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Capítulo VI

Que Floro Bloom no hubiera cerrado todavía el Lady Bird era inexplicable si uno ignoraba su inveterada pereza o su propensión a las formas más inútiles de la lealtad. Parece que su verdadero nombre era Floreal: que venía de una familia de republicanos federales y que hacia 1970 fue feliz en algún lugar del Canadá, a donde llegó huyendo de persecuciones políticas de las que no hablaba nunca. En cuanto a ese apodo, Bloom, tengo razones para suponer que se lo asignó Santiago Biralbo, porque era gordo y pausado y tenía siempre en sus mejillas una rosada plenitud muy semejante a la de las manzanas. Era gordo y rubio, verdaderamente parecía que hubiera nacido en el Canadá o en Suecia. Sus recuerdos, como su vida visible, eran de una confortable simplicidad: un par de copas bastaban para que se acordara de un restaurante de Quebec donde trabajó durante algunos meses, una especie de merendero en mitad de un bosque a donde acudían las ardillas para lamer los platos y no se asustaban si lo veían a él: movían el hocico húmedo, las diminutas uñas, la cola, se marchaban luego dando menudos saltos sobre el césped y sabían la hora exacta de la noche en que debían regresar para apurar los restos de la cena. A veces uno estaba comiendo en aquel lugar y una ardilla se le posaba en la mesa. En la barra del Lady Bird, Floro Bloom las recordaba como si pudiera verlas ante sí con sus lacrimosos ojos azules. No se asustaban, decía, como refiriendo un prodigio. Moviendo el hocico le lamían la mano, como gatitos, eran ardillas felices. Pero luego Floro Bloom adquiría el gesto solemne de aquella alegoría de la República que guardaba en la trastienda del Lady Bird y establecía vaticinios: «¿Te imaginas que una ardilla se acercara aquí a la mesa de un restaurante? La degollaban, seguro, le hincaban un tenedor.»

Aquel verano, con los extranjeros, el Lady Bird conoció una tenue edad de plata. Floro Bloom asistía a ella con un poco de fastidio: inquieto y fatigado andaba atendiendo las mesas y la barra, casi no tenía tiempo de conversar con los habituales, quiero decir, con los que sólo muy de tarde en tarde pagábamos. Desde el otro lado de la barra miraba el bar con el estupor de quien ve su casa invadida por extraños, venciendo una íntima reprobación ponía los discos que le reclamaban, escuchaba con indiferencia ecuánime confesiones de borrachos que sólo hablaban en inglés, acaso pensaba en las ardillas dóciles de Quebec cuando parecía más perdido.

Contrató a un camarero: ensayó un gesto ensimismado ante la máquina registradora que lo eximía de atender a quienes no le importaban. Durante un par de meses, hasta principios de septiembre, Santiago Biralbo volvió a tocar el piano en el Lady Bird gozando de un ilimitado crédito en botellas de bourbon. La timidez o el presentimiento del fracaso me han vedado siempre los bares vacíos: aquel verano también yo volví al Lady Bird. Elegía una esquina apartada de la barra, bebía solo, hablaba de la Ley de Cultos de la República con Floro Bloom. Cuando Biralbo terminaba de tocar tomábamos juntos la penúltima copa. De madrugada caminábamos hacia la ciudad siguiendo la curva de luces de la bahía. Una noche, cuando adquirí mi sitio y mi copa en el Lady Bird, Floro Bloom se me acercó y limpió la barra mirando a un punto indeterminado del aire.

– Vuélvete y mira a la rubia -me dijo-. No podrás olvidarla.

Pero no estaba sola. Sobre sus hombros caía una melena larga y lisa que resplandecía en la luz con un brillo de oro pálido. Había en la piel de sus sienes una transparencia azulada. Tenía los ojos impasibles y azules y mirarla era como entregarse sin remordimiento a la frialdad de una desgracia. Posadas sobre sus largos muslos se movían las manos siguiendo el ritmo de la canción que tocaba Biralbo, pero la música no llegaba a interesarle, ni la mirada de Floro Bloom, ni la mía, ni la existencia de nadie. Estaba sentada contemplando a Biralbo como una estatua puede contemplar el mar y de vez en cuando bebía de su copa, o contestaba algo al hombre que tenía junto a ella, trivial como la explicación de un grabado.

