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Capítulo IX

– Fantasmas -dijo Floro Bloom, examinando el cenicero con una vaga unción eucarística, como si sostuviera una patena-. Con los labios pintados. -Llevando en la otra mano una copa entró al almacén murmurando cosas con la cabeza baja y los faldones de la sotana moviéndose rumorosamente entre sus piernas, igual que si pasara a la sacristía después de decir misa. Dejó el cenicero y la copa sobre el escritorio y se frotó las manos con una envolvente suavidad eclesiástica-. Fantasmas -repitió, señalándome con un grave dedo índice las tres colillas manchadas de rojo. Sin afeitar y con la sotana desabrochada sobre el pecho parecía un sacristán licencioso-. Una mujer fantasma. Muy impaciente. Enciende muchos cigarrillos y los abandona a la mitad. Phantom Lady. ¿Has visto esa película? Copas en el fregadero. Dos. Fantasmas concienzudos.

– ¿Biralbo?

– Quién si no. El visitante de las sombras. -Floro Bloom vació el cenicero y se abrochó ceremoniosamente la sotana, paladeando luego un trago de whisky-. Eso es lo malo de los bares cuando llevan mucho tiempo abiertos. Se llenan de fantasmas. Uno entra al retrete y hay un fantasma lavándose las manos. Ánimas del Purgatorio.

– Volvió a beber, alzando su copa hacia la bandera de la República -. Ectoplasmas de gente.

– A lo mejor se asustan cuando te ven con la sotana.

– Paño de primera. -Floro Bloom levantó sin esfuerzo una gran caja de botellas y la llevó a la barra-. Sastrería eclesiástica y militar. ¿Sabes cuántos años hace que tengo esta sotana? Dieciocho. Confección a medida. Fue lo único que me llevé cuando me expulsaron del Seminario. Ideal para guardapolvo y bata de casa. ¿Tienes hora?

– Las ocho.

– Pues habrá que ir abriendo. -Floro se quitó la sotana con un suspiro de tristeza-. Me pregunto si el joven Biralbo vendrá a tocar esta noche.

– ¿A quién traería ayer?

– A una mujer fantasma y casta. -Floro Bloom levantó una cortina y me señaló el camastro que él o yo usábamos algunas veces-. No se acostó con ella. Por lo menos aquí. De modo que hay una sola posibilidad: la bella Lucrecia.

– Así que lo sabíais -dijo Biralbo: como a todo el que ha vivido absorto en una pasión excesiva le sorprendía descubrir que otros tuvieran noticia de lo que para él había sido un estado íntimo de su conciencia. Y era mayor la sorpresa porque le obligaba a modificar un recuerdo lejano-. Pero Floro no me dijo nada entonces.

– Se sentía dolido. «Desleales», me decía, «yo que les hice de tercero en los malos tiempos y ahora se ocultan de mí».

– No nos ocultábamos. -Biralbo hablaba como si el dolor todavía pudiera rozarlo-. Se ocultaba ella. Tampoco yo la veía.

– Pero hicisteis aquel viaje juntos.

– Yo no llegué a terminarlo. Tardé un año en ir a Lisboa.

Sigo escuchando la canción: como una historia que me han contado muchas veces agradezco cada pormenor, cada desgarradura y cada trampa que me tiende la música, distingo las voces simultáneas de la trompeta y del piano, casi las guío, porque a cada instante sé lo que en seguida va a sonar, como si yo mismo fuera inventando la canción y la historia a medida que la escucho, lenta y oblicua, como una conversación espiada desde otro lado de una puerta, como la memoria de aquel último invierno que pasé en San Sebastián. Es cierto, hay ciudades y rostros que uno sólo conoce para después perderlos, nada nos es devuelto nunca, ni lo que no tuvimos, ni lo que merecíamos.

– Fue como despertar de pronto -dijo Biralbo-. Como cuando te has dormido a mediodía y despiertas al anochecer y no reconoces la luz ni sabes dónde estás, ni quién eres. Le ocurre a los enfermos en los hospitales, me lo contó Billy Swann en aquel sanatorio de Lisboa. Se despertó y creía que estaba muerto y que soñaba que vivía, que aún era Billy Swann. Como en aquella historia de los durmientes de Éfeso que tanto le gustaba a Floro Bloom, ¿te acuerdas? Cuando Lucrecia se marchó yo apagué las luces del Lady Bird y salí a la calle; y de pronto habían pasado tres años, justo entonces, en los cinco últimos minutos. Oía su voz diciéndomelo muchas veces seguidas mientras iba a mi casa: «Han pasado tres años.» Todavía puedo oírla si cierro los ojos.

