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Capítulo XX

En los días siguientes hice un breve viaje a una ciudad no muy lejana de Madrid. Al volver pensé que ya era tiempo de escribirle a Floro Bloom, de quien nada sabía desde que me fui de San Sebastián. Ignoraba su dirección: decidí pedírsela a Biralbo. Llamé a su hotel y me dijeron que no estaba. Por un motivo que ahora no recuerdo tardé unos días en ir a buscarlo al Metropolitano. Volver a lugares donde estuve hace diez o veinte años no suele conmoverme, pero si voy a un bar que visité habitualmente al cabo de sólo dos semanas o un mes, siento una intolerable oquedad en el tiempo, que ha seguido pasando sobre las cosas en mi ausencia y las ha sometido sin mi conocimiento a cambios invisibles, como quien deja su casa una temporada a inquilinos desleales.

En la puerta del Metropolitano ya no estaba el cartel del Giacomo Dolphin Trio. Era temprano aún: un camarero a quien yo no conocía me dijo que Mónica comenzaba su turno a las ocho. No le pregunté por Biralbo y sus músicos: había recordado que ése era el día de la semana en que no iban a tocar. Pedí una cerveza y fui bebiéndola despacio en una mesa del fondo. Mónica llegó unos minutos antes de las ocho. No me vio al principio: miró hacia mí cuando le dijo algo el camarero de la barra. Venía despeinada y se había maquillado muy apresuradamente. Pero ella siempre parecía llegar a todas partes al final del último minuto. Sin quitarse el abrigo se sentó frente a mí: por su manera de mirarme supe que me preguntaría por Biralbo. En su voz no me sonaba extraño que se llamara Giacomo.

– Desapareció hace diez días. -Me dijo. Nunca habíamos hablado solos. Noté por primera vez que había tonos violeta en el color de sus ojos-. Sin decirme nada. Pero Buby y Oscar sí sabían que iba a marcharse. Se han ido ellos también.ç

– ¿Se fue solo?

– Creí que tú lo sabrías. -Me miró fijamente y el color de sus pupilas se hizo más intenso. No se fiaba de mí.

– No me contaba sus planes.

– Parecía no tenerlos. -Mónica me sonrió de una manera rígida, como sonríe uno cuando está perdido-. Pero yo sabía que iba a marcharse. ¿Es verdad que estuvo enfermo?

Dije que sí: urdí mentiras parciales que ella fingió aceptar, inventé pormenores aproximadamente falsos, no del todo piadosos, tal vez inútiles, como los que se cuentan a un enfermo cuyo dolor no nos importa. Con recelo y desdén me preguntó al final si había otra mujer. Dije que no, procurando mirarla a los ojos, le aseguré que iba a seguir buscando, que volvería, anoté el teléfono de mi casa en una servilleta y ella lo guardó en su bolso. Al decirle adiós me di cuenta sin melancolía que no estaba viéndome.

Había empezado a lloviznar cuando salí del Metropolitano. Mirando los altos letreros luminosos quise imaginar cómo sería en ese mismo instante la noche de Lisboa: pensé que tal vez Biralbo había regresado allí. Fui caminando hacia su hotel. En la acera de enfrente, bajo los ventanales de la Telefónica, ya empezaban a congregarse las mujeres inmóviles, con cigarrillos en los labios, con cuantiosos abrigos de solapas subidas hasta la barbilla, porque venía un viento helado por las aceras oscuras. Distinguí sobre la marquesina, junto al rótulo vertical y todavía apagado, la ventana de la habitación de Biralbo: no había luz en ella. Crucé la calle y me detuve ante la entrada del hotel. Dos hombres muy parecidos entre sí, con cazadoras negras y gafas de sol y bigotes iguales, estaban hablando con el recepcionista. No di el paso que habría hecho que se abrieran las puertas automáticas del vestíbulo. El recepcionista me miró: seguía explicándoles algo a los hombres de las cazadoras negras, y su neutra mirada se apartó de mí, estudió con indiferencia las puertas de cristal, volvió a ellos. Les estaba mostrando el libro de registro, y al pasar cada página miraba de soslayo la placa que uno de los hombres había dejado abierta sobre el mostrador. Entré en el vestíbulo e hice como si consultara el cartel donde venían señalados los precios de las habitaciones. De espaldas, los dos hombres eran exactamente iguales: en medio de ellos la mirada del recepcionista volvió a posarse en mí, pero nadie más que yo habría podido advertirlo. Oí que uno de ellos decía, mientras guardaba la placa en un bolsillo posterior del pantalón vaquero, sobre el que brillaba el filo de unas esposas: «Avísenos si vuelve a aparecer ese hombre.»

El recepcionista cerró de un golpe las anchas páginas del libro. Los dos hombres de las cazadoras hicieron al mismo tiempo un excesivo ademán de estrecharle la mano. Luego salieron a la calle: el automóvil estacionado oblicuamente en la acera del hotel se puso en marcha antes de que ellos subieran. Yo estaba fumando y hacía como que esperaba un ascensor. El recepcionista me llamó por mi nombre, señalando hacia la puerta con un gesto de alivio: «Por fin se han ido», dijo, entregándome una llave que no tomó del casillero. Trescientos siete. Como disculpándose por una torpeza que nunca debió cometer me explicó que Toussaints Morton -«ese hombre de color»- y la mujer rubia que lo acompañaba habían registrado la habitación del señor Dolphin, y que cuando él llamó a la policía ya era demasiado tarde: pudieron escapar por la salida de incendios.

