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Colin y Chick llevaban una hora patinando y ya empezaba a haber gente sobre el hielo. Siempre las mismas chicas, siempre los mismos chicos, siempre las caídas y siempre los limpiadores con sus rastrillos. El encargado acababa de poner en el tocadiscos una música muy conocida que todos los habituales se sabían de memoria desde hacía semanas. Ahora había puesto la otra cara, cosa que todo el mundo estaba aguardando, porque sus manías terminaban por ser conocidas, pero de repente el disco se paró y una voz cavernosa se dejó oír por todos los altavoces excepto uno, un disidente, que continuó ofreciendo música. La voz rogaba al señor Colin que hiciera el favor de pasar por el control, que tenía una llamada telefónica.

– ¿Qué demonios puede ser? -dijo Colin.

Se dirigió lo más deprisa que pudo hacia el borde de la pista seguido de Chick, y aterrizó sobre las alfombras de caucho. Atravesó el bar y entró en la cabina de control, que era donde estaba el micrófono. El hombre de los discos estaba pasando uno por el cepillo de grama para quitar las asperezas producidas por el uso.

– ¡Diga! -dijo Colin, tomando el aparato.

Escuchó.

Chick lo vio, asombrado primero, ponerse del color del hielo.

– ¿Es algo grave? -preguntó.

Colin le indicó, por señas, que se callara.

– Ahora mismo voy -dijo en el receptor, y colgó.

Las paredes de la cabina volvían a cerrarse y salió antes de ser triturado, seguido de cerca por Chick. Corrió con los patines puestos. Los pies se le torcían en todas direcciones. Llamó a un mozo.

– Ábrame deprisa la cabina. La 309.

– La mía también, la 311… -dijo Chick.

El mozo los siguió, sin correr mucho. Colin se volvió, lo vio a diez metros y esperó a que llegara a su altura. Tomando impulso, salvajemente, le propinó un golpe formidable con el patín en la mandíbula y la cabeza del mozo fue a hincarse en una de las chimeneas de ventilación de la maquinaria, mientras Colin cogía la llave que el cadáver, con aire ausente, tenía todavía en la mano. Colin abrió una cabina y empujó dentro el cuerpo, escupió encima y corrió hasta la 309. Chick cerró la puerta.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó al llegar anhelante.

Colin se había quitado ya los patines y puesto los zapatos.

– Es Chloé -dijo Colin-, se ha puesto mala.

– ¿Es algo grave?

– No sé nada -dijo Colin-. Le ha dado un síncope.

Ya estaba listo y se marchaba.

– ¿Dónde vas? -gritó Chick.

– ¡A casa!… -gritó también Colin, y desapareció por la escalera de hormigón retumbante.

En el otro extremo de la pista, los hombres de la sala de máquinas salieron fuera, sofocados, porque la ventilación había dejado de funcionar, y se desplomaron, agotados, alrededor de la pista.

Chick, lleno de estupor, con un patín en la mano, miraba vagamente el lugar por donde había desaparecido Colin.

Por debajo de la cabina 128, serpenteaba lentamente un reguerito de sangre espumosa; el líquido rojo empezó a correr sobre el hielo en gruesas gotas humeantes y densas.

32

Corría con todas sus fuerzas y las personas, a sus ojos, se inclinaban lentamente, para caer tendidas sobre el suelo como bolos con un chapoteo sordo, como el de una caja grande de cartón que se deja caer de plano.

Y Colin corría, corría, el ángulo agudo del horizonte, arropado entre las casas, se precipitaba hacia él. Bajo sus pasos era de noche. Una noche de algodón en rama negro, amorfo e inorgánico, y el cielo no tenía color alguno, era un techo, otro ángulo agudo más, y Colín corría hacia el vértice de la pirámide, detenido en el corazón por secciones de noche menos negra, pero todavía le faltaban tres calles para llegar a la suya.

Chloé reposaba muy despabilada sobre el hermoso lecho de sus nupcias. Tenía los ojos abiertos pero respiraba mal.

Alise estaba con ella. Mientras. Isis ayudaba a Nicolás, que estaba preparando -según una receta de Gouffé- un reconstituyente infalible. yel ratón molía con sus afilados dientes granos de hierbas medicinales para preparar un cocimiento como remedio casero de urgencia.

Pero Colin no sabía nada. Corría. Tenía miedo porque no basta con estar siempre juntos. Es necesario tener también miedo, quizás haya sido un accidente, la habrá atropellado un coche, estará en la cama, no me dejarán entrar pero creen ustedes quizás que tengo miedo por mi Chloé, yo la veré a pesar de ustedes, pero no. Colin, no entres. A lo mejor sólo está herida y entonces no será nada, mañana iremos juntos al Bosque de Bolonia, para volver a ver el banco aquél, yo tenía su mano en la mía, su pelo junto al mío, su perfume en la almohada. Yo cojo siempre su almohada, nos pelearemos otra vez por la noche, la mía le parece demasiado llena, se queda completamente redonda bajo su cabeza, y yo la cojo después, huele a sus cabellos. No oleré nunca más el dulce aroma de su pelo.

La acera se levantó delante de él. La franqueó de un salto de gigante. Se encontró en el primer piso. Subió, abrió la puerta y lo encontró todo sosegado y tranquilo. No había gente de negro, no había cura, las alfombras de dibujos gris azulado estaban en paz. «No es cosa de cuidado». le dijo Nicolás, Y Chloé sonrió, feliz de volverlo a ver.

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