El profesor Tragamangos daba golpecitos en la espalda a Colin.
– No se preocupe, amigo mío -le dijo-o Esto puede arreglarse.
Colin miraba al suelo, abatido. Chloé le tenía por el brazo y hacía grandes esfuerzos por parecer alegre.
– Claro que sí -dijo-, esto pasará en seguida…
– Sí, por supuesto -murmuró Colin.
– En fin -añadió el profesor-, si sigue mi tratamiento, mejorará probablemente.
– Probablemente -dijo Colin.
Estaban ahora en el vestíbulo circular y blanco, y la voz de Colin resonaba en el techo como si viniera de muy lejos.
– En cualquier caso -dijo el profesor-le enviaré mis honorarios.
– Por supuesto -dijo Colin-. Le agradezco su atención, doctor…
– Y si la cosa no mejora, vengan a verme -dijo el profesor-. Siempre existe la salida de una operación, que hasta ahora no hemos ni siquiera considerado…
– Claro -dijo Chloé apretando el brazo de Colin, y esta vez rompió a llorar.
El profesor se tiraba de la perilla con ambas manos.
– Esto es muy embarazoso -dijo.
Se produjo un silencio. Detrás de la puerta transparente apareció una enfermera que dio dos golpecitos. Ante ella, en un visor verde encastrado en la puerta, se encendió la palabra «Entre».
– Ahí fuera hay un señor que me ha dicho que avisara al señor y a la señora de que había llegado Nicolás.
– Gracias, Caroña -respondió el profesor-. Puede retirarse- añadió, y la enfermera se fue.
– ¡Bueno! -murmuró Colin-, vamos a despedimos de usted, doctor…
– Sí, ciertamente… -dijo el profesor-. Hasta la vista… cuídese usted… y procure viajar.
40
– ¿Qué? ¿Malas noticias? -dijo Nicolás sin volverse, antes de que el coche echara a andar.
Chloé seguía llorando en la tapicería blanca y Colin parecía un muerto. El olor de las aceras era cada vez más fuerte. Los vapores de éter colmaban la calle.
– No, las cosas van bien -dijo Colin.
– ¿Qué tiene? -preguntó Nicolás.
– Bueno, no podía ser peor -dijo Colin.
Se dio cuenta de lo que acababa de decir y miró a Chloé.
La amaba tanto en ese momento que se habría matado por su aturdimiento.
Chloé, acurrucada en un rincón del coche, se mordía los puños. Sus lustrosos cabellos le caían sobre el rostro y el gorro de piel se le estaba escurriendo. Lloraba con todas sus fuerzas, como un bebé, pero sin hacer ruido.
– Perdóname, Chloé -dijo Colin-. Soy un monstruo.
Se aproximó a ella y la atrajo hacia sí. Le besaba los pobres ojos asustados y sentía latir su corazón en el pecho a golpes sordos y lentos.
– Vamos a curarte -dijo-. Lo que yo quería decir es que no podía suceder nada peor que verte enferma, cualquiera que sea la enfermedad…
– Tengo miedo… -dijo Chloé-. Seguro que va a operarme.
– No -dijo Colin-. Te curarás antes.
– Pero ¿qué tiene? – repitió Nicolás-. ¿Puedo hacer algo yo?
También él parecía sentirse desgraciado. Se había quebrantado mucho su aplomo ordinario.
– Cálmate, Chloé, cariño -dijo Nicolás.
– Ese nenúfar -dijo Colin-. ¿Dónde habrá podido cogerlo?
– ¿Tiene un nenúfar? -preguntó Nicolás, incrédulo.
– En el pulmón derecho -dijo Colin-. Al principio, el profesor creía que se trataba solamente de un ser animal. Pero es eso. Se ha visto en la pantalla. Es ya bastante grande, pero, vamos, debe ser posible acabar con él.
– Claro que sí -dijo Nicolás.
– ¡Pero vosotros no podéis saber lo que es eso! -sollozó Chloé-. ¡Duele tanto cuando se mueve!
– No llore -dijo Nicolás-. No sirve para nada y se va a fatigar.
El coche echó a andar. Nicolás lo conducía lentamente a través de los complicados edificios. El sol desaparecía poco a poco por detrás de los árboles y el viento iba refrescando.
– El doctor quiere que vaya a la montaña -dijo Colin-. Afirma que el frío matará esa porquería…
– Fue en la carretera donde cogió eso -dijo Nicolás-. Había montones de inmundicias de ésas.
– Dice también que hace falta poner flores constantemente alrededor de ella, para que el nenúfar tenga miedo -añadió Colin.
– ¿Por qué? -preguntó Nicolás.
– Porque si florece, se formarán otros -dijo Colin-. Pero no le dejaremos florecer…
– ¿Y eso es todo el tratamiento? -preguntó Nicolás.
– No -dijo Colin.
– ¿Qué más hay?
Colin vacilaba en decido. Sentía llorar a Chloé contra él y odiaba el tormento que iba a tener que infligirle.
– Es menester que no beba…-dijo.
– ¿Qué?… -preguntó Nicolás-. Pero ¿nada?
– No -dijo Colin.
– ¡Pero de todas formas, no será nada en absoluto!
– Dos cucharadas al día… -murmuró Colin.
– ¡Dos cucharadas!… -dijo Nicolás.
No dijo nada más y fijó la mirada en la carretera recta que se abría ante él.