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No imagino estas cosas, no busco sus pormenores en las palabras que me ha dicho Biralbo. Las veo como desde muy lejos, con una precisión que no debe nada ni a la voluntad ni a la memoria. Veo la lentitud de su abrazo tras los ventanales de La Gaviota, en la luz pálida de aquel mediodía de San Sebastián, como si en aquel instante yo hubiera estado caminando por el paseo Marítimo y hubiera visto de soslayo que un hombre y una mujer se abrazaban en un bar desierto. Lo veo todo desde el porvenir, desde las noches de recelo y alcohol en el hotel de Biralbo, cuando él me contaba el regreso de Lucrecia procurando entibiarlo con una ironía desmentida por la expresión de sus ojos, por el revólver que guardaba en la mesa de noche.

Al abrazar a Lucrecia notó en su pelo un olor que le era extraño. Se apartó para mirarla bien y lo que vio no fue el rostro que sus recuerdos le negaron durante tres años ni los ojos cuyo color tampoco ahora podía precisar, sino la pura certidumbre del tiempo: estaba mucho más delgada que entonces y la melena oscura y la fatigada palidez de los pómulos le afilaban los rasgos. La cara de uno es un vaticinio que siempre acaba por cumplirse. La de Lucrecia le pareció más desconocida y más hermosa que nunca porque contenía las señales de una plenitud que tres años atrás sólo estaba anunciada y que al cumplirse hacía que se dilatara sobre ella el amor de Biralbo. En otro tiempo Lucrecia solía vestirse de colores vivos y se cortaba siempre el pelo a la altura de los hombros. Ahora llevaba un pantalón negro muy ceñido, que acentuaba su delgadez, y un sumario anorak gris. Ahora fumaba cigarrillos americanos y bebía más velozmente que Biralbo, apurando las copas con determinación masculina. Lo vigilaba todo tras los cristales de sus gafas oscuras: se echó a reír cuando Biralbo le preguntó qué significaba la palabra Burma. Nada, le dijo, un sitio de Lisboa: había usado el reverso de aquel plano fotocopiado porque le apetecía escribirle y no encontraba papel.

– Ya no volvió a apetecerte -dijo Biralbo, sonriendo, para atenuar la queja inútil, la reprobación que él mismo advertía en su voz.

– Todos los días. -Lucrecia se echó el pelo hacia atrás, conteniéndolo con las manos apoyadas en las sienes-. Todos los días y a todas horas sólo pensaba en escribirte. Te escribía aunque no lo hiciera. Te iba contando todas las cosas a medida que me sucedían. Todas, incluso las peores. Incluso las que ni yo misma habría querido saber. Tú también dejaste de escribirme.

– Sólo cuando me devolvieron una carta.

– Me marché de Berlín.

– ¿En enero?

– ¿Cómo lo sabes? -Lucrecia sonrió: jugaba con un cigarrillo sin encender, con las gafas. En su atenta mirada había una distancia más definitiva y gris que la de la ciudad tendida en la bahía, dispersa tras las colinas y la bruma.

– Billy Swann te vio entonces. Acuérdate.

– Tú te acuerdas de todo. Siempre me daba miedo tu memoria.

– No me dijiste que pensabas separarte de Malcolm.

– No lo pensaba: una mañana me desperté y lo hice. Aún no ha terminado de creérselo.

– ¿Sigue en Berlín?

– Supongo. -En la mirada de Lucrecia había una resolución que por primera vez ignoraba la duda y el miedo: también la piedad, pensó Biralbo-. Pero no he sabido nada de él desde entonces.

– ¿A dónde te fuiste? -A Biralbo le daba miedo preguntar. Notaba que iba a llegar a un límite tras el que ya no se atrevería a seguir. Sin eludir su mirada Lucrecia guardó silencio: podía negar algo sin decir que no ni mover la cabeza, sólo mirando fijamente a los ojos.

– Quería ir a cualquier sitio donde él no estuviera. Ni él ni sus amigos.

– Uno de ellos estuvo aquí -dijo lentamente Biralbo-. Toussaints Morton.

Lucrecia hizo un brevísimo gesto de alarma que no llegó a conmover su mirada ni la línea delgada y rosa de sus labios. Por un instante miró en torno suyo como si temiera ver a Toussaints Morton sentado a una mesa cercana, acodado en la barra, sonriendo tras el humo de uno de sus chatos cigarros.

– Este verano, en julio -continuó Biralbo-. Creía que tú estabas en San Sebastián. Me dijo que erais grandes amigos.

– Él no es amigo de nadie, ni siquiera de Malcolm.

– Estaba seguro de que tú y yo vivíamos juntos -dijo Biralbo con melancolía y pudor, y cambió de tono en seguida-. ¿Tiene negocios con Malcolm?

– Trabaja solo, con esa secretaria suya, Daphne. Malcolm era una especie de asalariado. Malcolm ha sido siempre la mitad de importante de lo que él mismo piensa.

– ¿Te amenazó?

– ¿Malcolm?

– Cuando le dijiste que te ibas.

– No dijo nada. No se lo creía. No podía creer que una mujer lo dejara. Aún estará esperándome.

– A Billy Swann le pareció que tenías miedo de algo cuando fuiste a verle.

– Billy Swann bebe mucho. -Lucrecia sonrió de una manera que Biralbo desconocía: era como su forma de apurar una copa o de sostener un cigarro, señales del tiempo, de la tibia extrañeza, de una antigua lealtad gastada en el vacío-. No puedes imaginar mi alegría cuando supe que estaba en Berlín. No quería oírlo tocar, sólo que me hablara de ti.

– Ahora está en Copenhague. Me llamó el otro día: lleva seis meses sin beber.

– ¿Por qué no estás tú con él?

– Tenía que esperarte.

– No me voy a quedar en San Sebastián.

– Tampoco yo. Ahora puedo irme.

– Ni siquiera sabías que yo fuera a volver.

– A lo mejor es que no has vuelto.

– Estoy aquí. Soy Lucrecia. Tú eres Santiago Biralbo.

Lucrecia alargó sus manos sobre la mesa hasta unirlas con las de Biralbo, que permanecieron inmóviles. Le tocó la cara y el pelo como para reconocerlo con una certeza que no lograba la mirada. Acaso no la conmovía la ternura, sino la sensación de una mutua orfandad. Dos años más tarde, en Lisboa, durante una noche y un amanecer de invierno, Biralbo iba a aprender que eso era lo único que los vincularía siempre, no el deseo ni la memoria, sino el abandono, sino la seguridad de estar solos y de no tener ni la disculpa del amor fracasado.

Lucrecia miró su reloj, aún no dijo que debía marcharse. Ése fue casi el único gesto que él reconoció, la única inquietud de otro tiempo que recobraba intacta. Pero ahora Malcolm no estaba, no había razón para la clandestinidad y la premura. Lucrecia guardó los cigarrillos y el mechero y se puso las gafas.

– ¿Sigues tocando en el Lady Bird?

– Casi nunca. Pero si quieres tocaré esta noche. A Floro Bloom le gustará verte. Siempre me preguntaba por ti.

– No quiero ir al Lady Bird -dijo Lucrecia, ya en pie, subiéndose la cremallera del anorak-. No quiero ir a ningún sitio que me recuerde aquellos tiempos.

No se besaron al decirse adiós. Igual que hacía tres años, Biralbo vio cómo se alejaba el taxi donde ella iba, pero esta vez Lucrecia no se volvió para seguir mirándolo desde la ventanilla trasera.

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