– ¿Has dormido bien? -preguntó Chloé.
– No mal del todo, ¿y tú? -dijo Nicolás, ya vestido de paisano.
Chloé bostezó y cogió la jarrita de jarabe de alcaparras.
– El cristal ése no me ha dejado dormir -dijo.
– ¿Pero no se ha cerrado ya? -preguntó Nicolás.
– No del todo -dijo Chloé-. La fontanela está todavía bastante abierta y deja pasar una maldita corriente. Esta mañana tenía el pecho totalmente cubierto de esta nieve…
– Es un fastidio -dijo Nicolás-. Les voy a poner de vuelta y media. A propósito, ¿nos vamos esta mañana?
– Después de comer -dijo Colin.
– Tendré que volverme a poner el uniforme de chófer -dijo Nicolás.
– ¡Bueno, Nicolás! -dijo Colin-. Si sigues con esa historia… te voy a…
– De acuerdo -dijo Nicolás-, pero no ahora.
Engulló su tazón de jarabe de alcaparras y dio fin a sus tostadas con mantequilla.
– Voy a dar una vuelta por la cocina -dijo; se levantó y se colocó bien el nudo de la corbata con ayuda de un escariador de bolsillo.
Salió de la pieza y se oyó perderse el ruido de sus pasos, probablemente en dirección a la cocina.
– ¿Qué quieres que hagamos, Chloé, chiquita? -preguntó Colin.
– Besarnos -dijo Chloé.
– ¡Claro!… -respondió Colin-. Pero ¿y después?
– Después… -dijo Chloé-, no puedo decido a voces.
– Sí, muy bien, pero ¿y después?
– Después será la hora de almorzar. Abrázame. Tengo frío. Es esta nieve…
El sol entraba a dorados raudales en la habitación.
– No hace frío aquí -dijo Colin.
– No -dijo Chloé, apretándose contra él-, pero yo tengo frío. Después escribiré a Alise…
28
Desde el mismo comienzo de la calle, la multitud se atropellaba para entrar en la sala en que Jean-Sol iba a dar su conferencia.
La gente recurría a las más diversas argucias para sortear la vigilancia del cordón sanitario encargado de comprobar la validez de las invitaciones, porque se habían puesto en circulación decenas de millares de ejemplares falsificados.
Algunos llegaban en carrozas fúnebres y los gendarme s hincaban una larga pica de acero en los ataúdes, clavándolos a las tablas de roble para la eternidad, lo que evitaba que tuvieran que sacados para su inhumación y no causaba daño más que a los posibles muertos verdaderos, a los que se les hacía polvo la mortaja. Otros iban en avión especial y se lanzaban en paracaídas (también había peleas en el aeropuerto de Le Bourget para montar en el avión). Un equipo de bomberos los tomaba por blanco y, con las mangueras, los desviaba hacia el escenario, donde se ahogaban miserablemente. Finalmente, otros intentaban llegar por las alcantarillas.
A éstos se los rechazaba pisoteándoles los nudillos con calzado de clavos en el momento en que se agarraban al borde para izarse y salir; las ratas se encargaban del resto. Pero nada desalentaba a estos apasionados. No eran los mismos, fuerza es confesarlo, los que se ahogaban y los que perseveraban en sus tentativas, y el rumor ascendía hasta el cenit y resonaba en las nubes con un fragor cavernoso.
Sólo los puros, los que estaban al corriente, los íntimos, estaban provistos de invitaciones auténticas, fácilmente distinguibles de las falsas, y por esta razón iban pasando sin dificultad por un estrecho pasillo acondicionado al hilo de las casas y guardado, cada cincuenta centímetros, por un agente secreto disfrazado de servofreno. Sin embargo, había ya muchísimos, y la sala, llena ya, no cesaba de acoger, de segundo en minuto, a recién llegados.
Chick estaba en su sitio desde el día anterior. A precio de oro, había conseguido del portero el derecho de suplirle, rompiendo, para hacer posible esta suplencia, la pierna izquierda al susodicho portero con ayuda de un espeque de recambio. Chick, cuando se trataba de Partre, no regateaba los doblezones. Alise e Isis esperaban junto a él la llegada del conferenciante. Acababan de pasar la noche allí, afanosas de no perderse el acontecimiento. Chick, con su uniforme verde oscuro de portero, estaba seductor a más no poder. Estaba descuidando mucho su trabajo desde que había entrado en posesión de los veinticinco mil doblezones de Colin.
El público que allí se apretujaba ofrecía un aspecto muy peculiar. No había más que rostros huidizos con gafas, pelos erizados, coletas amarillentas y restos de almendrados, y, por lo que se refería a las mujeres, trencitas miserables atadas alrededor del cráneo y canadienses puestas directamente sobre la piel desnuda, con dibujos en forma de rebanadas de senos sobre fondo sombreado.
En la gran sala de la planta baja, de techo mitad de claraboyas, mitad de frescos al agua pesada, muy apropiados para despertar dudas en el espíritu de los asistentes sobre el interés de una existencia poblada de formas femeninas tan poco incitantes, no cabía ya un alfiler, y a los que llegaban tarde no les quedaba otro recurso que quedarse en el fondo apoyándose en un pie, utilizando el otro para disuadir de acercarse demasiado a los vecinos más próximos. Un palco especial, donde se pavoneaban como desde un trono la duquesa de Bovouard y su séquito, atraía las miradas de una multitud casi exangüe y resultaba insultante, por su lujo de postín, para el carácter provisional de las disposiciones personales adoptadas por una fila de filósofos encaramados sobre sillas de tijera.
