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25

– ¿Por qué miran con tanto desdén? -preguntó Chloé-. Al fin y al cabo, trabajar no es para tanto.

– Se les ha inculcado la idea de que trabajar es algo bueno -dijo Colin-. En general, se considera así. Pero, de hecho, no hay nadie que lo piense. Se hace por costumbre y para no pensar en ello precisamente.

– De todas maneras, es una tontería hacer un trabajo que podrían hacer máquinas.

– Pero las máquinas habría que construirlas -dijo Colin-. ¿Y quién va a hacerlo?

– ¡Bueno, por supuesto! -dijo Chloé-. Para hacer un huevo, hace falta una gallina, y una vez que se tiene la gallina se pueden tener montones de huevos. Así que vale más empezar por la gallina.

– Habría que saber quién impide fabricar las máquinas -dijo Colin-. Lo que falta, por lo visto, es tiempo. La gente pierde el tiempo en vivir y entonces ya no le queda tiempo para trabajar.

– ¿No será más bien lo contrario? -dijo Chloé.

– No -dijo Colin-. Si tuvieran tiempo para construir máquinas, luego ya no tendrían necesidad de hacer nada. Lo que yo quiero decir es que la gente trabaja para vivir en lugar de trabajar para hacer máquinas que les permitan vivir sin trabajar.

– El asunto es complicado -consideró Chloé.

– No -dijo Colin-. Es muy sencillo. Por supuesto, habría que ir poco a poco. Pero se pierde tanto tiempo en hacer cosas que acaban gastándose…

– Pero ¿no crees tú que les gustaría más quedarse en casa y besar a su mujer, ir a la piscina y a divertirse?

– No -dijo Colin-, porque no piensan en ello.

– Pero ¿acaso es culpa suya si creen que está bien trabajar?

– No -dijo Colin-, ellos no tienen la culpa. Es que se les ha venido diciendo: «El trabajo es sagrado, el trabajo es bueno, el trabajo es hermoso, el trabajo es lo que cuenta antes que nada y sólo los que trabajan son quienes tienen derecho a todo». Lo que pasa es que se organizan las cosas para hacerles trabajar constantemente y entonces no pueden aprovecharse de ello.

– Entonces, ¿es que son tontos?

– Sí, son tontos -dijo Colin-. Por eso están de acuerdo con quienes les hacen creer que el trabajo es lo mejor que hay. Eso les impide reflexionar y tratar de progresar y dejar de trabajar.

– Vamos a hablar de otra cosa -dijo Chloé-, estos temas me dejan agotada. Dime si te gusta mi pelo…

– Te lo he dicho ya…

Se la puso en las rodillas. De nuevo se sentía completamente feliz.

– Te he dicho ya que me gustas mucho, al por mayor y al detalle.

– Detalla, entonces -dijo Chloé, dejándose caer en brazos de Colin, mimosa como una culebra.

26

– Perdón, señor -dijo Nicolás-. ¿Desea el señor que bajemos aquí?

El coche se había detenido delante de un hotel, al lado de la carretera. Era ya la carretera buena, plana, tornasolada por reflejos fotogénicos, con árboles perfectamente cilíndricos a ambos lados, hierba verde, sol, vacas en los prados, vallas carcomidas, setas en flor, manzanas en los manzanos y hojas secas en montoncitos con un poco de nieve de vez en cuando para hacer más ameno el paisaje, con palmeras, mimasas y pinos del norte en el jardín del hotel, y un muchacho pelirrojo y desgreñado que conducía dos borregos y un perro borracho. A un lado de la carretera soplaba viento y al otro no. Podía escogerse el que más gustase. Sólo un árbol de cada dos daba sombra y sólo en una de las cunetas había ranas.

– Quedémonos aquí -dijo Colin-. De todas maneras, no vamos a llegar hoy al sur.

Nicolás abrió la puerta y se bajó del coche. Llevaba un bonito uniforme de chófer de piel de cerdo y una elegante gorra haciendo juego. Retrocedió un par de pasos y miró al coche. Colin y Chloé descendieron también.

