contiguo, donde tampoco parecía viajar nadie. Miró su reloj y no supo calcular cuántos minutos habían pasado desde que habló con el revisor. Iba a ponerse el abrigo cuando vio el rostro de Malcolm en la ventana ovalada del fondo, mirándolo, adherido al cristal.

Se levantó y tenía los músculos entumecidos y le dolían las rodillas. El tren iba tan de prisa que casi no podía mantenerse en pie, tampoco Malcolm, que para guardar el equilibrio permanecía inmóvil separando las piernas mientras la puerta del vagón oscilaba y golpeaba ante él empujada por un viento súbito y frío que llegó hasta Biralbo trayendo el ruido monocorde de las ruedas del tren sobre los raíles y un crujido de madera y articulaciones metálicas que parecían desquiciarse en las curvas. Huyó por el pasillo, asiéndose con las dos manos al filo de los respaldos, quiso abrir la otra puerta del vagón y era imposible y Malcolm se le había acercado tanto que ya podía distinguir el brillo azul de sus ojos. Absurdamente se obstinaba en sacudir la puerta hacia dentro y por eso no lograba abrirla, un frenazo lo impulsó contra ella y se encontró suspendido por el espanto y el vértigo en una plataforma que se movía como abriéndose bajo sus pies, en el vacío, en el espacio entre dos vagones, sobre una oscuridad donde centelleaban y desaparecían los raíles y soplaba un viento que lo traspasaba cortándole la respiración, lanzándolo contra una barandilla que apenas le llegaba a la cintura y en la que alcanzó a sujetarse cuando ya sentía como en un aviso de vómito que iba a ser arrojado sobre los raíles.

Se volvió, Malcolm estaba a un paso, al otro lado de la puerta, en el relámpago de un solo gesto debía soltarse de la barandilla y alcanzar el vagón contiguo, sin mirar hacia abajo, sin ver cómo se movían las planchas metálicas sobre el vertiginoso y curvo sendero de guijarros que la oscuridad engullía como un pozo. Dio un salto con los ojos cerrados y la puerta se abrió y volvió a cerrarse tras él con un solo golpe hermético. Corrió por el vagón vacío hacia otra puerta y otra ventana oval: era posible que la sucesión de filas de asientos sin nadie y luces amarillas y abismos de sombra segada por el viento no terminara nunca, como si el tren viajara únicamente para que él fuera en busca de Lucrecia perseguido por Malcolm, a quien ya no veía, acaso él tampoco acertaba a salir del otro vagón. Oyó golpes, vio aparecer en el óvalo de cristal la cara de Malcolm, que daba patadas a la puerta, que ya había logrado abrirla y venía hacia él con el pelo desordenado por el viento, salió de nuevo a la oscuridad sujetándose con las dos manos a las barras heladas de la barandilla, pero más allá no había ninguna puerta, sólo un muro gris de metal, había llegado al enganche de la locomotora y Malcolm seguía lentamente acercándose a él, inclinado hacia delante, como si caminara contra el viento.

Recordó la pistola: al buscarla se dio cuenta de que la había dejado en el abrigo. Si el tren aminoraba la marcha tal vez se atrevería a saltar. Pero el tren corría como arrojado a una pendiente y Malcolm ya estaba abriendo la única puerta que lo separaba de él. Apoyó la espalda en el metal ondulado y lo vio acercarse como si no fuera a llegar nunca, como si la velocidad del tren los separara. En las manos abiertas de Malcolm no estaba la pistola. Movía los labios, tal vez gritaba algo, pero el viento y el ruido de la locomotora desvanecían sus palabras, el coraje inútil de la ira. Con las piernas muy separadas y las manos abiertas se lanzó sobre Biralbo o fue empujado contra él. No peleaban, era como si se estuvieran abrazando o se apoyaran torpemente el uno en el otro para no caer. Resbalaban sobre la plataforma y caían de rodillas y se levantaban enredándose para caer de nuevo o ser impulsados al mismo tiempo hacia el vacío. Biralbo escuchaba una respiración que no sabía si era suya o de Malcolm, sucias palabras en inglés que tal vez pronunciaba él mismo. Notaba manos y uñas y golpes y el peso de un cuerpo y la lejana sensación de que su cabeza era sacudida contra aristas metálicas. Se puso en pie, vio luces, algo cálido y húmedo que resbalaba por su frente lo cegó: se limpió los ojos con la mano y vio a Malcolm incorporarse junto a él tan despacio como si emergiera de un lago de cieno, sujetándose con las dos manos a la tela de su pantalón, al bolsillo desgarrado de su chaqueta. Más alto y borroso que nunca Malcolm osciló sobre él y extendió hacia su cuello las grandes manos estáticas, y por un momento, cuando Biralbo se hizo a un lado, pareció que se inclinaba sobre la barandilla como para examinar la hondura del terraplén o de la noche. Biralbo vio agitarse las manos como alas de pájaros, vio una mirada de estupor y de súplica cuando el tren saltó como si fuera a volcarse y él cayó derribado contra las planchas metálicas: oyó un grito tan agudo y tan largo como el chirrido de los frenos y cerró los ojos como si la voluntaria oscuridad lo salvara de seguir escuchándolo.

