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Ninguno de los dos me dio la mano cuando se marcharon. Cayó tras ellos la cortina del Lady Bird y fue como si el aplauso que resonó entonces les hubiera sido dedicado. Nunca volví a verlos juntos. Nunca cobré los ochocientos dólares de mis cuadros ni volví a ver a Malcolm. En cierto modo, tampoco he visto más a aquella Lucrecia: la que vi después era otra, con el pelo mucho más largo, menos serena y más pálida, con la voluntad maltratada o perdida, con esa grave y recta expresión de quien ha visto la verdadera oscuridad y no ha permanecido limpio ni impune. Quince días después de aquel encuentro en el Lady Bird, ella y Malcolm se marcharon en un buque de carga que los llevó a Hamburgo. La dueña de su casa me dijo que habían dejado sin pagar tres meses de alquiler. Sólo Santiago Biralbo supo que se iban, pero no vio alejarse el barco de pescadores donde subieron clandestinamente a medianoche. Lucrecia le había dicho que el carguero los esperaba en alta mar, y no quiso que él se acercara al puerto para despedirla desde lejos. Dijo que le escribiría, le dio un papel con una dirección de Berlín. Biralbo lo guardó en un bolsillo y tal vez, mientras caminaba de prisa hacia el Lady Bird, porque se le había hecho muy tarde, recordó otro papel y otro mensaje que lo estaba esperando una noche de dos semanas atrás, cuando terminó de tocar con Billy Swann y fue a la barra para pedirle a Floro una copa de ginebra o de bourbon.

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