Lucrecia dobló la almohada y se recostó en ella, expulsando el humo con los labios muy poco separados, en lentos hilos grises y azules, listados como la penumbra y la luz. Dobló las rodillas y apoyó los pies unidos y descalzos en el borde de la cama.
– ¿Estás seguro de que no quieres venir conmigo?
Biralbo le acariciaba los tobillos: pero no era tanto una caricia como un delicado reconocimiento. Le apartó un poco la camisa, sintiendo todavía en los dedos la humedad de la piel. Volvieron a mirarse: parecía que lo que hicieran sus manos o dijeran sus voces rodeaba la intensidad de sus pupilas tan vanamente como el humo de los cigarrillos.
– Piensa en Morton, Lucrecia. A él y no a la policía es a quien debemos temerle.
– ¿Ésa es la única razón? -Lucrecia le quitó el cigarrillo y lo atrajo hacia ella, tocándole con las yemas de los dedos los labios y la herida de la frente.
– Hay otra.
– Ya lo sabía. Dímela.
– Billy Swann. El día doce tengo que tocar con él.
– Pero será muy peligroso. Alguien puede reconocerte.
– No si uso otro nombre. Procuraré que las luces no me den en la cara.
– No toques en Lisboa. -Lucrecia lo había empujado muy despacio hasta tenderlo junto a ella y le tomó la cara entre sus manos para que no pudiera mirarla-. Billy Swann lo entenderá. Éste no va a ser su último concierto.
– Puede que sí -dijo Biralbo. Cerró los ojos, le besó las comisuras de los labios, los pómulos, el inicio del pelo, en una oscuridad más deseada que la música y más dulce que el olvido.