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En el pasillo, Nicolás se detuvo. Decididamente, los soles entraban mal. Las baldosas de cerámica amarilla parecían como empañadas y veladas por una ligera bruma y los rayos, en lugar de rebotar en forma de gotitas metálicas, se aplastaban contra el suelo, extendiéndose en diminutos y perezosos charquitos. Las paredes donde el sol revestía formas redonditas, no brillaban ya uniformemente como antes.

Los ratones no parecían especialmente molestos por este cambio, a excepción del ratón gris de los bigotes negros, cuyo aspecto de profundo malestar llamaba la atención en seguida. Nicolás se figuró que le había fastidiado la interrupción imprevista del viaje y de las amistades que podría haber hecho en el camino.

– ¿No estás contento? -preguntó.

El ratón hizo un mohín de disgusto y señaló a las paredes.

– Sí -dijo Nicolás-. Algo ha cambiado. Antes era más bonito. No sé qué sucede…

El ratón pareció reflexionar un instante, después movió la cabeza y abrió los brazos como si no entendiera nada.

– Yo tampoco -dijo Nicolás-, no lo comprendo. Ni siquiera cuando se frota cambia algo. Probablemente es la atmósfera, que se está volviendo corrosiva…

Calló, meditabundo, y meneó la cabeza a su vez; después siguió su camino. El ratón se cruzó de brazos y se puso a mascar como ausente; súbitamente, escupió el chicle para gatos al sentir su sabor. El comerciante se había debido de equivocar.

En el comedor, Chloé desayunaba con Colin.

– ¿Qué hay? -preguntó Nicolás-. ¿La cosa va mejor?

– Menos mal-dijo Colin-, ¿te decidirás por fin a hablar como todo el mundo?

– Es que no llevo zapatos -explicó Nicolás.

– No me siento mal del todo -dijo Chloé.

Tenía los ojos brillantes y la tez viva, y el aspecto feliz del que está otra vez en casa.

– Se ha comido la mitad del pastel de pollo -dijo Colin.

– Me alegro mucho -dijo Nicolás-. Esta vez no era una receta de Gouffé.

– ¿Qué quieres hacer hoy, Chloé? -preguntó Colin.

– Sí -dijo Nicolás-, ¿se va a almorzar pronto o tarde?

– Me gustaría salir con vosotros dos y con Isis, Chick y Alise, e ir a la pista de patinaje y de tiendas y a una fiesta-sorpresa -dijo Chloé-, y comprarme una sortija verde ajustable.

– Bueno -dijo Nicolás-, entonces me voy a mi cocina en seguida.

– Cocina vestido de paisano Nicolás -dijo Chloé-. Es mucho menos cansado para todos. Y luego estarás listo inmediatamente para salir.

– Voy a coger dinero del cofre de los doblezones -dijo Colin-, y tú, Chloé, telefonea a los amigos. Lo vamos a pasar bomba.

– Voy a telefonear -dijo Chloé.

Se levantó y corrió al teléfono. Cogió el auricular e imitó el grito de la lechuza para indicar que quería hablar con Chick.

Nicolás quitó la mesa apoyándose en una palanquita: los cacharros sucios se dirigieron al fregadero a través de un grueso tubo neumático disimulado debajo de la alfombra. Salió de la habitación y se fue por el pasillo.

El ratón, erguido sobre sus patas traseras rascaba con las uñas una de las baldosas empañadas. El lugar donde lo había hecho brillaba otra vez.

– ¡Muy bien! -dijo Nicolás-. ¡Lo estás consiguiendo!… ¡Estupendo!

El ratón se detuvo, jadeante, y enseñó a Nicolás el extremo de sus patitas desolladas y sangrantes.

– ¡Mira, mira!… -dijo Nicolás-. ¡Te has hecho daño!… Ven y deja eso. Al fin y al cabo aquí queda todavía mucho sol. Ven, voy a curarte…

Se puso el ratón en el bolsillo del pecho y aquél, agotado y con los ojos semicerrados, dejaba caer por fuera sus pobres patitas heridas.

Colin hacía girar con gran rapidez las ruedas de su cofre de doblezones canturreando. Habían dejado ya de atormentarle las inquietudes de los últimos días y se sentía el corazón en forma de naranja. El cofre era de mármol blanco con incrustaciones de marfil y las ruedas de amatista verdinegra.

El nivel indicaba sesenta mil doblezones.

La tapa basculó con un chasquido lubricado, ya Colin se le heló la sonrisa. El nivel, bloqueado por no se sabe qué razón, acababa de detenerse, después de dos o tres oscilaciones, a la altura correspondiente a treinta y cinco mil doblezones. Metió la mano en el cofre y comprobó rápidamente la exactitud de esta última cifra. Haciendo un rápido cálculo mental, constató la verosimilitud de la misma. De cien mil, había dado veinticinco mil a Chick para que se casara con Alise, quince mil se habían ido en el coche, cinco mil en la ceremonia… el resto había volado con toda naturalidad. Esto le tranquilizó un poco.

– Es normal-se dijo en voz alta, y su voz le sonó extrañamente alterada.

Tomó lo que le hacía falta, titubeó, devolvió a su sitio la mitad con cierto aire de lasitud y cerró la puerta. Las ruedas giraron rápidamente haciendo un ruidito muy distinto. Dio unos golpecito s en el cuadrante del nivel y comprobó que marcaba con exactitud la suma realmente contenida.

A continuación, se levantó. Permaneció de pie durante algunos instantes, asombrado de la enormidad de las sumas que había tenido que invertir para dar a Chloé lo que juzgaba digno de ella y sonrió pensando en Chloé despeinada, por la mañana, en la cama, en la forma de la sábana sobre su cuerpo estirado yen el color de ámbar de su piel cuando él levantaba la sábana, pero se obligó bruscamente a pensar en el cofre, porque no era momento de pensar en las otras cosas.

Chloé se estaba vistiendo.

– Di a Nicolás que prepare unos sandwiches -dijo- porque salimos ahora mismo… He quedado con todo el mundo en casa de Isis.

Colin la besó en el hombro, aprovechando un pequeño claro y se apresuró a avisar a Nicolás. Éste acababa de curar al ratón y le estaba haciendo unas muletitas de bambú.

– Ya está -dijo-o Tendrás que andar con esto hasta esta noche y después desaparecerá todo.

– ¿Qué es lo que tiene? -preguntó Colin acariciándole la cabeza.

– Ha intentado limpiar las baldosas del pasillo -dijo Nicolás-. Algo ha conseguido, pero se ha hecho daño.

– No te preocupes -dijo Colin-. Esto se arreglará solo.

– No sé qué pasa… -dijo Nicolás-. Es extraño. Parece como si las baldosas respiraran mal.

– Todo se arreglará… -dijo Colin-, creo yo, por lo menos… ¿no había pasado eso nunca hasta ahora?

– No -dijo Nicolás.

Colin permaneció unos instantes de pie delante de la ventana de la cocina.

– Quizá sea el desgaste normal-dijo-. Podríamos probar a mandarlas cambiar…

– Eso saldría muy caro -dijo Nicolás.

– Sí -dijo Colin-. Será mejor esperar.

– ¿Qué querías? -preguntó Nicolás.

– No hagas comida -dijo Colin-. Sólo unos sandwiches…nos vamos enseguida.

– Bueno, voy a vestirme -dijo Nicolás.

Dejó en el suelo al ratón, que se dirigió hacia la puerta, oscilante entre sus muletitas. Sus bigotes sobresalían por los dos lados.

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