– Si llegan a subir diez minutos antes lo habrían encontrado -dijo-. Debieron cruzarse en los ascensores.

– ¿Pero el señor Dolphin no se había marchado?

– No vino en toda la semana. -El recepcionista encontraba un cierto orgullo en manifestarme su complicidad con Biralbo-. Pero yo le guardé la habitación, ni siquiera se llevó su equipaje. Volvió esta tarde. Tenía mucha prisa. Me dijo antes de subir que le pidiera un taxi.

– ¿No sabe adonde iba?

– No muy lejos. Sólo se llevó una bolsa de mano. Me encargó que si usted venía le diera la llave de su habitación.

– ¿Le dijo algo más?

– Usted conoce al señor Dolphin. -El recepcionista sonrió, ligeramente erguido-. No es hombre de muchas palabras.

Subí a la habitación: que el recepcionista me hubiera entregado la llave era una señal de cortesía, porque la cerradura estaba rota. La cama estaba deshecha y los cajones del armario volcados en el suelo. Había en el aire un perfume como de leña húmeda quemada, un olor delicado y preciso que instantáneamente me hizo volver a la noche de San Sebastián en que vi a Daphne. Sobre la moqueta, entre las ropas y los papeles, la colilla de un cigarro aplastado había ardido dejando en torno suyo un círculo oscuro como una mancha. Encontré una foto en blanco y negro de Lucrecia, un libro en inglés que hablaba de Billy Swann, antiguas partituras con los bordes gastados, novelas baratas de misterio, una botella intacta de bourbon.

Abrí el balcón. La llovizna y el frío me golpearon bruscamente la cara. Cerré los postigos y las cortinas y encendí un cigarrillo. En la repisa del cuarto de baño encontré un vaso de plástico, tan opaco que parecía sucio. Procuré olvidar que tenía esa sordidez de los vasos donde se sumergen dentaduras postizas y lo llené de bourbon. Obedeciendo a una antigua superstición volvía a llenarlo antes de que estuviera vacío. Oía amortiguadamente el ruido de los automóviles, del ascensor, que a veces se detenía muy cerca, pasos y voces en los corredores del hotel. Bebí sin prisa, sin convicción, sin propósito, igual que se mira una calle de una ciudad desconocida. Sentado en la cama, sostenía el vaso entre las rodillas. El rojo bourbon relumbraba en la botella a la luz de la mesa de noche. Había bebido la mitad cuando sonaron unos cautelosos golpes en la puerta. No me moví: si alguien entraba me vería de espaldas, yo no iba a volverme. Llamaron otra vez: tres golpes, como una vaga contraseña. Entorpecido por el bourbon y la inmovilidad me levanté y fui a abrir sin darme cuenta de que llevaba la botella en la mano. Eso fue lo primero que Lucrecia miró al entrar, no mi cara, que tal vez no reconoció sino un poco más tarde, cuando dijo mi nombre.

El alcohol atenuaba la sorpresa de verla. Ya no era como yo la había conocido, ni siquiera como la imaginé tras las palabras de Biralbo. Tenía el aire de ávida soledad y de urgencia de quien acaba de bajarse de un tren. Llevaba una gabardina blanca y abierta y con los hombros mojados y traía con ella el frío y la humedad de la calle. Miró antes de entrar la habitación vacía, el desorden, la botella que yo sostenía en la mano. Le dije que pasara. Con un absurdo deseo de hospitalidad levanté un poco la botella y le ofrecí una copa. Pero no había donde sentarse. Parada en medio de la habitación, frente a mí, sin sacar las manos de los bolsillos de la gabardina, me preguntó por Biralbo. Como disculpándome a mí mismo por su ausencia le dije que se había marchado, que yo estaba allí para recoger sus cosas. Asintió, mirando los cajones abiertos, la turbia luz de la mesa de noche. Iluminada por ella, por el fervor vacío del bourbon, la cara de Lucrecia tenía esa cualidad de perfección y distancia que tienen las mujeres en los anuncios de las revistas de lujo. Parecía más alta y más sola que las mujeres de la realidad y no miraba como ellas.

– Tú también debes irte -le dije-. Toussaints Morton ha estado aquí.

– ¿No sabes dónde ha ido Santiago?

Me pareció que ese nombre no aludía a Biralbo: nunca había oído a nadie que lo llamara así, ni siquiera a Floro Bloom.

– También se han ido sus músicos -dije. Sentí que una sola palabra bastaría para retener un instante a Lucrecia y que yo la ignoraba: era como estar moviendo en silencio los labios frente a ella. Sin decir nada más se dio la vuelta y yo oí el roce de su gabardina contra el aire, y luego el ruido lento del ascensor.

Cerré la puerta y volví a llenar el vaso de bourbon. Tras los cristales del balcón la vi aparecer en la acera, de espaldas, un poco inclinada, con la gabardina blanca extendida por el viento frío de diciembre, reluciente de lluvia bajo las luces azules del hotel. Reconocí su manera de andar mientras cruzaba la calle, ya convertida en una lejana mancha blanca entre la multitud, perdida en ella, invisible, súbitamente borrada tras los paraguas abiertos y los automóviles, como si nunca hubiera existido.

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