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– Te llevaré a Lisboa -dijo-. No haré preguntas. Estoy enamorado de ti.

– Vas a volver a San Sebastián. Le devolverás el coche a Floro Bloom. Dile que no lo he olvidado.

– No me importa nadie más que tú. No te pediré nada, ni que seas mi amante.

– Vete con Billy Swann, toma un avión mañana mismo. Vas a ser el mejor pianista negro del mundo.

– Eso no valdrá nada si tú no estás conmigo. Haré lo que tú quieras. Haré que te enamores otra vez de mí.

– Sigues sin entender que yo lo daría todo porque ocurriera eso. Pero lo único que de verdad deseo es morirme. Siempre, ahora, aquí mismo.

Nunca, ni cuando se conocieron, había vislumbrado Biralbo en sus ojos una ternura así: pensó con dolor y orgullo y desesperación que nunca volvería a encontrarla en los ojos de nadie. Al apartarse, Lucrecia lo besó entreabriendo los labios. Dejó que la bata de seda roja se deslizara hacia el suelo y entró desnuda en el cuarto de baño.

Biralbo se acercó a la puerta cerrada. Con la mano inmóvil en el pomo escuchó el rumor del agua. Luego se puso la chaqueta, guardó las llaves, el revólver, tras un instante de duda resuelto por la visión de la sonrisa de Toussaints Morton. La cartera le abultaba desusadamente en el bolsillo: recordó que antes de salir de San Sebastián había retirado del banco todo su dinero. Apartó unos pocos billetes y dejó el resto en la mesa de noche, entre las páginas de un libro. Se volvió cuando ya abría la puerta silenciosamente: había olvidado recoger las cartas de Lucrecia. Un sol horizontal y amarillo relumbraba en los cristales del vestíbulo. Olió a tierra húmeda y a espesura de helechos cuando caminaba hacia el automóvil. Sólo al ponerlo en marcha y aceptar que irremediablemente se iba entendió las últimas palabras que le había dicho Lucrecia y la serenidad con que las pronunció: ahora también él deseaba morir de esa manera apasionada, vengativa y fría en que uno sólo desea lo que es únicamente suyo, lo que sabe que ha merecido siempre.

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