Entró temiendo escuchar ladridos de perros. La verja se abrió silenciosamente al empuje de su mano y únicamente oyó mientras cruzaba un vago jardín el ruido de sus pasos sobre la grava. Vio una torre, un breve porche con columnas, una ventana iluminada. Se detuvo ante la puerta con la misma sensación de vacío y de límite que había tenido en la plataforma del tren y al filo del acantilado. Pulsó el timbre y no ocurrió nada. Volvió a hacerlo: esta vez sí lo oyó, muy lejos, al fondo de la casa. Luego el silencio, el viento entre los árboles, la certeza de haber oído unos pasos y de que había alguien cautelosamente inmóvil tras la puerta. «Lucrecia», dijo, como si le hablara al oído para despertarla, «Lucrecia».
Pero yo no sé imaginar cómo era el rostro que Biralbo vio entonces ni el modo en que sucedió entre ellos el reconocimiento o la ternura, nunca los vi ni supe imaginarlos juntos: lo que los unía, lo que tal vez ahora sigue uniéndolos, era un vínculo que en sí mismo contenía la cualidad del secreto. Nunca hubo testigos, ni siquiera cuando ya no los acuciaba la obligación de esconderse: si alguien a quien yo no conozco estuvo con ellos o los sorprendió alguna vez en cualquiera de aquellos bares y hoteles clandestinos donde se citaban en San Sebastián, estoy seguro de que no pudo advertir nada de lo que verdaderamente poseían: una trama de palabras y gestos, de pudor y codicia, porque nunca creyeron merecerse y nunca desearon ni tuvieron nada que no estuviera únicamente en ellos mismos, un mutuo reino invisible que casi nunca habitaron, pero del que tampoco podían renegar, porque sus fronteras los circundaban tan irremediablemente como la piel o el olor a la forma de un cuerpo. Al mirarse se pertenecían, igual que uno sabe quién es cuando se mira en un espejo.
Se quedaron un instante cada uno a un lado del umbral, sin abrazarse, sin decir nada, como si los dos se encontraran frente a alguien que no era quien esperaban ver. Más hermosa o más alta, casi desconocida, con el pelo muy corto, con una blusa de seda, Lucrecia abrió del todo la puerta para mirarlo a plena luz y le dijo que entrara. Tal vez se hablaron al principio con una distancia no entibiada por la memoria común, sino por aquella cobarde y ávida cortesía que tantas veces los volvió extraños cuando una sola palabra o caricia les habrían bastado para reconocerse.
– ¿Qué te ha pasado? -dijo Lucrecia-. ¿Qué te han hecho en la cara?
– Tienes que irte de aquí. -Al tocarse la frente Biralbo rozó la mano de ella, que le apartaba el pelo para mirarle la herida-. Esa gente te busca. Te encontrarán si no huyes.
– Tienes partido un labio. -Lucrecia le tocaba la cara y él no sentía las yemas de sus dedos. Olía su pelo, veía tan cerca el color exacto de sus ojos, todo le llegaba como desde la lejanía del desvanecimiento: si se movía, si daba un paso iba a caerse-. Estás temblando. Ven, apóyate en mí.
– Dame una copa de algo. Y un cigarrillo. Me muero de ganas de fumar. Dejé el tabaco en el abrigo. Como la pistola. A quién se le ocurre.
– ¿Qué pistola? Pero no hables. Apóyate en mí.
– La de Malcolm. Iba a matarme con ella y se la quité. De la manera más tonta.
Notaba las cosas de un modo intermitente, en rápidas alternancias de lucidez y letargo. Si cerraba los ojos estaba de nuevo en el tren y temía que lo derribara el vértigo. Mientras caminaba abrazado a Lucrecia se vio en un espejo y tuvo miedo de su cara manchada de sangre y del cerco rojizo que había en torno a sus pupilas. Ella le ayudó a recostarse en un sofá, en una habitación desnuda donde ardía el fuego. Abrió los ojos y Lucrecia ya no estaba. La vio volver con una botella y dos vasos. Arrodillada junto a él, le limpió la cara con una toalla húmeda y luego le puso un cigarrillo en los labios.
– ¿Malcolm te hizo eso?
– Me caí contra algo. Una cosa metálica. O tal vez me empujó él. Todo estaba muy oscuro. Cualquiera sabe. Yo me caía y me levantaba y él siempre queriendo golpearme. Pobre Malcolm. Me tenía rabia. Estaba loco por ti.
– ¿Dónde está ahora?
– En el otro mundo, supongo. Entre los raíles, si queda algo. Lo oí gritar. Todavía lo oigo.
– ¿Lo has matado tú?
– Pues no lo sé. Creo que le di un empujón, pero no estoy seguro. A lo mejor ya lo han encontrado. Tienes que irte de aquí.
– ¿Te ha seguido alguien?
– Toussaints Morton te encontrará si no te marchas. En cuanto lea mañana el periódico sabrá dónde buscarte. Tardará una semana o un mes, pero te encontrará. Vete de aquí, Lucrecia.
– Cómo voy a irme ahora que has venido tú.