– No faltan desde hace dos o tres noches -me informó Floro Bloom-. Se sientan, piden sus copas y miran a Biralbo. Pero él no se fija. Está enajenado. Quiere irse a Estocolmo con Billy Swann, no piensa más que en la música.

– Y en Lucrecia -dije yo, a uno nunca le falta clarividencia para juzgar las vidas de los otros.

– Cualquiera sabe -dijo Floro Bloom-. Pero mira a la rubia, mira a ese tipo que viene con ella.

Era tan grande y tan vulgar que uno tardaba un rato en darse cuenta de que también era negro. Siempre sonreía, no demasiado, lo justo como para que su vasta sonrisa no pareciese una afrenta. Bebían mucho y se marchaban al final de la música y él siempre dejaba sobre la mesa propinas desmedidas. Una noche vino a la barra para pedir algo y se quedó junto a mí. Entre los dientes sostenía un cigarro, por un instante me envolvió el olor del humo que expulsaba enérgicamente por la nariz. En una mesa del fondo, recostada en la pared, lo esperaba la rubia, perdida en el tedio y en la soledad. Se me quedó mirando con sus dos copas en la mano y dijo que me conocía. Un amigo común le había hablado de mí. «Malcolm», dijo, y luego mascó el cigarro y dejó las copas en la barra como para darme tiempo a que recordara. «Bruce Malcolm», repitió con el acento más extraño que yo haya escuchado nunca, y se apartó de un manotazo el humo de la cara. «Pero me parece que aquí le llamaban el americano.»

Hablaba como ejerciendo una parodia del acento francés. Hablaba exactamente igual que los negros de las películas y decía ameguicano y me paguece y nos sonreía a Floro Bloom y a mí como si hubiera mantenido con nosotros una amistad más antigua que nuestros recuerdos. Nos preguntó quién tocaba el piano y cuando se lo dijimos repitió admirativamente: Bigalbo. Llevaba una chaqueta de cuero. La piel de sus manos tenía la pálida y tensa textura del cuero muy gastado. Tenía el pelo crespo y gris y nunca cesaba de aprobar lo que veían sus grandes ojos vacunos. Moviendo mucho la cabeza nos pidió perdón y recobró sus copas: con notorio orgullo, con humildad, nos dijo que su secretaria lo estaba esperando. Sin duda es un hecho milagroso que sin dejar ninguna de las dos copas ni quitarse de la boca el cigarro depositara una tarjeta en la barra. Floro Bloom y yo la examinamos al mismo tiempo: Toussaints Morton, decía, cuadros y libros antiguos, Berlín.

– Has conocido a todo el mundo -me dijo Biralbo, en Madrid-. A Malcolm, a Lucrecia. Incluso a Toussaints Morton.

– No tiene mérito -dije yo: no me importaba que Biralbo se burlara de mí, con aquella sonrisa de quien lo sabe todo-. Vivíamos en la misma ciudad, íbamos a los mismos bares.

– Conocíamos a las mismas mujeres. ¿Te acuerdas de la secretaria?

– Floro Bloom estaba en lo cierto. Uno la veía y ya no había modo de olvidarla. Pero era una especie de estatua de hielo. Se le notaban las venas azules bajo la piel.

– Era una hija de puta -dijo bruscamente Biralbo. No solía usar esa clase de palabras-. ¿Te acuerdas de su mirada en el Lady Bird? Me miró igual que cuando su jefe y Malcolm estaban a punto de matarme. No hace ni un año, en Lisboa.

