La habitación era pequeña y estrecha y olía a jabón vulgar y a sudor enfriado. Un diván, una lámpara, una enredadera de plástico y un bidet la ocupaban. La luz tenía tonos rosados en los que parecía diluirse una vana música ambiental de guitarras y órgano. «Tal vez van a matarme aquí», pensó Biralbo con indiferencia y desengaño, mirando el papel de las paredes, la tapicería color salmón del diván, que tenía manchas alargadas y quemaduras de cigarrillos. Apenas podían moverse los cuatro en un espacio tan breve, era casi como viajar en un vagón de Metro sintiendo en la espina dorsal aquella cosa dura y helada, notando en la nuca la pesada respiración de Toussaints Morton. Daphne examinó severamente el diván y se sentó casi al filo con las rodillas muy juntas. Con un vaivén se apartó de la cara la melena platino y luego quedó inmóvil, de perfil ante Biralbo, mirando la porcelana rosa del bidet.
– Siéntate tú también -le ordenó Malcolm. Ahora era él quien sostenía la pistola.
– Amigo mío -dijo Toussaints Morton-, será preciso que disculpe usted la rudeza de Malcolm, ha bebido en exceso. No es por completo culpa suya. Lo vio a usted, me llamó, le pedí que lo entretuviera un poco, no hasta ese punto, desde luego. ¿Me permitirá decirle que también a usted le huele el aliento a ginebra?
– Es tarde -dijo Malcolm-. No tenemos toda la noche.
– Detesto esa música. -Toussaints Morton miraba los rincones de la habitación buscando los altavoces invisibles donde había empezado blandamente a sonar una fuga barroca-. Daphne, apágala.
Todo fue más extraño cuando se hizo el silencio. La música del exterior no llegaba a través de las paredes acolchadas. Del bolsillo superior de su cazadora Toussaints Morton sacó un transistor y desplegó su antena larguísima hasta rozar con ella el techo. Sonaron entre pitidos voces portuguesas, italianas, españolas, Toussaints Morton escuchaba y maldecía manejando el transistor con sus dedos de hércules. Se detuvo y sonrió cuando logró captar algo que parecía una obertura de ópera. «Ahora va a golpearme», pensó Biralbo, incurablemente adicto al cine, «pondrá la música muy alta para que nadie oiga mis gritos».
– Adoro a Rossini -dijo Toussaints Morton-. Antídoto perfecto contra tanto Verdi y tanto Wagner.
Depositó el transistor junto a los grifos del bidet y se sentó en el borde, repitiendo la melodía con la boca cerrada. Incómodo, tal vez un poco culpable o abatido por el efecto del alcohol, Malcolm se apoyaba sobre un pie y luego sobre otro y apuntaba a Biralbo procurando no mirarlo a los ojos.
– Mi querido amigo. Mi muy querido amigo. -La cara de Toussaints Morton se ensanchó en una sonrisa paternal-. Todo esto es muy desagradable. Créame, también para nosotros. De modo que será mejor que lo que tenemos que hacer lo hagamos cuanto antes. Yo le hago tres preguntas, usted me contesta a cualquiera de ellas y todos nosotros olvidamos el pasado. Número uno: dónde está la bella Lucrecia. Número dos, dónde está el cuadro. Número tres, si ya no hay cuadro, dónde está el dinero. Por favor, no me mire así, no diga lo que ha estado a punto de decirme. Usted es un caballero, lo supe desde la primera vez que lo vi, usted supone que debe mentirnos, creyendo que protegerá a Lucrecia, desde luego, que no es propio de un caballero divulgar por ahí los secretos de una dama. Permítame sugerirle que ya conocemos ese juego. Lo jugamos hace tiempo, en San Sebastián, ¿se acuerda?
– Hace años que no sé nada de Lucrecia. -Biralbo comenzaba a sentir el tedio de quien responde a un cuestionario oficial.
