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El senescal de la policía sacó su silbato del bolsillo y lo utilizó para golpear un enorme gong peruano que colgaba tras de él. Se oyó una galopada de botas claveteadas en todos los pasillos, el ruido de sucesivas caídas y, por el tobogán, irrumpieron en su despacho seis de sus mejores agentes.

Se levantaron, se sacudieron las nalgas para quitarse el polvo y se pusieron en posición de firmes.

– ¡Douglas! -llamó el senescal.

– ¡Presente! -respondió el primer agente.

– ¡Douglas! -repitió el senescal.

– ¡Presente! -dijo el segundo.

Siguió pasando lista. El senescal de la policía no era capaz de retener el nombre de todos sus hombres y Douglas se había convertido en su nombre genérico tradicional.

– ¡Misión especial! -ordenó.

Con idéntico gesto, los seis agentes pusieron la mano en el bolsillo posterior para dar a entender que estaban provistos de su igualizador de doce chorros.

– ¡La dirigiré personalmente! -subrayó el senescal.

Golpeó violentamente el gong. Se abrió la puerta y apareció un secretario.

– Voy a salir -anunció el senescal-. Misión especial. Tome blocnota.

El secretario tomó su bloc y su lapicero y adoptó la posición reglamentaria de registro número seis.

– Recaudación de impuestos en casa del señor Chick con detención previa -dictó su jefe-o Felpa de matute y amonestación severa. Embargo total o incluso parcial; complicado con violación de domicilio.

– ¡Anotado! -dijo el secretario.

– En marcha, Douglas -ordenó el senescal de la policía.

Se levantó y se puso a la cabeza de la escuadra, que inició la marcha pesadamente, imitando, con sus doce pies, el vuelo del cuco de los panales. Los seis hombres llevaban un mono de cuero negro, blindado en el pecho y en los hombros, y un casco de acero ennegrecido en forma de pasamontañas que descendía bastante por la parte de la nuca y protegía las sienes y la frente. Todos iban calzados de pesadas botas metálicas. El atuendo del senescal era parecido, sólo que de cuero rojo, y en sus hombros brillaban dos estrellas de oro. Los igualizadores abultaban los bolsillos de atrás de sus acólitos; él llevaba en la mano una pequeña porra de oro y de su cinturón colgaba una pesada granada dorada.

Descendieron por la escalera de honor y el centinela se puso firme mientras que el senescal llevaba la mano a su casco. Un coche especial esperaba a la puerta. El senescal se sentó en la parte posterior completamente solo, y los seis agentes se distribuyeron en los estribos, los dos más gordos de un lado y los cuatro delgados del otro. El conductor llevaba también un mono de cuero negro, pero no casco. Arrancó. El coche no tenía ruedas, sino una multitud de pies vibrátiles, de manera que no había peligro de que las balas perdidas pincharan los neumáticos. Los pies refunfuñaron sobre el pavimento y el conductor hizo un viraje cerrado en la primera bifurcación; en el interior se tenía la impresión de estar en la cresta de una ola que rompe.

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Mientras veía alejarse a Colin, Alise le decía adiós con todas las fuerzas de su corazón. Amaba tanto a Chloé; iba a buscar trabajo por ella, para poder comprar flores y luchar contra el horror que la devoraba dentro del pecho. Los anchos hombros de Colin se iban hundiendo un poco, parecía tan cansado, sus cabellos rubios no estaban ya peinados y ordenados como en otro tiempo. Chick sabía mostrarse tan dulce hablando de un libro de Partre o explicando a Partre. En realidad, no puede prescindir de Partre, nunca se le ocurrirá la idea de buscar otra cosa cualquiera. Partre dice todo lo que él querría saber decir. No se debe dejar a Partre que escriba esa enciclopedia, sería la muerte de Ghick, robaría, mataría a un librero. Alise se puso lentamente en camino. Partre pasa los días en una taberna, bebiendo y escribiendo con otros como él que acuden a beber y a escribir, beben té de los Mares y licores suaves, lo cual les evita tener que pensar en lo que están escribiendo, y sale y entra mucha gente y esto remueve las ideas del fondo y una u otra se pesca, no hay por qué desecar todo lo superfluo, se pone un poquito de ideas y un poquito de superfluo y se diluye. La gente asimila estas cosas con mayor facilidad, es sobre todo a las mujeres a las que menos les gusta lo que es puro. El camino para llegar a la taberna no era muy largo. Desde lejos, Alise vio cómo uno de los camareros con chaquetilla blanca y pantalón color limón servía una manita de cerdo rellena a Don Evany Marqué, el célebre jugador de béisbol que, en lugar de beber, cosa que detestaba, absorbía alimentos bien sazonados para dar sed a sus vecinos. Alise entró; Jean-Sol Partre, en su sitio habitual, escribía; había allí mucha gente, que hablaba con suavidad. Milagrosamente, lo que es extraordinario, Alise vio una silla libre al lado de Jean-Sol y se sentó.

