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Chick detuvo el tocadiscos para cambiar los dos que acababa de escuchar simultáneamente de cabo a rabo. Cogió discos de otra serie; de debajo de uno de ellos salió una foto de Alise que creía haber perdido. Era de tres cuartos de perfil, iluminada por una luz difusa y, al parecer, el fotógrafo debía de haber puesto un proyector por detrás de ella para iluminar la parte superior de sus cabellos. Cambió los discos y se quedó con la foto en la mano. Echó un vistazo por la ventana y comprobó que nuevas columnas de humo ascendían más cerca de su casa. Escucharía los discos que había puesto y luego bajaría a ver al librero de al lado. Se sentó. Su mano llevó la foto ante sus ojos. Mirándola con más atención, se parecía a Partre. Poco a poco, sobre la imagen de Alise se fue formando la de Partre y éste sonrió a Chick; seguro que le dedicaría lo que quisiera. Subían pasos por la escalera, escuchó y resonaron golpes en su puerta. Dejó la foto, paró el tocadiscos y fue a abrir. Ante él vio el mono de cuero negro de uno de los agentes, siguió el segundo y el senescal de la policía entró el último; sobre su uniforme rojo y su casco negro brillaban reflejos fugaces en la penumbra del rellano.

– ¿Se llama usted Chick? -preguntó el senescal.

Chick retrocedió y palideció. Retrocedió hasta la pared donde estaban sus hermosos libros.

– ¿Qué he hecho? -preguntó.

El senescal buscó en su bolsillo del pecho y leyó el papel:

Recaudaci6n de impuestos en casa del señor Chick con detención previa. Felpa de matute y amonestaci6n severa. Embargo total o incluso parcial, complicado con violaci6n de domicilio.

– Pero… yo pagaré mis impuestos -dijo Chick.

– Sí -dijo el senescal-, después los pagará. Primeramente, es necesario que le demos la felpa de matute. Es una felpa muy fuerte; solemos utilizar la versión abreviada para que la gente no se conmueva.

– Les voy a dar mi dinero -dijo Chick.

– Sí, claro -dijo el senescal.

Chick se acercó al escritorio y abrió el cajón; guardaba allí un arrancacorazones de gran calibre y un matapolizontes en mal estado. El arrancacorazones no lo vio, pero el matapolizontes abultaba bajo un montón de papeles viejos.

– Oiga -dijo el senescal-, ¿de verdad es dinero lo que busca?

Los dos agentes estaban separados el uno del otro y tenían en la mano sus igualizadores. Chick se irguió con el matapolizontes en la mano.

– ¡Cuidado, jefe! -dijo uno de los agentes.

– ¿Tiro, jefe? -preguntó el segundo.

– No me vais a coger así como así… -dijo Chick.

– Muy bien -dijo el senescal-, entonces nos apoderaremos de sus libros.

Uno de los agentes cogió un libro que tenía a mano. Lo abrió brutalmente.

– No es más que escritura, jefe -anunció.

– Viole -dijo el senescal.

El agente cogió el libro por una tapa y lo agitó con fuerza.

Chick se puso a aullar.

– ¡No toque eso!…

– Dígame -dijo el senescal-, ¿por qué no utiliza usted su matapolizontes? Usted sabe muy bien que el papel dice «Violación de domicilio».

– ¡Deje eso! -rugió Chick de nuevo, y levantó su matapolizontes, pero el acero descendió sin ningún chasquido.

– ¿Tiro, jefe? -preguntó de nuevo el agente.

El cuerpo del libro acababa de desprenderse de las cubiertas y Chick se precipitó hacia adelante, soltando el inservible matapolizontes.

– Tire, Douglas -dijo el senescal retrocediendo.

El cuerpo de Chick se desplomó a los pies de los agentes; ambos habían disparado.

– ¿Se le da la felpa de matute, jefe? -preguntó el otro agente.

Chick se removía todavía un poco. Se levantó apoyándose en las manos y consiguió arrodillarse. Se apretaba el vientre con las manos y su cara gesticulaba, mientras que en sus ojos caían gotas de sudor. Tenía un gran corte en la frente.

– Dejen esos libros… -murmuró. Su voz era ronca y cascada.

– Vamos a pisotearlos -dijo el senescal-. Supongo que estará usted muerto dentro de unos segundos.

La cabeza de Chick volvía a caer, trataba de levantarla, pero le dolía el vientre como si dentro de él giraran cuchillas triangulares. Consiguió poner un pie en el suelo, pero la otra rodilla se negaba a extenderse. Los agentes se acercaron a los libros mientras el senescal avanzaba dos pasos hacia Chick.

– No toquen esos libros -dijo Chick. Se oía gorgotear la sangre en su garganta y su cabeza estaba cada vez más caída.

Soltó su vientre, las manos rojas; éstas golpearon el aire sin objeto, y se desplomó, la cara contra el suelo. El senescal de la policía le dio la vuelta con el pie. Había dejado de moverse y sus ojos abiertos miraban más allá de la habitación. Su rostro estaba partido en dos por la raya de sangre que había corrido de su frente.

– ¡Patéele, Douglas! -dijo el senescal-. Voy a destrozar personalmente esta máquina de hacer ruido.

Pasó delante de la ventana y vio que un gran hongo de humo se elevaba lentamente hacia él procedente de la planta baja de la casa frontera.

– Es inútil patearle a fondo -añadió-, la casa de al lado está ardiendo. Dese prisa, eso es lo esencial. No quedará ni rastro, pero yo lo consignaré todo en mi informe.

La cara de Chick estaba absolutamente negra. Por debajo de su cuerpo, el charco de sangre se coagulaba en forma de estrella.

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