– ¿No has vuelto a verla desde entonces? -le dije-. ¿Ni siquiera la has buscado?
– Cómo iba a buscarla. -Biralbo me miró, casi retándome a que le contestara-. Dónde.
– En Lisboa, supongo, al cabo de unos meses. La casa era suya, ¿no? Volvería a ella.
– Llamé una vez por teléfono. Nadie contestó.
– Haberle escrito. ¿Sabe que vives en Madrid?
– Le mandé una postal a los pocos días de encontrarme contigo en el Metropolitano y me la devolvieron. «Dirección insuficiente.»
– Seguro que estará buscándote.
– No a mí, sino a Santiago Biralbo. -Buscó su pasaporte en la mesa de noche y me lo tendió, abierto por la primera página-. No a Giacomo Dolphin.
El pelo crespo y muy corto, las gafas oscuras, una dispersa sombra de varios días sin afeitar en las mejillas, alargándole la cara vertical y muy pálida que ya era de otro hombre, él mismo, el que pasó varios días oculto en un lugar que no era exactamente un hotel esperando a que le creciera la barba para ser igual que el hombre de la fotografía, porque aquel español, Maraña, antes de hacérsela, le había sombreado con un lápiz de maquillar y una pequeña brocha untada de polvos grises el mentón y los pómulos, rozándole la cara con sus dedos húmedos, frente al espejo, como a un actor inhábil, y le había levantado el pelo, mojándoselo con fijador, diciéndole luego, satisfecho de su obra, atento a corregir detalles menores mientras preparaba la cámara, «ni tu madre te reconoce; ni Lucrecia».
Durante tres días, encerrado en aquella habitación con una sola ventana desde la que veía una cúpula blanca y tejados rojizos y una palmera, esperando siempre que volviera Maraña con el pasaporte falso, se fue convirtiendo en el otro con la lentitud de una metamorfosis invisible, tan lentamente como la barba le crecía y le ensuciaba la cara, fumando frente a la bombilla del techo, frente a la cúpula donde la luz era primero amarilla y luego blanca y terminaba siendo gris y azul, mirándose en el espejo del lavabo donde goteaba un grifo con la regularidad de un reloj, trayéndole cuando lo abría del todo un hálito de sumidero. Se pasaba las manos por las mejillas ásperas como buscando indicios de una transfiguración que todavía no era visible y contaba las horas y el goteo del agua y murmuraba canciones imitando el sonido de la trompeta y del contrabajo mientras desde la calle le venían voces de muchachas chinas que llamaban a los hombres y se reían como pájaros y olores de carne asada en brasas de carbón y guisos con especias. Una de las jóvenes chinas, diminuta y pintada, dotada de una obscena cortesía infantil, le subía con puntualidad de enfermera café y platos de arroz con pescado y vino verde y té y aguardiente y cigarrillos americanos de contrabando, porque el señor Maraña se lo había ordenado así antes de irse, y hasta una vez se tendió a su lado y empezó a besarlo como un pájaro que picotea el agua, riéndose luego con los ojos bajos cuando Biralbo le hizo entender suavemente que prefería estar solo. El español, Maraña, volvió al tercer día con el pasaporte enfundado en una bolsa de plástico que estaba húmeda cuando Biralbo la tocó, porque a Maraña le sudaban mucho las manos y el cuello y subía las escaleras desde la calle resoplando como un cetáceo, con su traje como de lino colonial y sus gafas de cristales verdes que ocultaban unos ojos de albino y su pesada hospitalidad de sátrapa. Pidió café y aguardiente, ahuyentó con palmadas a las muchachas chinas, no se quitó las gafas para hablar con Biralbo: sólo levantó un poco los cristales y se limpió los ojos con la punta de un pañuelo.
