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A principios de junio le escribió una carta, la última. Un mes más tarde, cuando abrió el buzón, encontró lo que no había visto desde hacía mucho tiempo, lo que ya sólo esperaba por una costumbre más arraigada que su voluntad: un largo sobre con los filos listados en el que estaban escritos el nombre y la dirección de Lucrecia. Sólo cuando ya lo había rasgado ávidamente se dio cuenta de que era la misma carta que unas semanas antes escribió él. Tenía una tachadura o una firma en lápiz rojo y cruzaba su reverso una frase escrita en alemán. Alguien en el Lady Bird se la tradujo: Desconocido en esta dirección .

Volvió a leer su propia carta, que había viajado tan lejos para regresar a él. Pensó sin amargura que llevaba casi tres años escribiéndose a sí mismo, que ya era tiempo de vivir otra vida. Por primera vez desde que conoció a Lucrecia se atrevió a imaginar cómo sería el mundo si ella no existiera, si no la hubiera encontrado nunca. Pero sólo bebiendo una ginebra o un whisky y subiendo luego a tocar el piano del Lady Bird ingresaba indudablemente en el olvido, en su vacía exaltación. Cierta noche de julio un rostro se precisó ante él: un gesto fortuito que actuó en su memoria como esa mano que al posarse sobre una cicatriz revive involuntariamente el dolor crudo de la herida.

La secretaria de Toussaints Morton lo miraba como si tuviera ante sí una pared o un paisaje inmóvil. Volvió a verla unas horas más tarde, aquella misma noche, en la estación del Topo. Era un lugar sucio y mal iluminado, con ese aire de devastación que tienen siempre los vestíbulos de las estaciones antes del amanecer, pero la rubia estaba sentada en un banco como en el diván de un salón de baile, intocada y serena, con un bolso de piel y una carpeta sobre las rodillas. Junto a ella Toussaints Morton mascaba un cigarro y sonreía a las paredes sucias de la estación, a Biralbo, que no recordaba haberlo visto en el Lady Bird. Aquella sonrisa era tal vez un saludo que él prefirió ignorar, le desagradaba la simpatía de los desconocidos. Compró un billete y esperó junto al andén oyendo que el hombre y la mujer hablaban muy quedamente a sus espaldas en una fluida mezcla de francés y de inglés que le resultaba indescifrable. De vez en cuando una poderosa carcajada masculina rompía el murmullo como de corredor de hospital y resonaba en la estación desierta. Con algo de aprensión Biralbo sospechó que el hombre se reía de él, pero no llegó a volverse. Hubo un silencio más largo: supo que lo miraban. No se movieron cuando llegó el tren. Ya en él, Biralbo los miró abiertamente desde su ventanilla y encontró la sonrisa obscena de Toussaints Morton, que movía la cabeza como diciéndole adiós. Los vio levantarse cuando el Topo abandonaba muy lentamente la estación. Debieron de subir a él dos o tres vagones más atrás del que ocupaba Biralbo, porque ya no volvió a verlos aquella noche. Pensó que tal vez continuarían el viaje hasta la frontera de Irún: antes de abrir la puerta de su casa ya se había olvidado de ellos.

Hay hombres inmunes al ridículo y a la verdad que parecen resueltamente consagrados a la encarnación de una parodia. Por aquel tiempo yo pensaba que Toussaints Morton era uno de ellos: muy alto, exageraba su estatura con botas de tacón y usaba chaquetas de cuero y camisas rosadas con amplios cuellos picudos que casi le llegaban a los hombros. Anillos de muy dudosa pedrería y cadenas doradas relumbraban en su piel oscura y en el vello de su pecho. Mascando un cigarro hediondo agrandaba su sonrisa, y llevaba siempre en el bolsillo superior de la chaqueta un largo mondadientes de oro con el que solía limpiarse las uñas, y se las olía luego discretamente, como quien aspira rapé. Un impreciso olor manifestaba su presencia antes de que uno pudiera verlo o cuando acababa, de marcharse: era la mezcla del humo de su tabaco cimarrón y del perfume que envolvía a su secretaria como una, pálida y fría emanación de su melena lisa, de su inmovilidad, de su piel rosada y translúcida.