Puso sobre sus rodillas su pesado bolso y abrió la cremallera. Por encima del hombro de Jean-Sol veía el título que ostentaba la página: Enciclopedia, volumen diecinueve. Posó una mano tímida sobre el brazo de Jean-Sol; éste cesó de escribir.

– Ya ha llegado ahí -dijo Alise.

– Sí -respondió Jean-Sol-. ¿Desea usted hablarme?

– Yo quería pedirle que no la publique -dijo.

– La cosa es difícil-dijo Jean-Sol-. La están esperando.

Se quitó las gafas, sopló en los cristales y se las volvió a poner: sus ojos dejaron de verse.

– Por supuesto -dijo Alise-. Pero lo que yo quiero decir es que sólo sería necesario retrasar su publicación.

– Oh -dijo Jean-Sol-, si no se trata más que de eso, podríamos ver.

– Habría que retrasarla diez años -dijo Alise.

– ¿Ah sí? -dijo Jean-Sol.

– Sí -dijo Alise-. Diez años, o más, naturalmente. ¿Sabe?, es mejor dar tiempo a la gente para que ahorre y la pueda comprar.

– Será bastante latosa de leer -dijo Jean-Sol-, porque ya me fastidia a mí bastante escribirla. Tengo un fuerte calambre en la muñeca izquierda a fuerza de sujetar la hoja.

– Lo lamento por usted -dijo Alise.

– ¿Que tenga un calambre?

– No -dijo Alise-, que no quiera usted aplazar la publicación.

– ¿Por qué?

– Le voy a explicar: Chik se gasta todo el dinero que tiene en comprar lo que usted escribe y ya no le queda nada de dinero.

– Haría mejor comprando otra cosa -dijo Jean-Sol-; yo, por ejemplo, no compro nunca mis libros.

– A él le gusta mucho lo que usted escribe.

– Está en su derecho -dijo Jean-Sol-. La decisión es suya.

– Está demasiado enredado en este asunto, creo yo -dijo Alise-. Yo también he tomado mi propia decisión, pero yo soy libre porque él ya no quiere que viva con él, así que, ya que usted no quiere retrasar la publicación, voy a matarle.

– Va a hacerme perder mis medios de subsistencia -dijo Jean-Sol-. ¿Cómo quiere que cobre mis derechos de autor estando muerto?

– Eso es asunto suyo -dijo Alise-; yo no puedo tenerlo todo en consideración, ya que lo que quiero ante todo es matarle a usted.

– Pero usted tiene que admitir que yo no puedo ceder a una razón como ésa -dijo Jean-Sol Partre.

– Lo admito -dijo Alise. Abrió su bolso y sacó de él el arrancacorazones de Chick que había cogido unos días antes del cajón de su escritorio.

– ¿Quiere abrirse el cuello de la camisa, por favor? -preguntó.

– Escuche -dijo Jean-Sol quitándose las gafas-, toda esta historia me parece una perfecta idiotez.

Él se desabotonó el cuello. Alise reunió todas sus fuerzas y, con gesto resuelto, hincó el arrancacorazones en el pecho de Partre. Él la miró, moría muy deprisa y lanzó una última mirada de asombro al comprobar que tenía el corazón en forma de tetraedro. Alise se puso muy pálida, ahora Jean -Sol Partre estaba muerto y el té se estaba enfriando. Cogió el manuscrito de la Enciclopedia y lo hizo pedazos, un camarero vino a limpiar la sangre y toda la porquería que se había formado con la sangre y la tinta de la estilográfica en la mesita rectangular. Pagó al camarero, abrió los dos brazos del arrancacorazones, y el corazón de Partre quedó sobre la mesa; plegó el brillante instrumento y lo volvió a meter en el bolso; después salió a la calle, llevando la cajita de cerillas que Partre guardaba en su bolsillo.

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