– Giacomo Dolphin -dijo, manejando el pasaporte como para que Biralbo advirtiera el mérito de su flexibilidad-. Nacido en Oran, en mil novecientos cincuenta y uno, de padre brasileño, aunque nacido en Irlanda, y de madre italiana. Desde hoy ése eres tú, compañero. ¿Has visto los periódicos? Ya no hablan de ese yanqui al que liquidaste el otro día. Trabajo limpio, lástima que te dejaras el abrigo en el tren. Lucrecia me lo explicó todo. Un empujón y a la vía, ¿no?
– No me acuerdo. En realidad no sé si se cayó él solo.
– Tranquilo, hombre. ¿Somos compatriotas o no? -Maraña bebió un trago de aguardiente y el sudor le cubrió la cara-. Yo me siento como un cónsul de los españoles en Lisboa. O van a la embajada o vienen a mí. En cuanto a ese mulato de la Martinica que andaba buscándote, ya se lo dije a Lucrecia: tranquilidad. Me ocuparé personalmente de ti hasta que te vayas de Lisboa. Te llevaré a ese teatro donde vas a tocar. En mi propio coche. ¿Anda armado el mulato?
– Creo que sí.
– Yo también. -Maraña, jadeando, extrajo de su hinchada cintura el revólver más largo que Biralbo había visto nunca, incluso en las películas-. Trescientos cincuenta y siete. Que se me ponga delante.
– Suele ponerse detrás. Con un hilo de nilón.
– Pues que no me deje darme la vuelta. -Maraña se puso en pie y guardó el revólver-. Tengo que irme. ¿Te llevo a alguna parte?
– Al teatro, si puedes. Debo ensayar.
– A tu disposición. Por Lucrecia soy capaz de hacerme falsificador, guardaespaldas y taxista. Así son los negocios: hoy por ti, mañana por mí. Ah, si necesitas dinero, me lo pides. Suerte la tuya, compañero. Eso es vivir de las mujeres…
Todas las noches iba Maraña a buscarlo, enquistado en un coche inverosímil que trepaba por los callejones como una cucaracha, uno de esos Morris que fueron rabiosamente deportivos hace veinte años y en el que Biralbo siempre se preguntó cómo podía entrar y moverse Maraña. Mientras conducía como aplastado por el techo bufaba bajo un bigote de animal marino que le tapaba la boca y manoteaba el volante con bruscos giros arbitrarios: a veces era un exiliado político de los viejos tiempos y otras el fugitivo de una injusta acusación de desfalco. No le quedaba nostalgia de España, esa tierra de ingratitud y de envidia que condenaba al destierro a quienes se rebelaran contra la mediocridad: ¿no era también él, Biralbo, un desterrado, no había tenido que irse al extranjero para triunfar en la música? Durante los ensayos, sentado en la primera fila de butacas como un Buda de sebo, Maraña sonreía y se quedaba durmiendo sosegadamente, y cuando un redoble de la batería o la irrupción del silencio lo despertaban, hacía el rápido ademán de buscar su revólver y examinaba la penumbra del teatro vacío, las cortinas rojas entornadas. Biralbo nunca se atrevió a preguntarle cuánto le había pagado Lucrecia ni qué deuda estaba saldando al protegerlo a él. «En el exilio, los españoles debemos ayudarnos unos a otros», decía Maraña, «mira el pueblo judío…».