Dijo que más que al dolor o a la soledad despertó a la sorpresa de un mundo y de un tiempo que carecían de resonancias, como si desde entonces debiera vivir para siempre en el interior de una casa acolchada: la ciudad, la música, su memoria, su vida, se habían entramado desde que conoció a Lucrecia en un juego de correspondencias o de símbolos que se sostenían tan delicadamente entre sí, me dijo, como los instrumentos de una banda de jazz. Billy Swann solía decirle que lo que importa en la música no es la maestría, sino la resonancia: en un espacio vacío, en un local lleno de voces y de humo, en el alma de alguien. ¿No es eso, una pura resonancia, un instinto de tiempo y de adivinación, lo que sucede en mí cuando escucho aquellas canciones que Billy Swann y Biralbo tocaron juntos, Burma o Lisboa ?

Bruscamente le había sobrevenido el silencio: sintió que en él se desvanecían los últimos años de su vida como ruinas derrumbadas en el fondo del mar. De ahora en adelante el mundo ya no sería un sistema de símbolos que aludieran a Lucrecia. Cada gesto y deseo y cada canción que tocara se agotarían en sí mismos como una llama que se extingue sin dejar cenizas. En unos pocos días o semanas Biralbo se creyó autorizado a dar el nombre de renuncia o de serenidad a aquel desierto sin voces. El orgullo y el hábito de la soledad le ayudaban: porque cualquier gesto que hiciera inevitablemente contendría una súplica, no iba a buscar a Lucrecia, ni a escribirle, ni a beber en los bares próximos a su casa. Con inflexible puntualidad llegaba al colegio todas las mañanas y a las cinco de la tarde volvía a casa en el Topo leyendo el periódico o mirando en silencio los veloces paisajes de las afueras. Dejó de escuchar discos: cada canción que oía, las que más amaba, las que sabía tocar con los ojos cerrados, eran ya el testimonio de una estafa. Cuando bebía mucho imaginaba cartas larguísimas que nunca llegó a escribir y se quedaba mirando obstinadamente el teléfono. Recordó una noche de varios años atrás: acababa de conocer a Lucrecia y concebía livianamente la posibilidad de acostarse con ella, pero sólo habían conversado tres o cuatro veces, en el Lady Bird, en una mesa del Viena. Llamaron a la puerta, le extrañó, porque ya era muy tarde. Cuando abrió, Lucrecia estaba frente a él, del todo inesperada, disculpándose, ofreciéndole algo, un libro o un disco que al parecer le prometió y que Biralbo no recordaba.

Contra su voluntad se estremecía cada vez que sonaba el timbre del teléfono o el de la puerta y luego renegaba de sí mismo por haberse concedido la debilidad moral de suponer que tal vez era Lucrecia quien llamaba. Una noche fuimos a verlo Floro Bloom y yo. Cuando nos abrió noté en su mirada el estupor de quien ha pasado solo muchas horas. Mientras avanzábamos por el pasillo Floro Bloom alzó solemnemente entre las dos manos una botella de whisky irlandés imitando al mismo tiempo el sonido de una campanilla.

– Hoc est enim corpus meum -dijo, mientras servía las copas-. Hic est enim calix sanguinis mei . Pura malta, Biralbo, recién traído de la vieja Irlanda.

Biralbo puso música. Dijo que había estado enfermo. Con aire de alivio fue a la cocina para buscar hielo. Se movía en silencio, con hospitalidad inhábil, sonriendo únicamente con los labios a las bromas de Floro, que se había instalado en una mecedora exigiendo aperitivos y naipes de póquer.

– Lo sospechábamos, Biralbo -dijo-. Y como hoy tengo cerrado el bar decidimos venir a cultivar contigo algunas obras de misericordia: dar de beber al sediento, corregir al que yerra, visitar al enfermo, enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester… ¿Has menester buen consejo, Biralbo?