Se aproximaba la hora de la conferencia y en la multitud iba creciendo la excitación. Al fondo se estaba empezando a organizar un cisco, porque algunos estudiantes estaban tratando de sembrar la duda en los espíritus declamando en alta voz pasajes dilatoriamente truncados del juramento de la Montaña de la baronesa de Orczy.
Pero Jean-Sol se aproximaba. En la calle se oyeron unos sonidos de trompa de elefante y Chick se asomó a la ventana de su palco. A lo lejos, la silueta de Jean-Sol surgía de un palanquín blindado bajo el cual, el lomo del elefante, rugoso y arrugado, cobraba un aspecto insólito al resplandor de un farol rojo. En cada esquina del palanquín, se tenía presto, armado de un hacha, un tirador de élite. A grandes zancadas, el elefante se iba abriendo camino entre la muchedumbre y las sordas pisadas de cuatro columnas avanzando sobre los cuerpos aplastados se acercaban inexorablemente. El elefante se arrodilló delante de la puerta y descendieron los tiradores de élite. Con un gracioso brinco, Partre saltó en medio de ellos y, abriéndose camino a hachazos, avanzaron hacia el estrado. Los agentes volvieron a cerrar las puertas y Chick se precipitó hacia un pasillo secreto que terminaba justamente detrás del estrado, empujando delante de él a Isis y Alise.
El fondo del estrado estaba guarnecido con unas colgaduras de terciopelo enquistado, donde Chick había hecho unos agujeros para ver mejor. Se sentaron en unos cojines y esperaron. A un metro de ellos apenas, Partre se preparaba para leer su conferencia. De su cuerpo ágil y ascético emanaba una radiación extraordinaria, y el público, cautivado por el terrible encanto que adornaba sus más leves gestos, esperaba, ansioso, la señal de empezar.
Cundían los casos de desvanecimiento debidos a la exaltación intrauterina que se apoderaba sobre todo del público femenino y, desde su sitio, Alise, Isis y Chick oían claramente los jadeos de los veinticuatro espectadores que se habían colado hasta llegar debajo del estrado y que se estaban desnudando a tientas para ocupar menos sitio.
– ¿Te acuerdas? -preguntó Alise mirando a Chick con ternura.
– Sí -dijo Chick-. Ahí nos conocimos tú y yo…
Se inclinó hacia Alise y la besó con dulzura.
– ¿Estabais ahí debajo? -preguntó Isis.
– Sí -dijo Alise-. Era muy agradable.
– Me lo creo -dijo Isis-. ¿Qué es eso, Chick?
Chick se disponía a abrir una caja negra grande que tenía al lado.
– Es un grabador -dijo-o Lo he comprado pensando en la conferencia.
– ¿Ah sí? ¡Que buena idea! -dijo Isis-. Así no será necesario escuchar.
– Claro -dijo Chick-. Y cuando volvamos a casa podremos pasar la noche escuchándolo todo, si queremos, aunque no lo haremos para no estropear los discos. Voy a hacer copias antes y quizá pida a la casa «El Grito del Jefe» que me haga una tirada comercial.
– Eso te ha debido de costar muy caro -dijo Isis.
– ¡Bueno! -dijo Chick-. ¡Eso no importa!…
Alise suspiró. Un suspiro tan leve que sólo lo oyó ella… y a duras penas.
– ¡Ya está!… -dijo Chick-. Ya empieza He puesto mi micrófono al lado de los de la radio oficial que están sobre la mesa. Así no se darán cuenta de nada.
Jean-Sol acababa de comenzar. Al principio, no se oyó más que los clicks de los obturadores. Los fotógrafos y los reporteros de la prensa y del cine se entregaban a su tarea con toda el alma. Pero uno de ellos fue derribado por el retroceso de su aparato y se produjo una horrible confusión. Sus colegas, furiosos, se arrojaron sobre él y lo rociaron de polvo de magnesio. Ante la general satisfacción, desapareció dentro de un relámpago deslumbrador, y los policías se llevaron a todos los demás.
– ¡Fantástico! -dijo Chick-. Voy a ser el único que tendrá la grabación.
El público, poco más o menos tranquilo hasta entonces, empezaba a dar muestras de nerviosismo y daba rienda suelta a su admiración por Partre con gran aparato de gritos y aclamaciones cada vez que pronunciaba una palabra, cosa que hacía bastante difícil la comprensión perfecta del texto.
– No intentéis comprenderlo todo -dijo Chick-. Podemos escuchar luego la grabación tranquilamente.
– Sobre todo, visto que aquí no se oye nada -dijo Isis-. Él no hace más ruido que un ratoncito. Bueno, ¿habéis tenido noticias de Chloé?
– Yo he tenido carta de ella -dijo Alise.
– ¿Han llegado por fin?
– Sí, consiguieron salir, pero van a estar poco tiempo allí, porque Chloé no está muy bien de salud -dijo Alise.
– ¿Y Nicolás? -preguntó Isis.
– Está bien. Chloé me dice que se ha portado terriblemente mal con todas las hijas de los hoteleros en todos los sitios donde han estado.
– Nicolás vale mucho -dijo Isis-. Me pregunto por qué está de cocinero.
– Sí -dijo Chick-, es curioso.
– ¿Y por qué? -dijo Alise-. Creo que es mejor que ser coleccionista de Partre -añadió, tirando de la oreja a Chick.
– Pero Chloé no tendrá nada de cuidado -preguntó Isis.
– No me dice qué es, es algo del pecho -dijo Alise.