– Míralo -dijo Biralbo-. Mira cómo sonríe.
Me acerqué a él y aparté ligeramente la cortina para mirar a la calle. En la otra acera, inmóvil y más alto que quienes pasaban a su lado, Toussaints Morton miraba y sonreía como aprobándolo todo: la noche de Madrid, el frío, las mujeres quietas que fumaban cerca de él, al filo de la acera, apoyadas en un indicador de dirección, en la pared de la Telefónica.
– ¿Sabe que estamos aquí? -me aparté del balcón: me había parecido que la mirada de Toussaints Morton me alcanzaba, desde lejos.
– Seguro -dijo Biralbo-. Quiere que yo lo vea. Quiere que sepa que me ha encontrado.
– ¿Por qué no sube?
– Tiene orgullo. Quiere darme miedo. Lleva dos días ahí.
– No veo a su secretaria.
– Tal vez la ha mandado al Metropolitano. Por si yo salgo por otra puerta. Lo conozco. Todavía no quiere atraparme. Por ahora sólo pretende que yo sepa que no puedo escaparme de él.
– Apagaré la luz.
– Da igual. Él sabrá que seguimos aquí.
Biralbo echó del todo las cortinas y se sentó en la cama sin soltar el revólver. La habitación se me volvía cada vez más pequeña y oscura bajo la sucia luz de las mesas de noche. Sonó entonces el teléfono: era un modelo antiguo, negro y muy anguloso, de aspecto funeral. Parecía únicamente concebido para transmitir desgracias. Biralbo lo tenía al alcance de la mano: se lo quedó mirando y luego me miró a mí mientras sonaba, pero no lo descolgó. Yo deseaba que cada timbrazo fuera el último, pero volvía a repetirse tras un segundo de silencio, más estridente aún y más tenaz, como si lleváramos horas escuchando. Al fin cogí el teléfono: pregunté quién era y no me contestó nadie, luego escuché un pitido intermitente y agudo. Biralbo no se había movido de la cama: estaba fumando y ni siquiera me miraba, comenzó a silbar una lenta canción al mismo tiempo que expulsaba el humo. Me asomé al balcón. Toussaints Morton ya no estaba en la acera de la Telefónica.
– Volverá -dijo Biralbo-. Siempre vuelve.
– ¿Qué quiere de ti?
– Algo que yo no tengo.
– ¿Vas a ir al Metropolitano esta noche?
– No me apetece tocar. Llama tú de mi parte y pregunta por Mónica. Dile que estoy enfermo.
Hacía un calor insano en la habitación, el aire caliente zumbaba en los acondicionadores, pero Biralbo no se había quitado el abrigo, parecía que de verdad estuviera enfermo. Siempre lo veo con él en mis recuerdos de aquellos últimos días, siempre tendido en la cama, o fumando tras las cortinas del balcón, la mano derecha en el bolsillo del abrigo, buscando el tabaco, acaso la culata de su revólver. En el armario guardaba un par de botellas de whisky. Bebíamos en los vasos opacos del lavabo, metódicamente, sin atención ni placer, el whisky sin hielo me quemaba los labios, pero yo seguía bebiendo y casi nunca decía nada, sólo escuchaba a Biralbo y miraba de vez en cuando hacia la otra acera de la Gran Vía, buscando la alta figura de Toussaints Morton, estremeciéndome al confundirlo con cualquiera de los hombres de piel oscura que se detenían en las esquinas al anochecer. Desde la calle subía el miedo hacia mí como un sonido de sirenas lejanas: era una sensación de intemperie, de soledad y viento frío de invierno, como si los muros del hotel y sus puertas cerradas ya no pudieran defenderme.
Pero Biralbo no tenía miedo: no podía tenerlo, porque no le importaba lo que ocurriera en el exterior, al otro lado de la calle, tal vez mucho más cerca, en los corredores de su hotel, detrás de la puerta, cuando sonaban pasos amortiguados y llaves girando en una cerradura muy próxima y era un huésped desconocido e invisible al que luego oíamos toser en la habitación contigua. Con frecuencia limpiaba su revólver empleando en ello la desocupada atención de quien se lustra los zapatos. Recuerdo la marca inscrita en el cañón: Colt trooper 38. Tenía la extraña belleza de una navaja recién afilada, en su forma reluciente había una sugestión de irrealidad, como si no fuera un revólver que súbitamente podía disparar o matar, sino un símbolo de algo, letal en sí mismo, en su recelosa inmovilidad, igual que un frasco de veneno guardado en un armario.
Había pertenecido a Lucrecia. Ella lo trajo de Berlín, era un atributo de su nueva presencia, como el pelo tan largo y las gafas oscuras y la inexpresada voluntad de sigilo y de incesante huida. Volvió cuando Biralbo ya había dejado de esperarla: no vino del pasado ni del Berlín ilusorio de las postales y las cartas, sino de la pura ausencia, del vacío, investida de otra identidad tan ligeramente perceptible en su rostro de siempre como el acento extranjero con que entonaba ahora algunas palabras. Volvió una mañana de noviembre: el teléfono despertó a Biralbo, y al principio no reconoció aquella voz, porque también la había olvidado, como el color exacto de los ojos de Lucrecia.
– A la una y media -dijo ella-. En ese bar del paseo Marítimo. La Gaviota. ¿Te acuerdas?
