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– Me he librado del chantaje de la felicidad -dijo Biralbo tras un breve silencio, mirando a la camarera, que nos daba la espalda. Desde que empezamos a beber en la barra del Metropolitano yo había estado esperando que nombrara a Lucrecia. Supe que ahora, sin decir su nombre, estaba hablándome de ella. Continuó-: De la felicidad y de la perfección. Son supersticiones católicas. Le vienen a uno del catecismo y de las canciones de la radio.

Dije que no lo entendía: lo vi mirarme y sonreír en el largo espejo del otro lado de la barra, entre las filas de relucientes botellas que atenuaba el humo, la somnolencia del alcohol.

– Sí me entiendes. Seguro que te has despertado una mañana y te has dado cuenta de que ya no necesitabas la felicidad ni el amor para estar razonablemente vivo. Es un alivio, es tan fácil como alargar la mano y desconectar la radio.

– Supongo que uno se resigna -me alarmé, ya no seguí bebiendo. Temía que si continuaba iba a empezar a hablarle de mi vida a Biralbo.

– Uno no se resigna -dijo, en voz tan baja que casi no se notaba en ella la ira-. Ésa es otra superstición católica. Uno aprende y desdeña.

Eso era lo que le había ocurrido, lo que lo había cambiado hasta afilar sus pupilas con el brillo del coraje y del conocimiento, de una frialdad semejante a la de esos lugares vacíos donde se advierte poderosamente una presencia oculta. En aquellos dos años él había aprendido algo, tal vez una sola cosa verdadera y temible que contenía enteras su vida y su música, había aprendido al mismo tiempo a desdeñar y a elegir y a tocar el piano con la soltura y la ironía de un negro. Por eso yo ya no lo conocía: nadie, ni Lucrecia, lo habría reconocido, no era necesario que se hubiera cambiado el nombre y viviera en un hotel.

Serían las dos de la madrugada cuando salimos a la calle, silenciosos y ateridos, oscilando con una cierta indignidad de bebedores tardíos. Mientras lo acompañaba a su hotel -estaba en la Gran Vía, no muy lejos del Metropolitano- fue explicándome que al fin había logrado vivir únicamente de la música. Se ganaba la vida de una manera irregular y un poco errante, tocando casi siempre en los clubs de Madrid, y algunas veces en los de Barcelona, viajando de tarde en tarde a Copenhague o a Berlín, no con tanta frecuencia como cuando vivía Billy Swann. «Pero uno no puede ser sublime sin interrupción y vivir sólo de su música», dijo Biralbo, usando una cita que procedía de los viejos tiempos: también tocaba algunas veces en sesiones de estudio, en discos imperdonables en los que por fortuna no constaba su nombre. «Pagan bien», me dijo, «y cuando uno sale de allí se olvida de lo que ha tocado». Si yo oía un piano en una de esas canciones de la radio era probable que fuese él quien lo tocaba: al decir eso sonrió como si se disculpara ante sí mismo. Pero no era cierto, pensé, él ya nunca iba a disculparse de nada, ante nadie. En la Gran Vía, junto al resplandor helado de los ventanales de la Telefónica, se apartó un poco de mí para comprar tabaco en un puesto callejero. Cuando lo vi volver, alto y oscilante, las manos hundidas en los bolsillos de su gran abrigo abierto y con las solapas levantadas, entendí que había en él esa intensa sugestión de carácter que tienen siempre los portadores de una historia, como los portadores de un revólver. Pero no estoy haciendo una vana comparación literaria: él tenía una historia y guardaba un revólver.

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