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– Mírame -me contó Biralbo que le dijo-: Siempre he sido uno de los grandes, antes de que esos tipos listos que escriben libros lo supieran y también después de que hayan dejado de decirlo, y si me muero mañana no encontrarás en mis bolsillos dinero suficiente para pagar mi entierro. Pero soy Billy Swann, y cuando yo me muera no habrá nadie en el mundo que haga sonar esa trompeta como lo hago yo.

Cuando apoyaba los codos en la barra los puños de su camisa retrocedían mostrando unas muñecas muy delgadas y duras y surcadas de venas. Biralbo se fijó en lo sucios que estaban los bordes de los puños y anotó con alivio, casi con gratitud, que aún permanecían en ellos los enfáticos gemelos de oro que tantas veces, en otro tiempo, había visto brillar contra las luces de los escenarios cuando Billy Swann alzaba su trompeta. Pero ya no creía seguir mereciendo su predilección, sólo temía sus palabras, el brillo húmedo de sus ojos tras las gafas. Con un vago sentimiento de culpabilidad o de estafa advirtió de pronto hasta qué punto había cambiado y claudicado en los últimos años: como una piedra arrojada al fondo de un pozo la presencia de Billy Swann estremecía la inmovilidad del tiempo. Frente a ellos, al otro lado de la barra, Floro Bloom asentía apaciblemente sin entender una sola palabra y procuraba que las copas no quedaran vacías. Pero tal vez estaba comprendiéndolo todo, pensó Biralbo al advertir una mirada de sus ojos azules. Floro Bloom lo había sorprendido cuando miraba cobardemente su reloj y calculaba las pocas horas que le quedaban aún para llegar al trabajo. Absorto en algo, Billy Swann apuró su copa, chasqueó la lengua y se limpió la boca con un pañuelo más bien sucio.

– No tengo nada más que decirte -concluyó severamente-. Ahora mira otra vez el reloj y dime que debes irte a dormir y te partiré la boca de un puñetazo.

Biralbo no se fue: a las nueve de la mañana llamó al colegio para decir que estaba enfermo. Acompañados silenciosamente por Floro Bloom siguieron bebiendo durante dos días. Al tercero Billy Swann fue ingresado en una clínica y tardó una semana en recuperarse. Volvió a su hotel con la vacilante dignidad de quien ha pasado algunos días en la cárcel, con las manos más huesudas y la voz un poco más oscura. Cuando Biralbo entró en su habitación y lo vio tendido en la cama se asombró de no haber notado hasta entonces la cara de muerto que tenía.

– Mañana debo irme a Estocolmo -dijo Billy Swann-. Tengo allí un buen contrato. En un par de meses te llamaré. Tocarás conmigo y grabaremos juntos un disco.

Al oír eso Biralbo casi no sintió alegría, ni agradecimiento, sólo una sensación de irrealidad y de miedo. Pensó que si se marchaba a Estocolmo perdería su contrato en el colegio, que tal vez le llegaría en ese tiempo una carta de Lucrecia que iba a quedarse durante varios meses abandonada e inútil en el buzón. Puedo imaginar la expresión de su cara en aquellos días: la vi en una foto del periódico donde se daba noticia de la llegada de Billy Swann a la ciudad. Se veía en ella a un hombre alto y envejecido, con la cara angulosa medio tapada por el ala de uno de esos sombreros que usaban los actores secundarios en las películas antiguas. Junto a él, menos alto, desconcertado y muy joven, estaba Santiago Biralbo, pero su nombre no venía en la nota del periódico. Por ella supe yo que Billy Swann había vuelto. Tres años después, en Madrid, comprobé que Biralbo guardaba ese recorte ya amarillo y vago entre sus papeles, junto a una foto en la que Lucrecia no se parece nada a mis recuerdos: tiene el pelo muy corto y sonríe con los labios apretados.

– En enero estuve en Berlín -dijo Billy Swann-. Vi allí a tu chica.

Tardó un poco en continuar hablando: Biralbo no se atrevía a preguntarle nada. Vio de nuevo lo que el regreso de Billy Swann le había hecho revivir: una noche de hacía más de dos años, en el Lady Bird, cuando salió a tocar buscando el rostro de Lucrecia entre las cabezas oscuras de los bebedores y lo encontró al fondo, impreciso entre el humo y las luces rosadas, sereno y firme en aquella mesa donde también estaba Malcolm y otro hombre de aspecto familiar en quien al principio no me reconoció.

– Yo llevaba un par de noches tocando en el Satchmo, un sitio muy raro, parece un bar de putas -continuó Billy Swann-. Cuando entré en el camerino ella estaba esperándome. Sacó del bolso una carta y me pidió que te la mandara. Estaba muy nerviosa, se marchó en seguida.

Biralbo aún no dijo nada: que al cabo de tanto tiempo alguien le hablara de Lucrecia, que Billy Swann hubiera estado con ella en Berlín, provocaba en él un raro estado de estupor, casi de miedo, de incredulidad. No le preguntó a Billy Swann qué había sido de la carta: tampoco se le ocurrió indagar por qué Lucrecia no la había confiado al correo. Según sus noticias, Billy Swann se había marchado de Berlín hacía tres o cuatro meses, volvió a América, casi lo dieron por muerto en aquel hospital de Nueva York donde tardó semanas en recobrar la conciencia. No quería preguntarle nada porque temía que dijera: «Olvidé la carta en el hotel de Berlín, se me extravió en un aeropuerto la maleta donde la guardaba.» Deseaba tanto leerla que tal vez en aquel instante la habría preferido a una aparición súbita de Lucrecia.