– Curioso entonces que cierta noche saliera usted de su casa de San Sebastián, con muy malos modos, desde luego. -Toussaints Morton se tocó el hombro izquierdo haciendo como si se le reavivara un antiguo dolor-. Que al día siguiente emprendieran juntos un largo viaje…
– ¿Es eso verdad? -Como si despertara bruscamente, Malcolm levantó la pistola y por primera vez desde que entraron en la habitación miró a Biralbo a los ojos. Los de Daphne, muy abiertos y fijos, se movían de un lado a otro con ligeros espasmos, como las pupilas de un pájaro.
– Malcolm -dijo Toussaints Morton-, preferiría que después de tantos años no eligieras este momento para comprender que has sido el último en enterarte. Tranquilízate. Oye a Rossini. La gazza ladra…
Malcolm dijo un insulto en inglés y acercó un poco más la pistola a la cara de Biralbo. Se miraban en silencio como si estuvieran solos en la habitación o no oyeran las palabras del otro. Pero en los ojos de Malcolm había menos odio que estupor o miedo y deseo de saber.
– Por eso me abandonó -dijo, pero no le hablaba de Biralbo, repetía en voz alta algo que nunca se había atrevido a pensar-. Para conseguir el cuadro y venderlo y gastar contigo todo ese dinero…
– Un millón y medio de dólares, tal vez un poco más, como sin duda usted sabe.
– También Toussaints Morton se acercaba a Biralbo, bajando el tono de la voz-. Pero hay un pequeño problema, amigo mío. Ese dinero es nuestro. Lo queremos, ¿entiende? Ahora.
– No sé de qué dinero ni de qué cuadro me hablan. -Biralbo se echó hacia atrás en el diván para que el aliento de Morton no le diera en la cara. Estaba tranquilo, un poco aletargado todavía por la ginebra, casi del todo ajeno a sí mismo, a aquel lugar, impaciente-. Lo que sí sé es que Lucrecia no tenía un céntimo. Nada. Le di mi dinero para que pudiera irse de San Sebastián.
– Para que pudiera venir a Lisboa, quiere usted decir. ¿Me equivoco? Dos antiguos amantes vuelven a encontrarse y comienzan juntos un largo viaje…
– No le pregunté a dónde iba.
– No le hacía falta. -Toussaints Morton dejó de sonreír. Parecía de pronto que no lo hubiera hecho nunca-. Sé que se marcharon juntos. Incluso que usted conducía el automóvil. ¿Quiere que le diga la fecha exacta? Daphne debe tenerla anotada en su agenda.
– Lucrecia huía de ustedes. -Desde hacía un rato Biralbo deseaba con urgencia fumar. Sacó despacio el tabaco y el mechero sosteniendo la mirada vigilante de Malcolm y encendió un cigarrillo-. También yo sé algunas cosas. Sé que temía que la mataran igual que a aquel hombre, el Portugués.
Toussaints Morton lo escuchaba imitando sin pudor el gesto de quien espera ávidamente el final de un chiste para empezar a reírse, esbozando ya una sonrisa, alzando un poco los hombros. Por fin soltó una carcajada y se golpeó los muslos con las anchas palmas de las manos.
– ¿De verdad quiere que creamos eso? -Y miró gravemente a Biralbo y a Malcolm como si debiera repartir entre ellos toda su piedad-. ¿Me está diciendo que Lucrecia no le explicó nada sobre el plano que nos robó? ¿Que no sabía nada sobre Burma… ?
– Está mintiendo -dijo Malcolm-. Déjamelo a mí. Yo haré que nos diga la verdad.
– Tranquilo, Malcolm. -Toussaints Morton lo hizo apartarse agitando sonoramente la mano donde brillaban las pulseras doradas-. Estoy temiendo que el amigo Biralbo no sea menos torpe que tú… Y dígame, señor. -Ahora hablaba como uno de esos policías cargados de paciencia y bondad, casi de misericordia-. Lucrecia tenía miedo de nosotros. De acuerdo. Lo deploro, pero puedo entenderlo. Tenía miedo y huyó porque nos había visto matar a un hombre. El género humano no perdió gran cosa aquella noche, pero usted me dirá, con razón, que no es éste el momento de estudiar esos detalles. También de acuerdo. Sólo quiero preguntarle una cosa: ¿por qué la bella Lucrecia, tan espantada por el crimen que no debió presenciar, no fue en seguida a la Policía? Era fácil, había escapado de nosotros, sabía el sitio exacto donde estaba el cadáver. Pero no lo hizo… ¿No imagina por qué?