En seguida pareció arrepentirse de lo que acababa de decir. En él eso era una estrategia o un hábito: decía algo y luego sonreía mirando hacia otra parte, como si la sonrisa o la mirada lo autorizaran a uno a no creer lo que había oído. Adoptaba entonces la misma expresión que tenía mientras estaba tocando en el Metropolitano, un aire como de somnolencia o desdén, una tranquila frialdad de testigo de su propia música o de sus palabras, tan indudables y fugaces como una melodía recién ejecutada. Pero tardó algún tiempo en volver a hablarme de Toussaints Morton y de su secretaria rubia. Cuando lo hizo, la última noche que nos vimos, en su habitación del hotel, tenía un revólver en la mano y vigilaba algo tras las cortinas del balcón. No parecía tener miedo: sólo esperaba, inmóvil, contemplando la calle, la esquina populosa de la Telefónica, tan absorto en la espera como cuando contaba los días que iban pasando desde la última carta de Lucrecia.

Él no lo sabía entonces, pero la llegada de Billy Swann fue el primer vaticinio del regreso. Unas semanas después de que se marchara apareció Toussaints Morton: también él venía de Berlín, de aquella inconcebible región del mundo donde Lucrecia seguía siendo una criatura real.

En mi memoria aquel verano se resume en unos pocos atardeceres de indolencia, de cielos púrpura y rosa sobre la lejanía del mar, de prolongadas noches en las que el alcohol tenía la misma tibieza que la llovizna del amanecer. Con bolsos de playa y sandalias de verano, con el leve vello de los muslos manchado de salitre, con la piel tenuemente enrojecida, delgadas extranjeras rubias acudían al Lady Bird a la caída de la tarde. Desde la barra, mientras servía sus copas, Floro Bloom las consideraba en silencio con ternura de fauno, elegía imaginariamente, me señalaba el perfil o la mirada de alguna, tal vez signos propicios. Ahora las recuerdo a todas, incluso a las que una o dos noches se quedaron con Floro Bloom y conmigo cuando cerró el Lady Bird, como borradores inexactos de un modelo que contenía las perfecciones dispersas en cada una de ellas: la impasible, la alta y helada secretaria de Toussaints Morton.

Al principio Biralbo no reparó en ella, entonces no se fijaba mucho en las mujeres, y cuando Floro o yo le decíamos que observara a alguna que nos atraía particularmente él se complacía en señalarle imperfecciones menores: que tenía las manos cortas, por ejemplo, o que sus tobillos eran demasiado gruesos. La tercera o la cuarta noche -ella y Toussaints Morton llegaban siempre a la misma hora y ocupaban la misma mesa próxima al escenario-, mientras recorría los rostros de los bebedores usuales, le sorprendió descubrir en aquella desconocida un gesto que le recordaba a Lucrecia, y eso hizo que la mirase varias veces, buscando una expresión que no volvió a repetirse, que acaso no había llegado a suceder, porque era una pervivencia del tiempo en que buscaba en todas las mujeres algún indicio de los rasgos, de la mirada o del andar de Lucrecia.

Aquel verano, me explicó dos años después, había empezado a darse cuenta de que la música ha de ser una pasión fría y absoluta. Tocaba de nuevo regularmente, casi siempre solo y en el Lady Bird, notaba en los dedos la fluidez de la música como una corriente tan infinita y serena como el transcurso del tiempo: se abandonaba a ella como a la velocidad de un automóvil, avanzando más rápido a cada instante, entregado a un objetivo impulso de oscuridad y distancia únicamente regido por la inteligencia, por el instinto de alejarse y huir sin conocer más espacio que el que los faros alumbran, era igual que conducir solo a medianoche por una carretera desconocida. Hasta entonces su música había sido una confesión siempre destinada a alguien, a Lucrecia, a él mismo. Ahora intuía que se le iba convirtiendo en un método de adivinación, casi había perdido el instinto automático de preguntarse mientras tocaba qué pensaría Lucrecia si pudiera escucharlo. Lentamente la soledad se le despoblaba de fantasmas: a veces, un rato después de despertarse, lo asombraba comprobar que había vivido unos minutos sin acordarse de ella. Ni siquiera en sueños la veía, sólo de espaldas, a contraluz, de modo que su rostro se le negaba siempre o era el de otra mujer. Con frecuencia deambulaba en sueños por un Berlín arbitrario y nocturno de iluminados rascacielos y faros rojos y azules sobre las aceras bruñidas de escarcha, una ciudad de nadie en la que tampoco estaba Lucrecia.

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