– No la he perdido -dijo Billy Swann, y se incorporó para abrir el estuche de su trompeta, que estaba sobre la mesa de noche. Todavía le temblaban las manos, la trompeta cayó al suelo y Biralbo se inclinó para recogerla. Cuando se puso en pie, Billy Swann había abierto el doble fondo del estuche y le tendía la carta.

Miró los sellos, la dirección, su propio nombre escrito con aquella letra que nunca vulnerarían la soledad ni la desgracia. Por primera vez el remite no era una larga inicial, sino un nombre completo, Lucrecia . Palpó el sobre y le pareció delgadísimo, pero no llegó a abrirlo. Lo percibía liso y sensitivo bajo las yemas de los dedos como el marfil de un teclado que aún no se decidiera a pulsar. Billy Swann había vuelto a tenderse en la cama. Era una tarde de finales de mayo, pero él estaba tendido con su traje negro y sus zapatones de cadáver y se había tapado con la colcha hasta el cuello, porque le dio frío al levantarse. Su voz era más lenta y nasal que nunca. Hablaba como repitiendo circularmente los primeros versos de un blues.

– Vi a tu chica. Yo abrí la puerta y ella estaba sentada en mi camerino. Era muy pequeño y ella estaba fumando, lo había llenado todo de humo.

– Lucrecia no fuma -dijo Biralbo; fue una satisfacción menor afirmar ese detalle, tan preciso como la exactitud de un gesto: como si de verdad recordara de pronto el color de sus ojos o el modo en que ella sonreía.

– Estaba fumando cuando yo entré. -A Billy Swann le enojaba que alguien dudara de su memoria-. Antes de verla me dio el olor de los cigarrillos. Sé distinguirlo del de la marihuana.

– ¿Recuerdas qué te dijo? -Ahora sí, ahora Biralbo se atrevía. Billy Swann se volvió muy despacio hacia él, con su cabeza de mono segada por la blancura de la colcha, y sus arrugas se agravaron cuando empezó a reír.

– No dijo casi nada. Le preocupaba que yo no me acordara de ella, como a esos tipos que me encuentro de vez en cuando y me dicen: «Billy, ¿no te acuerdas de mí? Tocamos juntos en Boston el cincuenta y cuatro.» Así me habló ella, pero yo me acordaba. Me acordé cuando le vi las piernas. Puedo reconocer a una mujer entre veinte mirándole sólo las piernas. En los teatros hay muy poca luz, y uno no ve las caras de las mujeres que hay sentadas en la primera fila, pero sí sus piernas. Me gusta mirarlas mientras toco. Las veo mover las rodillas y golpear el suelo con los tacones para llevar el ritmo.

– ¿Por qué te dio la carta? Tiene puestos los sellos.

– Ella no llevaba tacones. Llevaba unas botas planas, manchadas de barro. Unas botas de pobre. Tenía mejor aspecto que cuando me la presentaste aquí.

– ¿Por qué tenías que ser tú quien me diera la carta?

– Supongo que le mentí. Ella quería que tú la recibieras cuanto antes. Sacó del bolso el tabaco, el lápiz de labios, un pañuelo, todas esas cosas absurdas que llevan las mujeres. Lo dejó todo en la mesa del camerino y no encontraba la carta. Hasta un revólver tenía. Se arrepintió antes de sacarlo, pero yo lo vi.

– ¿Tenía un revólver?

– Un treinta y ocho reluciente. No hay nada que una mujer no pueda llevar en el bolso. Por fin sacó la carta. Yo le mentí. Ella quería que lo hiciera. Le dije que iba a verte en un par de semanas. Pero luego me marché del club y vino todo aquello de Nueva York… Puede que no le mintiera entonces. Supongo que pensaba venir a verte y que me equivoqué de avión. Pero no perdí tu carta, muchacho. La guardé en el doble fondo, como en los viejos tiempos…

Al día siguiente Biralbo despidió a Billy Swann con una doble sospecha de orfandad y de alivio. En el vestíbulo de la estación, en la cantina, en el andén, intercambiaron promesas embusteras: que Billy Swann abandonaría provisionalmente el alcohol, que Biralbo escribiría una carta blasfema para despedirse de las monjas, que iban a verse en Estocolmo dos o tres semanas más tarde. Biralbo no escribiría más cartas a Berlín, porque contra el amor de las mujeres no cabía mejor remedio que el olvido. Pero cuando el tren se alejó Biralbo entró de nuevo en la cantina y leyó por sexta o séptima vez aquella carta de Lucrecia, eludiendo sin éxito la melancolía de su apresurada frialdad: diez o doce líneas escritas en el reverso de un plano de Lisboa. Lucrecia aseguraba que regresaría pronto y le pedía disculpas por no haber encontrado otro papel donde escribirle. El plano era una borrosa fotocopia en la que había, hacia la izquierda, un punto retintado en rojo y una palabra escrita con una letra que no pertenecía a Lucrecia: Burma .

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