Ahora, al cabo de casi dos años, yo he vuelto a reconocer ese olor, que ya será para siempre el del pasado y el miedo. Santiago Biralbo lo percibió por primera vez una tarde de verano, en San Sebastián, en el vestíbulo del edificio donde vivía entonces. Se había levantado muy tarde, había comido en un bar cercano y no pensaba ir al centro, porque aquella noche, era miércoles, estaría cerrado el Lady Bird. Caminaba hacia el ascensor sosteniendo todavía la llave del buzón -seguía mirándolo varias veces al día, por si acaso se retrasaba el cartero- cuando una sensación de lejana familiaridad y extrañeza le hizo erguirse y mirar en torno suyo: un segundo antes de identificar el olor vio a Toussaints Morton y a su secretaria felizmente instalados en el sofá del vestíbulo. Sobre las rodillas juntas y desnudas de la secretaria permanecían el mismo bolso y la misma carpeta que llevaba dos o tres noches antes en la estación del Topo. Toussaints Morton abrazaba una gran bolsa de papel de la que sobresalía el cuello de una botella de whisky. Sonreía casi fieramente apretando el cigarro a un lado de la boca, sólo se lo quitó cuando se puso en pie para tenderle una de sus grandes manos a Biralbo: tenía el tacto de la madera bruñida por el uso. La secretaria, Biralbo supo luego que se llamaba Daphne, hizo un gesto casi humano cuando se levantó: echando a un lado la cabeza se apartó el pelo de la cara, le sonrió a Biralbo, únicamente con los labios.

Toussaints Morton hablaba en español como quien conduce a toda velocidad ignorando el código y haciendo escarnio de los guardias. Ni la gramática ni la decencia entorpecieron nunca su felicidad, y cuando no encontraba una palabra se mordía los labios, decía miegda y se trasladaba a otro idioma con la soltura de un estafador que cruza la frontera con pasaporte falso. Pidió disculpas a Biralbo por su intgomisión: se declaró devoto del jazz, de Art Tatum, de Billy Swann, de las tranquilas veladas en el Lady Bird: dijo que prefería la intimidad de los recintos pequeños a la evidente bobería de la muchedumbre -el jazz, como el flamenco, era una pasión de minorías-: dijo su nombre y el de su secretaria, aseguró que regentaba en Berlín un discreto y floreciente negocio de antigüedades, más bien clandestino, sugirió, si uno abre una tienda e instala un rótulo luminoso los impuestos rápidamente lo decapitan. Señaló vagamente la carpeta de su secretaria, la bolsa de papel que él mismo sostenía: en Berlín, en Londres, en Nueva York -sin duda Biralbo había oído hablar de la Nathan Levy Gallery-, Toussaints Morton era alguien en el negocio de los grabados y los libros antiguos.

Daphne sonreía con la placidez de quien escucha el ruido de la lluvia. Biralbo ya había abierto la puerta del ascensor y se disponía a subir solo al piso octavo, un poco aturdido, siempre le ocurría eso cuando hablaba con alguien después de estar solo durante muchas horas. Entonces Toussaints Morton retuvo ostensiblemente la puerta del ascensor apoyando en ella la rodilla y dijo, sonriendo, sin quitarse el cigarro de la boca:

– Lucrecia me habló mucho de usted allá en Berlín. Fuimos grandes amigos. Decía siempre: «Cuando no me quede nadie, todavía me quedará Santiago Biralbo.»