Permaneció aplastado contra el suelo, porque temblaba tanto que no habría sabido mantenerse de pie. Había casas aisladas entre los árboles, vallas de pasos a nivel tras las que esperaban automóviles. Ahora el tren avanzaba un poco más despacio: Biralbo se puso de rodillas, volvió a limpiarse la sucia humedad de la cara, temblando todavía, buscando a tientas un asidero para levantarse. Cuando el tren ya casi se había detenido vio detrás de los árboles una alta luz que desaparecía y regresaba a un ritmo tan demorado y exacto como las oscilaciones de un péndulo. Igual que si volviera de un sueño o de una amnesia absoluta se sorprendió al recordar dónde había llegado y por qué estaba allí.

Saltó a las vías para que nadie lo viera y se alejó de las luces de la estación caminando entre vagones abandonados, tropezando en raíles ocultos bajo la maleza. Cruzó una cerca de tablas podridas, resbaló y cayó al subir un terraplén y ya no veía la estación ni la luz del faro. Muerto de frío siguió avanzando sobre una tierra empapada y grumosa, entre árboles dispersos, rehuyendo luces de quintas donde ladraban los perros y tapias de jardines que le cerraban el paso. Al rodear interminablemente una de ellas temió haberse perdido: estaba en una calle limpia y vulgar, con verjas cerradas y farolas en las esquinas y papeleras de plástico. Pensó: «Tengo la ropa desgarrada, tengo la cara sucia de sangre, si alguien me ve llamará a la policía.» Pero no tenía inteligencia ni voluntad sino para seguir la línea recta de la calle, buscando el sonido o el olor del mar, la luz del faro entre los eucaliptos.

Sin duda la calle era tan recta y tan larga porque discurría junto a la carretera de la costa: a veces Biralbo escuchaba muy cerca motores de automóviles y percibía débilmente en la cara el aire del mar. Las tapias iguales de las quintas concluyeron al fin en un descampado cenagoso donde se levantaban contra la rasa oscuridad del cielo los andamios de un edificio en construcción. A un lado estaba la carretera, y luego el faro y los precipicios del mar. Para eludir las luces de los automóviles se alejó del arcén y caminó casi al filo del acantilado. Muy al fondo se alzaba y fosforecía la espuma contra los rompientes: no quiso seguir mirándola porque le daba miedo el influjo de aquella hondura que lo inmovilizaba y parecía llamarlo. El faro lo alumbraba con una claridad semejante a la de la gran luna amarilla del verano, una luz giratoria y poliédrica que multiplicaba su sombra y lo confundía al extinguirse. Con la cabeza baja y con las manos en los bolsillos caminaba con la obstinación de los vagabundos circulares de las calles, sin más cobijo contra el viento frío del mar que las solapas levantadas de su chaqueta. Estaba ya muy lejos del faro cuando vio sobre las copas de los pinos la casa que Billy Swann le había anunciado. Una tapia muy larga que no podía descubrirse desde la carretera, luego una verja entornada y un nombre: Quinta dos Lobos.

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