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– Que nos hable de Cézanne -dijo Malcolm-. Que nos diga lo que él y Lucrecia hicieron con el cuadro.

– Mi querido Malcolm -Toussaints Morton sonreía con sosiego papal-, alguna vez te perderá tu impaciencia. Tengo una idea: reclutemos al amigo Biralbo para nuestra alegre sociedad. Propongámosle un trato. Admitamos la posibilidad de que sus relaciones mercantiles con la bella Lucrecia no hayan sido tan satisfactorias como las sentimentales… Ésta es mi oferta, amigo mío, la mejor y la última: usted nos ayuda a recuperar lo que es nuestro y nosotros lo incluimos en el reparto de beneficios. ¿Te acuerdas, Daphne? La misma oferta le hicimos al Portugués…

– No hay trato -dijo Malcolm-. No mientras yo esté aquí. Cree que puede engañarnos, Toussaints, se sonreía mientras le hablabas. Dinos dónde está el cuadro, dónde está el dinero, Biralbo. Dilo o te mato. Ahora mismo.

Apretaba tan fuerte la culata de la pistola que tenía blancos los nudillos y le temblaba la mano. Daphne se apartó despacio de Biralbo, se puso en pie deslizando la espalda contra la pared. «Malcolm», decía en voz baja Toussaints Morton, «Malcolm», pero él no lo escuchaba ni lo veía, sólo miraba los ojos quietos de Biralbo como exigiéndole miedo o sumisión, afirmando en silencio, tan rígidamente como sostenía la pistola, la pervivencia de un antiguo rencor, la inútil, la casi compartida rabia de haber perdido el derecho a los recuerdos y a la dignidad del fracaso.

– Levántate -dijo, y cuando Biralbo estuvo en pie le puso la pistola en el centro del pecho. De cerca era tan grande y obscena como un trozo de hierro-. Habla ahora mismo o te mato.

Biralbo me contó luego que había hablado sin saber qué decía: que en aquel instante el terror lo volvió invulnerable. Dijo:

– Dispara, Malcolm. Me harías un favor.

– ¿Dónde he oído yo eso antes? -dijo Toussaints Morton, pero a Biralbo le pareció que su voz sonaba en otra habitación, porque él sólo veía frente a sí las pupilas de Malcolm.

– En Casablanca -dijo Daphne, con indiferencia y precisión-. Bogart se lo dice a Ingrid Bergman.

Al oír eso una transfiguración sucedió en el rostro de Malcolm. Miró a Daphne, olvidó que tenía la pistola en la mano, la verdadera rabia y la verdadera crueldad contrajeron su boca e hicieron más pequeños sus ojos cuando volvió a fijarlos en Biralbo y se lanzó sobre él.

– Películas -dijo, pero era muy difícil entender sus palabras-. Eso es lo único que os importaba, ¿verdad? Despreciabais a quien no las conociera, hablabais de ellas y de vuestros libros y vuestras canciones pero yo sabía que estabais hablando de vosotros mismos, no os importaba nadie ni nada, la realidad era demasiado pobre para vosotros, ¿no es cierto…?

Biralbo vio que el cuerpo grande y alto de Malcolm se le aproximaba como si fuera a derribarse sobre él, vio sus ojos tan cerca que le parecieron irreales, al retroceder chocó contra el diván, y Malcolm seguía aproximándose como un alud, le dio una patada en el vientre, se hizo a un lado para eludir su caída y entonces tuvo ante sí la mano que aún apretaba la pistola, la golpeó o la mordió y la oscuridad se hizo sobre él y cuando volvió a abrir los ojos la pistola estaba en su mano derecha. Se puso de pie, empuñándola, pero Malcolm aún seguía encorvado sobre el vientre, de rodillas, la cara contra el diván, y Daphne y Toussaints Morton lo miraban y retrocedían, «tranquilo», murmuraba Morton, «tranquilo, amigo mío», pero no llegaba a sonreír, fijo en la pistola que ahora estaba apuntándole, y Biralbo dio unos pasos atrás y tanteó la puerta en busca del pestillo, pero no lo encontraba, Malcolm volvió la cara hacia él y comenzó a levantarse muy lentamente, al fin la puerta se abrió y Biralbo salió de espaldas, acordándose de que era así como salían los héroes de las películas, cerró de un portazo y echó a correr hacia las escaleras de hierro y sólo cuando cruzaba la penumbra rosada del bar donde bebían las mujeres rubias se dio cuenta de que aún llevaba la pistola en la mano y de que muchos pares de ojos sucesivos lo miraban con sorpresa y espanto.

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