Biralbo no dijo nada. Tenía sed y le escocían los ojos, había demasiado humo en el aire. Daphne lo miraba con un cierto interés, como se mira a quien viaja en el asiento de al lado. Él debía mantenerse firme, sin pestañear siquiera, fingir que lo sabía y lo ocultaba todo. Recordó una carta de Lucrecia, la última, un sobre que encontró vacío varios meses después de marcharse para siempre de San Sebastián. Burma, repetía en silencio, Burma, como diciendo un conjuro cuyo sentido ignorase, una palabra indescifrable y sagrada.
– Burma -dijo Toussaints Morton-. Es doloroso que nada sea ya respetable. Alguien alquila este local y usurpa ese nombre y lo convierte todo en un prostíbulo. Cuando vimos el letrero desde la calle se lo dije a Daphne: «¿Qué pensaría el difunto dom Bernardo Ulhman Ramires si levantara la cabeza?» Pero noto que usted ni siquiera sabe quién fue dom Bernardo. La juventud lo ignora todo y quiere saltar por encima de todo. El mismo dom Bernardo me lo dijo una vez, en Zurich, me parece que estoy viéndolo como lo veo a usted. «Morton», me dijo, «por lo que respecta a los hombres de mi generación y de mi clase, el fin del mundo ha llegado. No nos queda otro consuelo que coleccionar bellos cuadros y libros y recorrer los balnearios internacionales». Tenía usted que haber oído su voz, la majestad con que decía, por ejemplo, «Oswald Spengler», o «Asia», o «Civilización». Poseía en Angola selvas enteras y plantaciones de café más grandes que Portugal, y qué palacio, amigo mío, en una isla, en el centro de un lago, yo nunca lo vi, para mi desgracia, pero contaban que era todo de mármol como el Taj Mahal. Dom Bernardo Ulhman Ramires no era un terrateniente, era la cabeza de un reino magnífico levantado en la selva, supongo que ahora esos tipos lo habrán convertido todo en una comuna de harapientos comidos de malaria. Dom Bernardo amaba Oriente, amaba el gran Arte, quería que sus colecciones pudieran compararse a las mejores de Europa. «Morton», me decía, «cuando veo un cuadro que me gusta no me importa el dinero que deba pagar para tenerlo». Amaba sobre todo la pintura francesa y los mapas antiguos, era capaz de cruzar medio mundo para examinar un cuadro, y yo los buscaba para él, no sólo yo, tenía una docena de agentes recorriendo Europa en busca de cuadros y mapas. Dígame un gran maestro, cualquiera: dom Bernardo Ulhman Ramires tenía un cuadro o un dibujo suyo. También amaba el opio, a qué ocultarlo, eso no le quita grandeza. Durante la guerra había trabajado para los ingleses en el Sudeste de Asia y de allí trajo el gusto por el opio y una colección de pipas que nadie en el mundo igualará nunca. Recuerdo que me recitaba siempre un poema en portugués. Un verso decía así: «Um Oriente ao oriente do Oriente…» ¿Se aburre? Lo siento, yo soy un sentimental. Desprecio una civilización en la que no tienen sitio hombres como dom Bernardo Ulhman Ramires. Ya sé: usted no aprueba el imperialismo. También en eso se parece a Malcolm. Usted mira el color de mi piel y piensa: «Toussaints Morton debiera odiar los imperios coloniales.» Error, amigo mío. ¿Sabe dónde estaría yo si no fuera por el imperialismo, como dice Malcolm? No aquí, desde luego, cosa que a usted lo aliviaría. En lo alto de un cocotero, en África, saltando como un simio. Tocaría un tam tam, supongo, haría máscaras con cortezas de árboles… No sabría nada de Rossini ni de Cézanne. ¡Y no me hable du Bon Sauvage, se lo suplico!