– Cualquiera puede entrar. Ni siquiera tenías cerrada la verja.
– La dejé abierta para ti.
Biralbo apuró de un trago su vaso de bourbon y se apoyó en los hombros de Lucrecia para levantarse. Advirtió que ella había creído que la iba a abrazar y que por eso sonrió de aquel modo al inclinarse hacia él. El bourbon le quemaba las heridas de los labios y lo revivía con una cálida y apetecida lentitud. Pensó que habían pasado muchos años desde la última vez que Lucrecia lo miró como ahora estaba mirándolo: muy fija, atenta a cada uno de los pormenores de su presencia, casi sobrecogida por la intensidad de su propia mirada, por el miedo a que un gesto cualquiera fuese la señal de que él iba a irse. Pero no estaba recordando: se estremeció al darse cuenta de que veía por primera vez en los ojos de Lucrecia una expresión cuyo único testigo había sido Malcolm. Lo que su memoria nunca supo guardar le era restituido por los celos de un muerto.
Se lavó la cara con agua fría en un cuarto de baño muy grande al que el brillo de la porcelana y de los grifos daba un aire de quirófano antiguo. Tenía hinchado el labio inferior y una herida en la frente. Cuidadosamente se peinó y se ajustó la corbata como si debiera acudir a una cita con Lucrecia. Mientras volvía al salón donde ella lo esperaba examinó por primera vez la casa: en cada estancia los objetos parecían ordenados para enaltecer el vacío, la forma pura del espacio y de la soledad. Guiado por una música muy tenue pudo volver junto a Lucrecia sin perderse por los corredores.
– ¿Quién toca eso? -le preguntó: la música le ofrecía un consuelo tan tibio como el aire de una noche de mayo, como el recuerdo de un sueño.
– Tú -dijo Lucrecia-. Billy Swann y tú. Lisboa. ¿No te reconoces? Siempre me he preguntado cómo pudiste hacer esa canción sin haber estado en Lisboa.
– Precisamente por eso. Ahora es cuando no podría escribirla.
Estaba sentado en una esquina del sofá, frente al fuego, en medio de la habitación vacía. Sólo un estante con discos y libros, una mesa baja sobre la que había una lámpara y una máquina de escribir, un equipo de música, al fondo, con pequeñas luces rojas y verdes tras cristales oscuros. No importan las cosas que posean o guarden, pensó, los verdaderos solitarios establecen el vacío en los lugares que habitan y en las calles que cruzan. Al otro extremo del sofá Lucrecia fumaba escuchando la música con los ojos entornados, abriéndolos a veces del todo para mirar a Biralbo con inmóvil ternura.
– Tengo una historia que contarte -le dijo.
– No quiero saberla. He oído muchas esta noche.
– Es preciso que la sepas. Esta vez te diré toda la verdad.
– Ya la supongo.
– Te hablaron del cuadro, ¿no? Del plano que les quité.
– No entiendes, Lucrecia. No he venido para que me cuentes nada. No quiero saber por qué te buscan ni por qué me mandaste aquel plano de Lisboa. He venido a avisarte de que debes huir. Me marcharé cuando termine esta copa.
– No quiero que te vayas.
– Mañana tengo ensayo con Billy Swann. Tocamos el día doce.
Lucrecia se acercó más a él. El hábito del coraje y de la soledad le había agrandado los ojos. El pelo tan corto devolvía a sus rasgos la nitidez y la verdad que tal vez sólo tuvieron en la adolescencia. Iba a decir algo, pero apretó los labios con aquel gesto suyo de inutilidad o renuncia y se puso de pie. Biralbo la vio alejarse hacia el estante de los libros. Volvió con uno en las manos y lo abrió ante él. Era un volumen de grandes hojas satinadas con reproducciones de cuadros. Lucrecia le señaló una de ellas, apoyando el libro abierto sobre el teclado de la máquina de escribir. Biralbo me dijo que mirar aquel cuadro era como oír una música muy cercana al silencio, como ser muy lentamente poseído por la melancolía y la felicidad. Comprendió en un instante que era así como él debería tocar el piano, igual que había pintado aquel hombre: con gratitud y pudor, con sabiduría e inocencia, como sabiéndolo todo e ignorándolo todo, con la delicadeza y el miedo con que uno se atreve por primera vez a una caricia, a una necesaria palabra. Los colores, diluidos en el agua o en la lejanía, dibujaban sobre el espacio blanco una montaña violeta, una llanura de ligeras manchas verdes que parecían árboles o sombras de árboles en la umbría de una tarde de verano, un camino perdiéndose hacia las laderas, una casa baja y sola con una ventana esbozada, una avenida de árboles que casi la ocultaban, como si alguien hubiera elegido vivir allí para esconderse, para mirar sólo la cima de la montaña violeta. Paul Cézanne, leyó al pie, La mon taigne Saint Victoire, 1906, Col. B. U. Ramires.
– Yo tuve ese cuadro -dijo Lucrecia, y cerró el libro de un golpe-. Mirando la fotografía no puedes saber cómo era. Lo tuve y lo vendí. Nunca me resignaré a no verlo más.