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– Yo querría estar enamorado -dijo Colin-. Tú querrías estar enamorado. Él querría También estar enamorado. Nosotros, vosotros, querríamos, querríais estar. Ellos también querrían enamorarse…

Se estaba haciendo el nudo de la corbata delante del espejo del cuarto de baño.

– Me falta ponerme la chaqueta y el abrigo, la bufanda, el guante derecho y el guante izquierdo. No llevaré sombrero para no despeinarme. ¿Qué estás haciendo ahí?

Hablaba al ratón gris, el de los bigotes negros, que no estaba por cierto en su sitio, en el vaso de enjuagarse los dientes, aunque asomara por el susodicho vaso con aspecto desenvuelto.

– Imagínate -dijo al ratón, sentándose en el borde de la bañera (rectangular y pintada de esmalte amarillo) para acercarse a él- que en casa de los Ponteauzanne me encuentro con mi viejo amigo Chose…

El ratón asintió.

– Supón también, ¿por qué no?, que tenga una prima. Llevaría una sudadera blanca, una falda amarilla, y se llamaría Al… Onésima…

El ratón cruzó las patas y pareció sorprendido.

– No es que sea un nombre bonito -admitió Colin-. Pero tú eres un ratón y tienes bigotes. Así que…

Se levantó.

– Ya son las tres. ¿Lo ves? Me estás haciendo perder el tiempo. Chick y… Chick seguramente llegará muy pronto. Se chupó el dedo y lo levantó por encima de su cabeza. Lo volvió a bajar casi de inmediato. Le ardía como si lo tuviera en un horno.

– Habrá amor en el aire -concluyó-. Esto está que arde.

– Yo me levanto, tú te, él se levanta, nosotros, vosotros, ellos, levantamos, levantáis, levantan. ¿Quieres salir del vaso?

El ratón demostró que no tenía necesidad de nadie y salió él solo, no sin tallar antes un trozo de jabón en forma de pirulí.

– No vayas dejando jabón por todas partes -dijo Colin-. ¡Cuidado que eres goloso!…

Salió del cuarto de baño, pasó a su alcoba y se puso la chaqueta.

– Nicolás se ha debido de marchar… seguro que conoce chicas extraordinarias… Dicen que las muchachas de Auteuil se emplean en casa de los filósofos como chicas para casi todo…

Cerró la puerta de su habitación.

– El forro de la manga izquierda está un poco desgarrado y yo no tengo cinta aislante… Bueno, le pondré un clavo. La puerta golpeó tras él con el ruido de una mano desnuda sobre una nalga desnuda… Esta idea le produjo un estremecimiento.

– Voy a pensar en otra cosa… Imaginemos que me parto los morros en la escalera…

La alfombra de la escalera, de color malva muy claro, sólo estaba desgastada cada tres escalones porque Colin los bajaba de cuatro en cuatro. Tropezó con una de las varillas niqueladas y se enredó en la barandilla.

– Así aprenderé a no decir idioteces. Me está bien empleado. ¡Yo, tú, soy, es idiota!…

Le dolía la espalda. Al llegar abajo cayó en por qué y se quitó la varilla entera del cuello del abrigo.

La puerta de la calle se cerró tras él con el ruido de un beso en un hombro desnudo…

– ¿ Qué habrá que ver en esta calle?

En primer plano, dos obreros estaban jugando a la rayuela. La barriga del más gordo saltaba a contratiempo de su propietario. Como tejo utilizaban un crucifijo pintado de rojo al que le faltaba la cruz. Colin los dejó atrás.

Tanto a derecha como a izquierda se levantaban hermosas construcciones de adobe con ventanas de guillotina. Una mujer estaba asomada a una ventana. Colin le lanzó un beso.

Ella le sacudió sobre la cabeza la alfombrilla de la cama de muletón negro y plateado que tanto detestaba su marido.

Las tiendas alegraban el aspecto cruel de los grandes inmuebles. Un puesto al aire libre de artículos para faquir llamó la atención de Colin. Reparó en la subida de los precios de los cristales para ensalada y de los clavos para tapizar en relación con la semana anterior.

Se cruzó con un perro y con otras dos personas. El frío hacía que la gente se quedara en casa. Los que lograban liberarse de sus garras dejaban en ellas jirones de sus vestidos y se morían de anginas.

En el cruce, el agente tenía la cabeza escondida dentro del capote. Parecía un enorme paraguas negro. Mozos de café daban vueltas alrededor de él para calentarse.

Dos enamorados se besaban debajo de un porche.

– No quiero verlos. No, no quiero verlos. Me fastidian.

Colin cruzó la calle. Dos enamorados se besaban debajo de un porche.

Colin cerró los ojos y echó a correr…

Los volvió a abrir muy deprisa, pues, bajo sus párpados, veía montones de chicas, yeso le hacía perder el rumbo. Delante de él había una. Iba en su misma dirección. Se podían ver sus lindas piernas metidas en botas blancas de piel de cordero, su abrigo de piel de mameluco deslustrada y su sombrero haciendo juego. Bajo el sombrero, cabellos rojos. El abrigo le hacía los hombros anchos y bailaba a su alrededor.

– Voy a adelantada. Quiero verle el tipo…

La adelantó y se echó a llorar. Tenía por lo menos cincuenta y nueve años. Colin se sentó en el bordillo de la acera y siguió llorando. Esto le consolaba mucho y las lágrimas, crepitando un poco, se congelaban y acababan rompiéndose en el granito liso de la acera.

Al cabo de cinco minutos, se dio cuenta de que se hallaba ante la casa de Isis Ponteauzanne. Dos chicas pasaron a su lado y entraron en el vestíbulo de la casa.

El corazón se le infló desmesuradamente. Se sintió aliviado, se levantó del suelo y entró detrás de ellas.

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