Uno de aquellos días compré un disco de Billy Swann en el que tocaba Biralbo. He dicho que soy más bien impermeable a la música. Pero en aquellas canciones había algo que me importaba mucho y que yo casi llegaba a apresar cada vez que las oía, y se me escapaba siempre. He leído un libro -lo encontré en el hotel de Biralbo, entre sus papeles y sus fotografías- donde se dice que Billy Swann fue uno de los mayores trompetistas de este siglo. En aquel disco parecía que fuera el único, que nunca hubiera tocado nadie más una trompeta en el mundo, que estaba solo con su voz y su música en medio de un desierto o de una ciudad abandonada. De vez en cuando, en un par de canciones, se escuchaba su voz, y era la voz de un aparecido o de un muerto. Tras él sonaba muy sigilosamente el piano de Biralbo, G. Dolphin en las explicaciones de la funda. Dos de las canciones eran suyas, nombres de lugares que me parecieron al mismo tiempo nombres de mujeres: Burma, Lisboa. Con esa lucidez que da el alcohol bebido a solas me pregunté cómo sería amar a una mujer que se llamara Burma, cómo brillarían su pelo y sus ojos en la oscuridad. Interrumpí la música, cogí el impermeable y el paraguas y fui a buscar a Biralbo.
La recepción de su hotel era como el vestíbulo de uno de esos cines antiguos que parecen templos desertados. Pregunté por Biralbo y me dijeron que nadie con ese nombre estaba registrado allí. Lo describí, dije el número de su habitación, trescientos siete, aseguré que la ocupaba desde hacía alrededor de un mes. El recepcionista, que lucía un tenue cerco de grasa en torno al cuello del uniforme con galones, me hizo un gesto de recelo o de complicidad y dijo: «Pero usted me habla del señor Dolphin.» Casi culpablemente asentí, llamaron a su habitación y no estaba. Un botones que muy pronto cumpliría cuarenta años me dijo que lo había visto en el salón social. Añadió con reverencia que el señor Dolphin siempre se hacía servir allí el café y los licores.
Encontré a Biralbo recostado en un sofá de cuero dudoso y notorios costurones, mirando un programa de televisión. Ante él humeaban un cigarrillo y una taza de café. Llevaba puesto el abrigo: parecía que estuviera esperando la llegada de un tren. Los ventanales de aquel lugar desierto daban a un patio interior, y las cortinas levemente sucias exageraban la penumbra. El atardecer de diciembre se apresuraba en ellas, era como si la noche se atribuyera allí, en la oquedad sombría, reconquistas parciales. Nada de eso parecía concernir a Biralbo, que me recibió con la sonrisa de hospitalidad que otros usan únicamente en el comedor de su casa. Había en las paredes torpes cuadros de caza, y al fondo, bajo uno de esos murales abstractos que uno tiende a tomar por ofensas personales, distinguí un piano vertical. Supe luego que como huésped fiel Biralbo había obtenido el modesto privilegio de ensayar en él por las mañanas. Cundía entre el servicio la estimulante sospecha de que el señor Dolphin era un músico célebre.
Me dijo que le gustaba vivir en los hoteles de categoría intermedia. Amaba, con perverso e inalterable amor de hombre solo, la moqueta beige de los corredores, las puertas cerradas, la sucesiva exageración de los números de las habitaciones, los ascensores casi nunca compartidos con nadie en los que sin embargo hallaba señales de huéspedes tan desconocidos y solos como él, quemaduras de cigarrillos en el suelo, arañazos o iniciales en el aluminio de la puerta automática, ese olor del aire fatigado por la respiración de gente invisible. Solía regresar del trabajo y de las copas nocturnas cuando ya estaba muy próximo el amanecer, incluso en pleno día, si la noche, como a veces sucede, se prolongaba irrazonablemente más allá de sí misma: me dijo que le gustaba sobre todo esa hora extraña de la mañana en que le parecía ser el único habitante de los corredores y del hotel entero, el rumor de las aspiradoras tras las puertas entornadas, la soledad, siempre, la sensación como de propietario despojado que lo enaltecía cuando a las nueve de la mañana caminaba hacia su habitación volteando la pesada llave, palpando su lastre en el bolsillo como una culata de revólver. En un hotel, me dijo, nadie lo engaña a uno, ni siquiera uno mismo tiene coartada alguna para engañarse acerca de su vida.
– Pero Lucrecia no aprobaría que yo viviera en un hotel como éste -me dijo, no sé si aquella tarde; acaso fue la primera vez que pronunció ante mí el nombre de Lucrecia-. Ella creía en los lugares. Creía en las casas antiguas con aparadores y cuadros y en los cafés con espejos. Supongo que la entusiasmaría el Metropolitano. ¿Te acuerdas del Viena, en San Sebastián? Era la clase de sitio donde a ella le gustaba citarse con sus amigos. Creía que hay lugares poéticos de antemano y otros que no lo son.
Habló de Lucrecia con ironía y distancia, de esa manera que algunas veces uno elige para hablar de sí mismo, para labrarse un pasado. Le pregunté por ella: dijo que no sabía dónde estaba, y llamó al camarero para pedirle otro café. El camarero vino y se marchó con el sigilo de esos seres que sobrellevan con melancolía el don de la invisibilidad. En el televisor sucedía en blanco y negro un concurso de algo. Biralbo lo miraba de vez en cuando como quien empieza a familiarizarse con las ventajas de una tolerancia infinita. No estaba más gordo: era más grande o más alto y el abrigo y la inmovilidad lo agrandaban.