– El coche está bastante sucio -dijo Nicolás-. Es por todo ese barro que hemos atravesado.

– No importa -dijo Chloé-. Que nos lo laven en el hotel.

– Nicolás, entra y pregunta si hay habitaciones libres -dijo Colin- y si hay qué comer.

– Perfectamente, señor -dijo Nicolás, llevándose la mano a la gorra y más exasperante que nunca.

Empujó la verja de roble encerado, cuyo pomo revestido de terciopelo le hizo estremecerse. Sus pasos hicieron crujir la grava y subió los dos escalones. La puerta de vidrio cedió al empujar y desapareció en el edificio.

Las persianas estaban echadas y no se oía ruido alguno. El sol cocía suavemente las manzanas caídas y las hacía abrirse en pequeños manzanos verdes y frescos, que florecían instantáneamente y daban manzanas más pequeñas todavía. A la tercera generación, ya no se veía más que una especie de musgo verde y rosa por el que rodaban como canicas minúsculas manzanas.

Algunos bichos zumbaban al sol, entregándose a tareas indefinidas, algunas de ellas consistentes en girar rápidamente sobre sí mismos. Del lado de la carretera en que soplaba viento las gramíneas se curvaban en sordina y las hojas aleteaban con un ligero susurro. Algunos insectos con élitros intentaban remontar la corriente produciendo un pequeño chapoteo parecido al de las ruedas de un vapor singlando hacia los grandes lagos.

Colin y Chloé, el uno cerca del otro, dejaban que el sol les acariciase sin decir palabra, y sus corazones latían a un ritmo de bugui.

La puerta acristalada chirrió levemente y reapareció Nicolás. Traía la gorra torcida y el traje en desorden.

– ¿Te han puesto de patitas en la calle? -preguntó Colin.

– No, señor -dijo Nicolás-. El señor y la señora son bien recibidos y, además, se encargarán del coche.

– ¿Y qué te ha pasado? -preguntó Chloé.

– Bueno… -dijo Nicolás-. Es que no está el dueño y me ha recibido su hija…

– Arréglate -dijo Colin-. Así no estás correcto.

– Ruego al señor que me excuse -dijo Nicolás-, pero pensé que dos habitaciones merecían un pequeño sacrificio.

– Anda, ve a vestirte de paisano -dijo Colin – y vuelve a hablar de forma normal. ¡Me pones los nervios de punta!…

Chloé se paró a jugar con un montoncito de nieve. Los copos, suaves y frescos, permanecían blancos y no se derretían.

– Mira qué bonita es -le dijo a Colin.

Bajo la nieve había primaveras, acianos y amapolas.

– Sí -dijo Colin-. Pero no debes tocada. Vas a coger frío.

– ¡No! -dijo Chloé, y se puso a toser como una tela de seda que se desgarra.

– Mi pequeña Chloé -dijo Colin, rodeándola con los brazos-, ¡no tosas así, que me duele a mí!

Chloé soltó la nieve, que cayó lentamente, como si fuera plumón, y se puso a brillar otra vez al sol.

– No me gusta esta nieve -murmuró Nicolás.

Se recompuso en seguida.

– Le ruego al señor que me dispense por esta libertad de lenguaje.

Colin se quitó un zapato y se lo tiró a Nicolás a la cara, pero éste se agachó para rascar una manchita en el pantalón y se levantó al oír el ruido de los cristales rotos.

– ¡Señor! -dijo Nicolás con un deje de reproche-o ¡Es la ventana de la habitación del señor!…

– Pues peor para mí -dijo Colin-. Así estaremos ventilados… y, además, esto te enseñará a no hablar como un idiota.

Con la ayuda de Chloé, se dirigió a la pata coja a la puerta del hotel. El cristal roto empezaba a crecer de nuevo. En los bordes del bastidor se estaba formando una delgada película, opalescente e irisada, de reflejos inciertos y colores vagos y cambiantes.

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