Biralbo no se acordaba: colgó el teléfono y miró el despertador como si volviera de un sueño: eran las doce y media de una mañana gris y enrarecida por la doble extrañeza de no haber ido al trabajo y de escuchar la voz de Lucrecia, reciente aún, recobrada, casi desconocida, no imposible al cabo de los años y de la lejanía, sino instalada en un punto preciso de la realidad, en un minuto accesible y futuro, la una y media, había dicho ella, y luego el nombre del bar y una liviana despedida que confirmaba su ingreso en el territorio de las citas posibles, de los rostros que no es necesario imaginar porque basta una llamada de teléfono para invocar su presencia. Ahora el tiempo comenzó a avanzar para Santiago Biralbo a una velocidad que le era desconocida y lo volvía inhábil, como si estuviera tocando con músicos demasiado rápidos para él. Su propia lentitud se había traspasado a las cosas, de modo que el calentador de la ducha parecía que nunca fuera a encenderse y la ropa limpia había desaparecido del armario donde siempre estuvo, y el ascensor estaba ocupado y tardaba horas en subir, y no había taxis en el barrio, en ningún lugar de la ciudad, nadie esperaba un tren en la estación del Topo.
Notó que esa suma de contratiempos menores lo distraía de pensar en Lucrecia: quince minutos antes de que concluyeran los tres años de su ausencia, mientras Biralbo buscaba un taxi, Lucrecia estuvo más lejos que nunca de su pensamiento. Sólo cuando subió al taxi y dijo a dónde iba recordó estremeciéndose de miedo que verdaderamente estaba citado con ella, que iba a verla igual que veía sus propios ojos asustados en el retrovisor. Pero no era su propia cara la que estaba mirando, sino otra cuyos rasgos le resultaban parcialmente extraños, porque era la que iba a ser mirada por Lucrecia, juzgada por ella, interrogada en busca de esas señales del tiempo que sólo ahora Biralbo era capaz de advertir, como si pudiera verse a sí mismo desde los ojos de Lucrecia.
Aun antes de encontrarse con ella lo imantaba su presencia invisible, porque la premura y el miedo también eran Lucrecia, y la sensación de abandonarse a la velocidad del taxi, como en el pasado, como cuando acudía a una cita en la que durante media hora iba a jugarse clandestinamente la vida. Pensó que en los últimos tres años el tiempo había sido una cosa inmóvil, como el espacio cuando se viaja de noche por llanuras sin luces. Había medido su duración por la distancia entre las cartas de Lucrecia, porque los otros actos de su vida se le representaban en la negligente memoria como figuras en un relieve plano, como incisiones o manchas en la pared que miraba muy fijo cuando se acostaba y no dormía. Ahora, en el taxi, no había pormenor que no fuese único y arrasado por el tiempo y desvanecido en él: en el tiempo imperioso que otra vez debía medir por minutos y aun por fracciones de segundo, en el reloj que había ante él, a un lado del volante, en el de la iglesia por donde pasó a la una y veinte, en el que imaginaba ya en la muñeca de Lucrecia, secreto y asiduo como el latido de su sangre. Igual que había recobrado la seguridad increíble de que Lucrecia existía recobraba el miedo a llegar tarde: también a haber engordado y a haberse envilecido, a ser indigno del recuerdo de ella o infiel a los vaticinios de su imaginación.
El taxi entró en la ciudad, costeó las alamedas del río, cruzó la avenida de los Tamarindos y los callejones húmedos de la Parte Vieja y surgió bruscamente en el paseo Marítimo, frente a un ilimitado mediodía gris surcado de gaviotas suicidas entre la llovizna. Un hombre impasible y solo, con abrigo oscuro y sombrero terciado sobre la cara, estaba mirando el mar como si contemplara el fin del mundo. Ante él, al otro lado de la barandilla, las olas saltaban sobre los rompientes en altas erupciones de espuma. Biralbo creyó ver que el hombre cobijaba un cigarrillo en la mano ahuecada para defenderlo del viento. Pensó: yo soy ese hombre. El bar donde lo había citado Lucrecia estaba sobre un acantilado que se internaba en el mar. Vio el brillo de sus cristaleras al doblar una curva. De pronto la vida entera de Biralbo cabía en los dos minutos que faltaban para que se detuviera el taxi. Sobre las crestas grises de las olas se mecían gaviotas inmóviles. Al verlas desde la ventanilla Biralbo recordó al hombre del abrigo oscuro: tenía en común con ellas la indiferencia ante el desastre. Pero ése era un modo de no pensar en el hecho pavoroso de que le quedaban segundos para encontrarse con Lucrecia. El taxista se detuvo a un lado del paseo y se quedó mirando a Biralbo en el retrovisor. «La Gaviota», dijo casi con solemnidad: «Hemos llegado.»
A pesar de las grandes cristaleras del fondo, en La Gaviota había una opacidad de encuentros clandestinos, de whisky a deshoras y prudente alcoholismo. Las puertas automáticas se abrieron silenciosamente ante Biralbo. Vio mesas limpias y desiertas con manteles a cuadros, y una barra muy larga en la que no había nadie. Al otro lado de las cristaleras estaba la isla coronada por el faro, y tras ella la lejanía gris de los acantilados y el mar, el verde oscuro de las colinas sesgadas por la niebla. Serenamente, como si fuera otro, recordó una canción: Stormy weather. Eso le hizo acordarse de Lucrecia.
Pensó que había llegado tarde: que había equivocado la hora o el lugar de la cita. De perfil contra el remoto paisaje enturbiado a veces por las salpicaduras de la espuma una mujer fumaba ante una copa ancha y translúcida de la que no bebía. El pelo muy largo y las gafas oscuras le tapaban la cara. Se puso en pie, dejó las gafas en la mesa. «Lucrecia», dijo Biralbo, sin moverse aún, pero no la estaba llamando, incrédulamente la nombraba.