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– Reconozco que es una hermosa pieza -dijo el antigüedario, dando vueltas alrededor del pianóctel de Colin.

– Es arce espabilado -dijo Colin.

– Ya veo, ya veo -dijo el antigüedario-. Supongo que funciona bien.

– Yo trato de vender lo mejor que tengo -dijo Colin.

– Debe darle pena -dijo el antigüedario, agachándose para ver un pequeño dibujo de la madera.

Sopló algunas motitas de polvo que empañaban el lustre del mueble.

– ¿No preferiría usted ganar dinero trabajando que deshacerse de él?

Colin se acordó del despacho del director y del pistoletazo del conserje y dijo que no.

– De todas maneras terminará trabajando cuando ya no le quede nada que vender… -dijo el antigüedario.

– Si dejaran de aumentar mis gastos… -dijo Colin, y añadió-: si cesaran de crecer mis gastos, yo tendría bastante, vendiendo mis cosas, para vivir sin trabajar. Claro que no para vivir muy bien, pero para vivir al fin y al cabo.

– ¿No le gusta el trabajo? -dijo el antigüedario.

– Es horrible -dijo Colin-. Rebaja al hombre al nivel de la máquina.

– ¿Y sus gastos no cesan de aumentar? -preguntó el antigüedario.

– Las flores cuestan muy caras y la vida en la montaña también… -dijo Colin.

– Pero ¿y si se curase? -dijo el antigüedario.

– ¡Oh! -dijo Colin. Sonrió beatíficamente-. ¡Sería tan maravilloso!… -murmuró.

– De todas formas, no es del todo imposible -dijo el antigüedario.

– ¡No! ¡Desde luego!… -dijo Colin.

– Pero hace falta tiempo -dijo el antigüedario.

– Sí -dijo Colin-. y el sol se va…

– Puede volver -dijo el antigüedario, animándole.

– No lo creo -dijo Colin-. Lo que sucede va en serio.

Se produjo un silencio.

– ¿Está lleno por dentro? -preguntó el antigüedario señalando el pianóctel.

– Sí -dijo Colin-. Todos los receptáculos están llenos.

– Yo toco bastante bien el piano, podríamos probar.

– Si usted quiere -dijo Colin.

– Voy a buscar un asiento.

Se hallaban en medio de la tienda a donde Colin había hecho transportar su pianóctel. Por todas partes había montones de objetos extraños y viejos en forma de sillones, de sillas, de consolas y de otros muebles. El lugar estaba poco iluminado y olía a cera de las Indias y a vibrión azul. El antigüedario se hizo con un taburete de madera de quiebrahachas afiladas y se sentó ante el pianóctel. Había cerrado el picaporte de la puerta, que de este modo se quedaría muda y no les molestaría.

– ¿Se sabe usted algo de Duke EllingtonL -dijo Colin.

– Sí -dijo el antigüedario-. Voy a tocarle Blues of the Vagabond.

– ¿A cuánto lo ajusto? -dijo Colin-. ¿Tocará tres variaciones?

– Sí -dijo el antigüedario.

– De acuerdo -dijo Colin-. Eso hará un medio litro en total. ¿De acuerdo?

– Perfecto -respondió el comerciante, que empezó a tocar.

Tocaba con suma sensibilidad y las notas volaban por el aire, tan etéreas como las perlas del clarinete de Barney Bigard en la versión de Duke.

Colin se había sentado en el suelo para escuchar con la espalda contra el pianóctel, y derramaba grandes lágrimas elípticas y flexibles que rodaban por su ropa y corrían por el polvo. La música pasaba a través de él y volvía a salir flltrada, pero la melodía que salía de él se parecía mucho más a Chloé que a los Blues del vagabundo. El mercader de antigüedades tarareaba un contrapunto de sencillez pastoral y balanceaba su cabeza de lado como una serpiente de cascabel.

Tocó las tres variaciones y paró. Colin, feliz hasta el fondo del alma, seguía sentado en su sitio y era como cuando Chloé no estaba enferma.

