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Capítulo XI

A las doce en punto de la noche se atenuaban las luces y el rumor de las conversaciones en el Metropolitano y un resplandor rojo y azul circundaba el espacio donde iban a tocar los músicos. Con un aire tranquilo de veteranía y eficacia, como gángsters que se disponen a ejecutar un crimen a la hora acordada, los miembros del Giacomo Dolphin Trio, acodados en una esquina de la barra a la que sólo la camarera rubia o yo nos acercábamos, apuraban sus copas y sus cigarrillos e intercambiaban contraseñas. El contrabajista se movía con la solemnidad de una doncella negra. Sonriendo con lentitud y desgana se acomodaba en un taburete y apoyaba en su hombro izquierdo el mástil del contrabajo, examinando a los espectadores como si no conociera otra virtud que la condescendencia. Buby, el baterista, se instalaba ante los tambores con pericia y sigilo de luchador sonámbulo, rozándolos circularmente con las escobillas, sin golpearlos aún, como si fingiera que tocaba. Nunca bebía alcohol: al alcance de su mano había siempre un refresco de naranja. «Buby es un puritano», me había dicho Biralbo, «sólo toma heroína». En cuanto a él, Biralbo, era el último en abandonar la barra y el vaso de whisky. Con el pelo crespo, con las gafas oscuras, con los hombros caídos y las manos agitándose a los costados como las de un pistolero, andaba despacio hacia el piano sin mirar a nadie y con un gesto brusco abarcaba el teclado extendiendo los dedos al mismo tiempo que se sentaba ante él. Se hacía el silencio: yo lo oía chasquear rítmicamente los dedos y golpear el suelo con el pie y sin previo aviso comenzaba la música, como si en realidad llevara mucho tiempo sonando y sólo entonces nos fuera permitido escucharla, sin preludio, sin énfasis, sin principio ni fin, igual que se escucha súbitamente la lluvia al salir a la calle o abrir la ventana una noche de invierno.

Me hipnotizaba sobre todo la inmovilidad de sus miradas y la rapidez de sus manos, de cada parte de sus cuerpos donde pudiera manifestarse visiblemente el ritmo: las cabezas, los hombros, los talones, todo en ellos tres se movía con el instinto de simultaneidad con que se mueven latiendo las branquias y las aletas de los peces en el espacio cerrado de un acuario. Parecía que no ejecutaban la música, que eran dócilmente poseídos y traspasados por ella, que la impulsaban hacia nuestros oídos y nuestros corazones en las ondas de aire con el sereno desdén de una sabiduría que ni siquiera ellos dominaban, que latía incesante y objetiva en la música como la vida en el pulso o el miedo y el deseo en la oscuridad. Sobre el piano, junto a la copa de whisky, Biralbo tenía un papel cualquiera en el que había apuntado a última hora los títulos de las canciones que debían tocar. Con el tiempo yo aprendí a reconocerlas, a esperar la tranquila furia con que desbarataban su melodía para volver luego a ella como un río a su cauce después de una inundación, y a medida que las escuchaba iba logrando de cada una de ellas la explicación de mi vida y hasta de mi memoria, de lo que había deseado en vano desde que nací, de todas las cosas que no iba a tener y que reconocía en la música tan exactamente como los rasgos de mi cara en un espejo.

Al tocar levantaban resplandecientes arquitecturas translúcidas que caían derribadas luego como polvo de vidrio o establecían largos espacios de serenidad que lindaban con el puro silencio y se encrespaban inadvertidamente hasta herir el oído y envolverlo en un calculado laberinto de crueldad y disonancia. Sonriendo, con los ojos entornados, como si fingieran inocencia, regresaban luego a una quietud como de palabras murmuradas. Siempre había un instante de estupor y silencio antes de que comenzaran los aplausos.

Mirando a Biralbo, inescrutable y solo, cínico, feliz tras las gafas oscuras, observando desde la barra del Metropolitano la elegancia inmutable y apátrida de sus gestos, yo me preguntaba si aquellas canciones seguirían aludiendo a Lucrecia, Burma: Fly me to the moon, Just one of those things, Alabama song, Lisboa . Creía que me bastaba repetir sus nombres para entenderlo todo. Por eso he tardado tanto en comprender lo que una noche él me dijo: que la autobiografía es la perversión más sucia que puede cometer un músico mientras está tocando. De modo que me hacía falta recordar que él ya no se llamaba Santiago Biralbo, sino Giacomo Dolphin, entre otras cosas porque me había advertido que siempre lo llamara así ante los demás. No, no era sólo una argucia para eludir quién sabe qué indagaciones de la policía: desde hacía más de un año ése era su único y verdadero nombre, la señal de que había roto con temeraria disciplina el maleficio del pasado.