Pero la tarde del concierto Biralbo no esperó a oír el claxon de su coche ni el ruido de catástrofe con que rodaba sobre los adoquines y se detenía en la puerta de la casa, junto a la ventana donde se acodaban a veces las muchachas chinas. Se levantó de la cama como un enfermo impulsado por la obligación del coraje, bebió un trago de aguardiente, se miró en el espejo, las pupilas excesivamente dilatadas y la barba de ocho días le daban un aire de mala vida y noches sin dormir, guardó el pasaporte como quien esconde un arma, se puso las gafas oscuras y bajó por una escalera muy estrecha que tenía los peldaños forrados de hule sucio y terminaba en el callejón. Una de las muchachas le dijo adiós desde la ventana. Oyó a su espalda breves risas agudas y no quiso volverse. De una taberna próxima salía un humo denso de olores de grasa y de resina y de comidas asiáticas. Tras los cristales de las gafas el mundo tenía una opacidad de anochecer o de eclipse. Al descender camino de la ciudad baja sentía la misma ligereza casi involuntaria que cuando perdía el miedo a la música, hacia la mitad de un concierto, en ese instante en que sus manos dejaban de sudar y obedecían a un instinto de velocidad y de orgullo tan ajeno a la conciencia como los latidos de su corazón. Al doblar una calle vio la ciudad entera y la bahía, los lejanos buques y las grúas del puerto, el puente rojo y borrado sobre las aguas por una bruma de ópalo. Sólo el instinto de la música lo guiaba y le impedía perderse, llevándolo a reconocer lugares que había visto cuando buscaba a Lucrecia, empujándolo por pasadizos húmedos y callejones tapiados hacia las vastas plazas de Lisboa y las columnas con estatuas, hacia aquel teatro un poco sórdido donde resplandecieron las luces y sombras sincopadas de las primeras películas al final de otro siglo del que sólo en Lisboa era posible descubrir señales: me dijo que el lugar del concierto tenía sobre la fachada un rótulo con alegorías y ninfas y letras sinuosas que trazaban una extraña palabra, Animatógrafo, y que antes de llegar a las calles rectas e iguales de la ciudad baja empezó a ver los carteles donde su nuevo nombre estaba escrito bajo el de Billy Swann con grandes caracteres rojos, Giacomo Dol phin, piano.
Vio sobre las colinas las encabalgadas casas amarillas, la frialdad de la luz de diciembre, la escalinata y la delgada torre de metal y el ascensor que una noche lejana lo había salvado transitoriamente de la persecución de Malcolm, vio los portales oscuros de los almacenes y las ventanas ya iluminadas de las oficinas, la multitud rumorosa e inmóvil y congregada al anochecer bajo los luminosos azules como esperando o presenciando algo, tal vez la invisibilidad o el secreto destino de ese hombre de gafas oscuras y ademanes furtivos que ya no se llamaba Santiago Biralbo, que había nacido de la nada en Lisboa.
Llegó al teatro y ya había gente en torno a la taquilla, me dijo que en Lisboa siempre hay gente en todas partes, hasta en los urinarios públicos y en las puertas de los cines indecentes, en los lugares más duramente condenados a la soledad, en las esquinas próximas a las estaciones, siempre hombres solos, vestidos de oscuro, hombres solos y mal afeitados, como recién salidos de un expreso nocturno, blancos de piel cobriza y de mirada oblicua, silenciosos negros o asiáticos que sobrellevan con infinita melancolía y destierro el porvenir que los trajo a esa ciudad del otro lado del mundo. Pero allí, a la puerta de aquel cine o teatro que se llamaba animatógrafo, vio las mismas caras pálidas que ya había conocido en el norte de Europa, los mismos gestos de culta paciencia y de astucia, y pensó que ni él ni Billy Swann habían tocado nunca para aquella gente, que se trataba de un error, porque a pesar de que estuvieran allí y hubieran comprado dócilmente sus entradas la música que iban a escuchar nunca podría conmoverlos.
Pero eso era algo que siempre había sabido Billy Swann, y que tal vez no le importaba, porque cuando salía a tocar era como si estuviera solo, defendido y aislado por los focos que sumían al público en la oscuridad y señalaban una frontera irrevocable en el límite del escenario. Billy Swann estaba en el camerino, indiferente a las luces del espejo y a la sucia humedad de las paredes, con un cigarrillo en los labios, con la trompeta sobre las rodillas, con una botella de zumo al alcance de la mano, ajeno y solo, dócil, como en la antesala de un médico. Parecía que ya no reconociera ni a Biralbo ni a nadie, ni siquiera a Oscar, que le traía dudosas cápsulas medicinales y vasos de agua y procuraba que nunca se rompiera en torno a él un círculo de soledad y silencio.