– ¿Y ahora qué se hace? -preguntó el antigüedario.

Colin se levantó y abrió el pequeño panel móvil haciendo la maniobra correspondiente y ambos tomaron sendos vasos llenos de un líquido con reflejos de arco iris. El antigüedario bebió el primero chasqueando la lengua.

– Tiene exactamente el gusto de los blues -dijo-o Concretamente de este blues. ¿Sabe? ¡Es formidable su invento!…

– Sí, todo marchaba muy bien -dijo Colin.

– ¿Sabe usted una cosa? -dijo el antigüedario-. Seguramente le voy a pagar un buen precio.

– Será una gran alegría para mí -dijo Colin-. Todo me va mal ahora.

– Así es la vida. Las cosas no pueden ir siempre bien -dijo el antigüedario.

– Pero las cosas podrían no ir siempre mal-dijo Colin-. Se recuerdan mucho mejor los buenos momentos; entonces, ¿para qué sirven los malos?

– ¿Y si tocara Misty Morning? -propuso el antigüedario-. ¿Sale bien?

– Sí -dijo Colin-. Sale de maravilla. Da un cóctel gris perla y verde menta con un gusto de pimienta y ahumado.

El antigüedario se volvió a sentar al piano y tocó Misty Morning. Lo bebieron. A continuación tocó también Blue Bubbles, y después paró porque empezaba a tocar dos notas al mismo tiempo y Colin a oír cuatro melodías diferentes a la vez. Colin cerró con cuidado la tapa del piano.

– Bueno -dijo el antigüedario- ¿hablamos de negocios ahora?

– ¡Sipi! -dijo Colin.

– Su pianóctel es algo fabuloso -dijo el antigüedario-. Le doy tres mil doblezones.

– No -dijo Colin- es demasiado.

– Insisto -dijo el antigüedario.

– Pero eso es una tontería -dijo Colin-. Yo no quiero. Dos mil, si le parece bien.

– No -dijo el antigüedario-. Lléveselo, no lo quiero.

– ¡Pero yo no puedo venderlo en tres mil! -dijo Colin- ¡Es un robo!…

– En absoluto… -insistió el antigüedario-. Puedo venderlo en cuatro mil en un minuto…

– Usted sabe muy bien que se lo va a quedar para usted -dijo Colin.

– Por supuesto -dijo el antigüedario-. Escuche, vamos a partir la sandía: dos mil quinientos doblezones.

– Bueno -dijo Colin- vale. Pero ¿qué haremos con las dos mitades de esa maldita sandía?

– Tenga… -dijo el antigüedario.

Colin cogió el dinero y lo metió cuidadosamente en su cartera. Vacilaba un poco.

– No me tengo en pie -dijo.

– Pues claro -dijo el antigüedario-. ¿Vendrá a escuchar un trago conmigo, de vez en cuando?

– Prometido -dijo Colin-. Ahora, tengo que marcharme. Nicolás me va a poner de vuelta y media.

– Le acompaño un poco -dijo el antigüedario-, tengo que hacer un recado.

– Es usted muy amable… -dijo Colin.

Salieron a la calle. El cielo, azul verdoso, colgaba casi hasta el suelo, donde grandes manchas blancas marcaban el sitio en que acababan de estrellarse las nubes.

– Ha habido tormenta -dijo el antigüedario.

Caminaron juntos algunos metros y el compañero de Colin se detuvo delante de un bazar.

– ¡Espéreme un segundo! ¡Vuelvo en seguida! -dijo.

Entró en la tienda. A través del escaparate, Colin le vio escoger un objeto que observó atentamente a1-trasluz y metió a continuación en el bolsillo.

– ¡Ya está! -dijo cerrando la puerta.

– ¿Qué era eso? -preguntó Colin.

– Un nivel de agua -respondió el antigüedario-. Tengo el propósito de tocarme todo mi repertorio después de acompañarle y después tengo que caminar.

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