Tengo un recuerdo inexacto de aquella noche: me sentía incómodo, me emborraché en seguida, perdí al póquer, hacia medianoche sonó el teléfono en la habitación llena de humo. Floro Bloom me miró de soslayo, la cara encendida por el whisky. Cuando bebía tanto parecían más pequeños y más azules sus ojos. Biralbo tardó un poco en contestar: por un momento nos miramos los tres como si hubiéramos estado esperando la llamada.

– Hagamos tres tiendas -dijo Floro mientras Biralbo iba hacia el teléfono. Me pareció que llevaba mucho tiempo sonando y que estaba a punto de callar-. Una para Elías, otra para Moisés…

– Soy yo -dijo Biralbo, mirándonos con recelo, asintiendo a algo que no quería que supiéramos-. Sí. Ahora mismo. Iré en un taxi. Tardo quince minutos.

– Es inútil -dijo Floro. Biralbo había colgado el teléfono y encendía un

cigarrillo-. No consigo recordar para quién era la otra tienda…

– Tengo que irme. -Biralbo buscó dinero en sus bolsillos, guardó el tabaco, no le importaba que estuviéramos allí-. Vosotros quedaos si os apetece, hay cerveza en la cocina. A lo mejor vuelvo tarde.

– Malattia d'amore… -dijo Floro Bloom de manera que sólo yo pudiese oírlo. Biralbo ya se había puesto la chaqueta y se peinaba apresuradamente ante el espejo del pasillo. Oímos que cerraba con violencia la puerta y luego el ruido del ascensor. No había pasado ni un minuto desde que sonó el teléfono y Floro Bloom y yo estábamos solos y de pronto éramos intrusos en la casa y en la vida de otro-. Dar posada al peregrino. -Melancólicamente Floro dejaba gotear sobre su copa la botella vacía-. Míralo: lo llama y acude como un perro. Se peina antes de salir. Abandona a sus mejores amigos…

Desde una ventana vi salir a Biralbo y caminar como una sombra que huyera entre la llovizna hacia el lugar donde se alineaban las luces verdes de los taxis. «Ven. Ven cuanto antes», le había suplicado Lucrecia con una voz que él no conocía, quebrada por el llanto o el miedo, como extraviada en una oscuridad letal, en la ciudad lejana y sitiada por el invierno, tras alguna de las ventanas y de las luces insomnes que yo seguía mirando desde la casa de Biralbo mientras él avanzaba alojado de nuevo en la penumbra de un taxi, comprendiendo tal vez que un impulso más fuerte que el amor y del todo ajeno a la ternura, pero no al deseo ni a la soledad, seguía uniéndolo a Lucrecia, a pesar de ellos mismos, contra su voluntad y su razón, contra cualquier clase de esperanza.

Al bajar del taxi vio una sola luz encendida en lo más alto de la fachada oscura. Alguien estaba en la ventana y se apartó de ella cuando Biralbo quedó solo bajo las luces de la calle. Subió a saltos por una escalera interminable. Estaba jadeando y le temblaban las manos cuando pulsó el timbre de la puerta. Nadie le vino a abrir, tardó un poco en darse cuenta de que sólo estaba entornada. Llamando en voz baja a Lucrecia la empujó. Al fondo del pasillo brillaba una luz tras cristales opacos. Olía intensamente a humo de cigarro y a un perfume de mujer que no era de Lucrecia. Cuando Biralbo abrió la puerta de la habitación iluminada sonó como un disparo el timbre del teléfono. Estaba en el suelo, junto a la máquina de escribir, entre un desorden de libros y de papeles manchados por las huellas de unos zapatos muy grandes. Siguió sonando con una especie de obstinada crueldad mientras Biralbo examinaba el dormitorio vacío, todavía cálido y con la cama deshecha, el cuarto de baño, donde vio el albornoz azul de Lucrecia, la lívida cocina llena de vasos sin fregar. Volvió al comedor: durante un segundo creyó que el teléfono ya no seguiría sonando, se estremeció al oír un nuevo timbrazo más largo y más agudo. Al inclinarse para cogerlo advirtió que uno de aquellos papeles sucios de pisadas era una carta que él había escrito a Lucrecia. Oyó su voz. Le pareció que hablaba tapando con la mano el auricular.

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