Lo visité muchas tardes en aquel salón, y mi memoria tiende a resumirlas en una sola, demorada y opaca. No sé si fue la primera cuando me dijo que subiera con él a su habitación. Quería darme algo, y que yo lo guardara.
Cuando entramos encendió la luz, aunque todavía no era de noche, y yo descorrí las cortinas del balcón. Abajo, al otro lado de la calle, en la esquina de la Telefónica, empezaban a congregarse hombres de piel oscura y anoraks abrochados hasta el cuello y mujeres solas y pintadas que paseaban despacio o se detenían como esperando a alguien que ya debiera haber llegado, gentes lívidas que nunca avanzaban y nunca dejaban de moverse. Biralbo examinó un momento la calle y cerró las cortinas. En la habitación había una luz insuficiente y hosca. Del armario donde oscilaban perchas vacías sacó una maleta grande y la puso encima de la cama. Tras las cortinas se oían rumorosamente los automóviles y la lluvia, que empezó a redoblar con violencia muy cerca de nosotros, sobre la marquesina donde aún no estaba encendido el rótulo del hotel. Yo olía el invierno y la humedad de la noche anunciada y me acordé sin nostalgia de San Sebastián, pero la nostalgia no es el peor chantaje de la lejanía. En una noche así, ya muy tarde, casi de madrugada, Biralbo y yo, exaltados o absueltos por la ginebra, habíamos caminado sin dignidad y sin paraguas bajo una lluvia tranquila y como tocada de misericordia, con olor de algas y de sal, asidua como una caricia, como las conocidas calles de la ciudad que pisábamos. Él se detuvo alzando la cara hacia la lluvia, bajo las ramas horizontales y desnudas de los tamarindos, y me dijo: «Yo debiera ser negro, tocar el piano como Thelonius Monk, haber nacido en Memphis, Tennessee, estar besando ahora mismo a Lucrecia, estar muerto.»
Ahora lo veía inclinado sobre la cama, buscando algo entre las ropas dobladas y ordenadas de la maleta, y de pronto pensé -veía su cara absorta en el espejo del armario- que verdaderamente era otro hombre y que yo no estaba seguro de que fuera mejor. Eso duró sólo un instante. En seguida se volvió hacia mí mostrándome un paquete de cartas atado con una goma elástica. Eran sobres alargados, con los filos azules y rojos del correo aéreo, con sellos muy pequeños y exóticos y una inclinada escritura femenina que había trazado con una tinta violeta el nombre de Santiago Biralbo y su dirección en San Sebastián. En el ángulo superior izquierdo, una sola inicial: L. Calculé que habría veinte o veinticinco cartas. Luego me dijo Biralbo que aquella correspondencia había durado dos años y que se detuvo tan abruptamente como si Lucrecia hubiera muerto o nunca hubiera existido.
Pero era él quien había tenido en aquel tiempo la sensación de no existir. Era como si se fuese gastando, me dijo, como si lo gastara el roce del aire, el trato con la gente, la ausencia. Había entendido entonces la lentitud del tiempo en los lugares cerrados donde no entra nadie, la tenacidad del óxido que tarda siglos en desfigurar un cuadro o volver polvo una estatua de piedra. Pero estas cosas me las dijo uno o dos meses después de mi primera visita. También estábamos en su habitación, y él tenía el revólver al alcance de la mano y se levantaba cada pocos minutos para mirar la calle tras las cortinas en las que relumbraba la luz azul del rótulo encendido sobre la marquesina. Había llamado al Metropolitano para decir que estaba enfermo. Sentado en la cama, junto a la lámpara de la mesa de noche, había cargado y amartillado el revólver con gestos secos y fluidos, fumando mientras lo hacía, hablándome no del hombre inmóvil a quien esperaba ver al otro lado de la calle sino de la duración del tiempo cuando nada sucede, cuando uno gasta su vida en la espera de una carta, de una llamada de teléfono.
– Llévate esto -me dijo la primera noche, sin mirar el paquete mientras me lo tendía, mirándome a los ojos-. Guarda las cartas en algún sitio seguro, aunque es probable que yo no te las pida.
Se asomó a la calle, alto y tranquilo entre los faldones de su abrigo oscuro, apartando ligeramente las cortinas. El anochecer y el brillo húmedo de la lluvia sobre el pavimento y las carrocerías de los automóviles sumían a la ciudad en una luz de desamparo. Guardé las cartas en el bolsillo y dije que debía marcharme. Con aire de fatiga Biralbo se apartó del balcón y fue a sentarse en la cama, palpándose el abrigo, buscando algo en la mesa de noche, sus cigarrillos, que no encontró. Recuerdo que fumaba siempre cortos cigarrillos americanos sin filtro. Le ofrecí uno de los míos. Le cortó el filtro, punzándolo entre los pulgares y los índices, y se tendió en la cama. La habitación no era muy grande, y yo me encontraba incómodo, parado junto a la puerta, sin decidirme a repetir que me iba. Probablemente él no me había oído la primera vez. Ahora fumaba con los ojos entornados. Los abrió para señalarme con un gesto la única silla de la habitación. Me acordé de aquella canción suya, Lisboa: cuando la oía yo lo imaginaba a él exactamente así, tendido en la habitación de un hotel, fumando muy despacio en la penumbra translúcida. Le pregunté si por fin había estado en Lisboa. Se echó a reír, dobló la almohada bajo su cabeza.