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– ¿Ocurre algo aquí? -Alto y frágil, enfundado en su abrigo, con el ala del sombrero justo a la altura de las gafas, con un cigarrillo en los labios y el estuche de la trompeta en la mano, Billy Swann caminaba hacia ellos a espaldas de la luz-. Oscar, ve a decirle al taxista que ya podemos irnos.

– Ahora mismo, Billy. -Oscar obedeció con el alivio de quien ha logrado eludir un castigo. Trataba a Billy Swann con un respeto sagrado que a veces no distinguía del temor.

– Billy -dijo Biralbo, y notó que la voz le temblaba igual que cuando había bebido mucho o después de una noche entera sin dormir-, dime dónde está.

– Tienes mala cara, muchacho. -Billy Swann estaba muy cerca de él, pero Biralbo no veía sus ojos, sólo el brillo de los cristales de las gafas-. Tienes más cara de muerto que yo. ¿No te alegras de verme? El viejo Swann está de vuelta en el reino de los vivos.

– Te estoy preguntando por Lucrecia, Billy. Dime dónde puedo encontrarla. Está en peligro.

Billy Swann quiso apartarlo para entrar en el taxi, pero Biralbo no se movió. Estaba tan oscuro que no podía ver la expresión de su rostro, y eso la hacía más hermética, una pálida oquedad de penumbra bajo el ala del sombrero. Billy Swann sí lo veía a él: las luces del vestíbulo le alumbraban la cara. Dejó en el suelo el estuche de la trompeta, tiró el cigarrillo tras una corta chupada que hizo visible la dura línea de sus labios, se quitó muy despacio los guantes, flexionando los dedos, como si los tuviera entumecidos.

– Debieras ver ahora mismo tu cara, muchacho. Eres tú quien está en peligro.

– No tengo toda la noche, Billy. Debo encontrarla antes que ellos. Quieren matarla. Han estado a punto de matarme a mí.

Oyó una puerta cerrándose y luego voces y pasos sobre la grava del camino. Oscar y el taxista venían hacia ellos.

– Ven con nosotros -dijo Billy Swann-. Te llevaremos a tu hotel.

– Sabes que no voy a ir, Billy. -El taxista ya había arrancado el motor, pero Biralbo no se separaba de la puerta delantera. Tenía frío y un poco de fiebre, una sensación de urgencia y de vértigo-. Dime dónde está Lucrecia.

– Cuando quieras, Billy. -Oscar había asomado su cabeza grande y rizada por la ventanilla y miraba con desconfianza a Biralbo.

– Esa mujer no es buena para ti, muchacho -dijo Billy Swann, haciéndolo a un lado con un gesto terminante. Abrió la portezuela y dejó el estuche en el asiento delantero, ordenando secamente al taxista que no tuviera tanta prisa. Lo hizo en inglés, pero el motor se detuvo-. Tal vez no por culpa suya. Tal vez por algo que hay en ti y que no tiene nada que ver con ella y que te lleva a la destrucción. Algo parecido al whisky o a la heroína. Sé de qué te hablo y tú sabes que lo sé. Me basta con mirar ahora mismo tus ojos. Se parecen a los míos cuando llevo una semana encerrado con una caja de botellas. Sube al taxi. Enciérrate en tu hotel. Tocaremos el día doce y nos iremos de aquí. En cuanto subas al avión será como si nunca hubieras estado en Lisboa.

– No entiendes, Billy, no es por mí. Es por ella. Van a matarla si la encuentran.

Sin quitarse el sombrero Billy Swann se acomodó en el interior del taxi, poniendo sobre sus rodillas el estuche negro de la trompeta. Todavía no cerró. Como para darse tiempo encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia Biralbo.

– Piensas que eres tú quien la ha estado buscando, que el otro día la viste por casualidad en aquel tren. Pero ella te ha buscado otras veces y yo nunca quise que supieras nada. Le prohibí que te viera. Me obedeció porque me tiene miedo, igual que Oscar. ¿Te acuerdas de aquel teatro de Estocolmo donde estuvimos tocando antes de ir a América? Ella estaba allí, entre el público, había viajado desde Lisboa para vernos. Para verte a ti, quiero decir. Y un poco después, en Hamburgo, ella salió de mi camerino cinco minutos antes de que llegaras tú. Fue ella quien me trajo aquí y pagó por adelantado a los médicos. Ahora tiene mucho dinero. Vive sola. Supongo que ahora mismo estará esperándote. Me explicó el modo de llegar a su casa. De esa estación de ahí abajo sale un tren hacia la costa cada veinte minutos. Bájate en la penúltima parada, cuando veas un faro. Debes dejarlo atrás y caminar como media milla, teniendo siempre el mar a tu izquierda. Me dijo que la casa tiene una torre y un jardín rodeado por un muro. Junto a la verja hay un nombre en portugués.

No me lo preguntes porque no sé recordar ni una palabra en ese idioma. Casa de los lobos o algo así.

– Quinta dos Lobos -dijo Oscar en la oscuridad-. Yo sí me acuerdo.

Billy Swann cerró la puerta del taxi y siguió mirando impasiblemente a Biralbo mientras subía el cristal de la ventanilla. Por un momento, cuando el conductor maniobraba para enfilar el sendero entre los árboles, le dio plenamente en la cara la luz de una farola. Era una cara flaca y rígida y tan desconocida como si el hombre cuyas facciones no había visto Biralbo mientras lo escuchaba fuera un impostor.

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