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– En realidad -dijo el gato-, el asunto no me interesa demasiado.

– Te equivocas -dijo el ratón-. Todavía soy joven y, hasta el último momento, he estado bien alimentado.

– Pero yo también estoy bien alimentado -dijo el gato-, y no tengo ningunas ganas de suicidarme; esa es la razón por la que todo esto me parece anormal.

– Es que tú no le has visto -dijo el ratón.

– ¿Qué hace? -preguntó el gato.

– No tenía demasiadas ganas de saberlo. Hacía calor y todos sus pelos estaban bien esponjosos.

– Se queda en la orilla del agua -dijo el ratón-, espera y, cuando es la hora, echa a andar por la plancha y se para en el medio. Ve algo.

No puede ver gran cosa -dijo el gato-. Un nenúfar, tal vez.

– Sí -dijo el ratón-, espera a que suba para matarlo.

– Eso es una idiotez -dijo el gato-. No tiene ningún interés.

– Cuando ha pasado la hora -continuó el ratón- vuelve a la orilla y mira la foto.

– ¿No come nunca? -preguntó el gato.

– No -respondió el ratón-. Se está quedando muy débil y yo no puedo soportarlo. Un día cualquiera va a dar un traspiés en esa plancha grande…

– ¿Y a ti qué te importa? -preguntó el gato-o ¿Qué pasa?, ¿es desgraciado?

– No es desgraciado -dijo el ratón-, sino que tiene una pena muy grande. Y eso es lo que no puedo soportar. Además, se va a caer al agua, se asoma demasiado.

– Bueno -dijo el gato-, siendo así, estoy dispuesto a hacerte ese favor, aunque no sé por qué digo «siendo así» cuando no comprendo nada en absoluto.

– Eres muy bueno -dijo el ratón.

– Mete la cabeza en mi boca -dijo el gato- y espera.

– ¿Habré de esperar mucho? -preguntó el ratón.

– El tiempo que tarde alguien en pisarme la cola -dijo el gato-; me hace falta un reflejo rápido. Pero yo la dejaré extendida, no tengas miedo.

El ratón separó las mandíbulas del gato y metió del todo la cabeza entre los agudos dientes. La retiró casi inmediatamente.

– Dime, ¿has comido tiburón esta mañana? -dijo el ratón.

– Escucha -dijo el gato-, si no te gusta esto, te puedes largar. A mí este asunto me carga. Te las tendrás que arreglar tú solo.

Parecía enojado.

– No te enfades -dijo el ratón.

Cerró sus ojillos negros y volvió a colocar la cabeza. El gato dejó caer con precaución sus caninos acerados sobre el cuello suave y gris. Los bigotes negros del ratón se confundían con los suyos. Desenroscó su espeso rabo y lo dejó arrastrar por la acera.

Llegaban, cantando, once niñas ciegas del orfelinato de Julio el Apostólico.

Memphis, 8 de marzo de 1946

Davenport, 10 de marzo de 1946

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