Entre San Sebastián y Madrid su biografía era un espacio en blanco cruzado por el nombre de una sola ciudad, Lisboa, por las fechas y los lugares de grabación de algunos discos. Sin despedirse de Floro Bloom ni de mí -no me dijo que se iba la última noche que bebimos juntos en el Lady Bird- había desaparecido de San Sebastián con la resolución y la cautela de quien se marcha para siempre. Durante casi un año vivió en Copenhague. Su primer disco con Billy Swann fue grabado allí: en él no estaban Burma ni Lisboa. Después de viajar esporádicamente por Alemania y Suecia, el cuarteto de Billy Swann, incluyendo a quien aún no se llamaba Giacomo Dolphin, tocó en varios locales de Nueva York hacia mediados de 1984. Por los anuncios de una revista que encontré entre los papeles de Biralbo supe que durante el verano de aquel año, el trío de Giacomo Dolphin -pero ese nombre todavía no figuraba en su pasaporte- estuvo tocando regularmente en varios clubes de Quebec. (Al leer eso me acordé de Floro Bloom y de las ardillas que acudían a comer de su mano y me ganó un duradero sentimiento de gratitud y destierro.) En septiembre de 1984 Billy Swann no acudió a cierto festival de Italia porque lo habían ingresado en una clínica francesa. Dos meses después, otra revista desmentía que hubiera muerto, aduciendo como prueba su inmediata participación en un concierto organizado en Lisboa. No estaba previsto que Santiago Biralbo tocara con él. No lo hizo: el pianista que acompañó a Billy Swann la noche del 12 de diciembre, en un teatro de Lisboa, era, según los periódicos, un músico de origen irlandés o italiano que se llamaba Giacomo Dolphin.

A principios de aquel mes de diciembre él estaba en París, sin hacer nada, sin caminar siquiera por la ciudad, que lo aburría, leyendo novelas policíacas en la habitación de un hotel, bebiendo hasta muy tarde en clubes llenos de humo y sin hablar con nadie, porque el francés siempre le había dado pereza, me dijo que se cansaba en seguida de hablarlo, como de beber ciertos licores muy dulces. Estaba en París como podía estar en cualquier otra parte, solo, esperando vagamente un contrato que no acababa de llegarle, pero tampoco eso le importaba mucho, incluso prefería que tardaran unas semanas en llamarlo, de modo que cuando sonó el teléfono fue como oír un despertador indeseado. Era uno de los músicos de Billy Swann, Oscar, el contrabajista, el mismo que luego tocaría con él en el Metropolitano. Llamaba desde Lisboa, y su voz sonaba lejanísima, Biralbo tardó en entender lo que le decía, que Billy Swann estaba muy enfermo, que los médicos temían que se muriera. Había vuelto a beber en los últimos tiempos, dijo Oscar, bebía hasta perder el conocimiento y seguía bebiendo cuando se despertaba de una borrachera. Un día se desplomó junto a la barra de un bar y tuvieron que llevarlo en una ambulancia a una de esas clínicas para locos y borrachos, un sanatorio antiguo, fuera de Lisboa, un lugar que parecía un castillo colgado en la ladera de una colina boscosa. Sin recobrar del todo el conocimiento llamaba a Biralbo o le hablaba como si estuviera sentado junto a su cama, preguntaba por él, pedía que le avisaran, que no le dijesen nada, que viniera cuanto antes para tocar con él. «Pero es probable que ya no toque nunca más», dijo Oscar. Biralbo anotó la dirección del sanatorio, colgó el teléfono, guardó en una bolsa la ropa limpia, el pasaporte, las novelas policíacas, su equipaje de apátrida. Iba a viajar a Lisboa, pero aún no asociaba el nombre de esa ciudad donde tal vez Billy Swann iba a morir con el título de una canción que él mismo había compuesto y ni siquiera con un lugar largamente clausurado de su memoria. Sólo unas horas más tarde, en el vestíbulo del aeropuerto, cuando vio Lisboa escrito con letras luminosas en el panel donde se anunciaban los vuelos, recordó lo que esa palabra había significado para él, tanto tiempo atrás, en otra vida, y supo que todas las ciudades donde había vivido desde que se marchó de San Sebastián eran los dilatados episodios de un viaje que tal vez ahora iba a concluir: tanto tiempo esperando y huyendo y al cabo de dos horas llegaría a Lisboa.

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