Biralbo no dijo nada. Subieron juntos en el ascensor, manteniendo un difícil silencio únicamente mitigado por la sonrisa irrompible de Toussaints Morton, por la fijeza de las pupilas azules de su secretaria, que miraba la rápida sucesión de los números iluminados como vislumbrando el paisaje creciente de la ciudad y su serena lejanía. Biralbo no les dijo que entraran: se internaron en el corredor de su casa con el complacido interés de quien visita un museo de provincias, examinando aprobadoramente los cuadros, las lámparas, el sofá donde en seguida se sentaron. De pronto Biralbo estaba parado ante ellos y no sabía qué decirles, era como si al entrar en su casa los hubiera encontrado conversando en el sofá del comedor y no acertara a expulsarlos ni a preguntar por qué estaban allí. Cuando pasaba muchas horas solo su sentido de la realidad se le volvía particularmente quebradizo: tuvo una breve sensación de extravío muy semejante a la de algunos sueños, y se vio a sí mismo parado ante dos desconocidos que ocupaban su sofá, intrigado no por el motivo de su presencia sino por los caracteres de la inscripción que había en la medalla de oro que llevaba al cuello Toussaints Morton. Les ofreció una copa: recordó que no tenía nada de beber. Gozosamente Toussaints Morton descubrió la mitad de la botella que traía y señaló la marca con su ancho dedo índice. Biralbo pensó que tenía dedos de contrabajista.

– Lucrecia siempre lo decía: «Mi amigo Biralbo sólo bebe el mejor bourbon.» Me pregunto si éste será lo bastante bueno para usted. Daphne lo encontró y me dijo: «Toussaints, es algo caro, pero ni en Tennessee lo encontrarás mejor.» Y la cuestión es que Daphne no bebe. Tampoco fuma, y no come más que verduras y pescado hervido. Díselo tú, Daphne, el señor habla inglés. Pero ella es muy tímida. Me dice: «Toussaints, ¿cómo puedes hablar tanto en tantos idiomas?» «¡Porque tengo que decir todo lo que no dices tú!», le contesto… ¿Lucrecia no le habla de mí?

Como si el impulso de su carcajada lo empujara hacia atrás Toussaints Morton apoyó la espalda en el sofá, posando una mano grande y oscura en las rodillas blancas de Daphne, que sonrió un poco, serena y vertical.

– Me gusta esta casa. -Toussaints Morton paseó una mirada ávida y feliz por el comedor casi vacío, como agradeciendo una hospitalidad largamente apetecida-. Los discos, los muebles, ese piano. De niño mi madre quería que yo aprendiera a tocar el piano. «Toussaints», me decía, «alguna vez me lo agradecerás». Pero yo no aprendí. Lucrecia siempre me hablaba de esta casa. Buen gusto, sobriedad. En cuanto lo vi a usted la otra noche se lo dije a Daphne: «Él y Lucrecia son almas gemelas.» Conozco a un hombre mirándolo una sola vez a los ojos. A las mujeres no. Hace cuatro años que Daphne es mi secretaria, ¿y cree usted que la conozco? No más que al presidente de los Estados Unidos…

«Pero Lucrecia nunca ha estado aquí», pensó lejanamente Biralbo: la risa y las incesantes palabras de Toussaints Morton actuaban como un somnífero sobre su conciencia. Aún estaba de pie. Dijo que iría a buscar vasos y un poco de hielo. Cuando les preguntó si querían agua, Toussaints Morton se tapó la boca como fingiendo que no podía detener la risa.

– Por supuesto que queremos agua. Daphne y yo pedimos siempre whisky con agua en los bares. El agua es para ella, el whisky para mí.

Cuando Biralbo volvió de la cocina Toussaints Morton estaba de pie junto al piano y hojeaba un libro, lo cerró de golpe, sonriendo, ahora fingía una expresión de disculpa. Por un instante Biralbo advirtió en sus ojos una inquisidora frialdad que no formaba parte de la simulación: ojos grandes y muertos, con un cerco rojizo en torno a las pupilas. Daphne, la secretaria, tenía las manos juntas y extendidas ante sí, con las palmas hacia abajo, y se miraba las uñas. Las tenía largas y sonrosadas, sin esmalte, de un rosa un poco más pálido que el de su piel.

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