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Nicolás miraba su horno. Estaba sentado delante de él con un atizador y un soplete, y estaba comprobando el interior. El horno se estaba deformando un poco por la parte de arriba y las chapas se ablandaban, adoptando la consistencia de delgadas láminas de gruyere. Oyó los pasos de Colin en el pasillo y se irguió en su asiento. Se sentía cansado. Colin empujó la puerta y entró. Parecía contento.

– ¿Qué hay? -preguntó Nicolás-. ¿Ha ido todo bien?

– Lo he vendido -dijo Colin-. Dos mil quinientos…

– ¿Doblezones?… -dijo Nicolás.

– Sí -dijo Colin.

– ¡No me lo puedo creer!

– Yo tampoco lo esperaba. ¿Estabas mirando el horno?

– Sí -dijo Nicolás-. Se está transformando en una marmita de carbón vegetal; y me pregunto cómo diablos es posible eso…

– Es muy raro -dijo Colin-, pero no más que las demás cosas. ¿Te has fijado en el pasillo?.

– Sí -dijo Nicolás-. Se está volviendo de madera de pino…

– Quería decirte una vez más -dijo Colin- que no quiero que te quedes aquí más tiempo.

– Ha habido carta -dijo Nicolás.

– ¿De Chloé?

– Sí -dijo Nicolás-, está encima de la mesa.

Mientras abría la carta, Colin oía la dulce voz de Chloé y no tuvo más que escuchar para saber lo que decía. Era lo siguiente:

«Mi querido Colin:

»Me encuentro bien y hace buen tiempo. El único fastidio son los topos de nieve; son unos bichos que reptan entre la nieve y la tierra; tienen la piel de color naranja y gritan fuerte por la noche. Hacen grandes montículos de nieve y uno se cae encima. Hay mucho sol y pienso volver muy pronto.»

– Son buenas noticias -dijo Colin-. Y, ahora, escúchame: te vas a ir a casa de los Ponteauzanne.

– Ni hablar -dijo Nicolás.

– Sí -dijo Colin-. Necesitan un cocinero y yo no quiero

que te quedes aquí… estás envejeciendo mucho yya te he dicho que he firmado por ti.

– ¿Y el ratón? -dij o Nicolás-. ¿ Quién le va a dar de comer?

– Yo me ocuparé -dijo Colin.

– No es posible -dijo Nicolás-. Además, yo ya no estoy metido en esta historia.

– Claro que sí -dijo Colin-. La atmósfera de esta casa te aplasta… ninguno de vosotros puede aguantado…

– Tú dices siempre eso -dijo Nicolás-, yeso no explica nada.

– A fin de cuentas -dijo Colin-, ésa no es la cuestión.

Nicolás se levantó y se estiró. Parecía triste.

– Ya no haces nada de Gouffé -dijo Colin-. Estás descuidando tu cocina, te estás echando a perder.

– Eso no es cierto -protestó Nicolás.

– Déjame que siga -dijo Colin-. Ya no te vistes los domingos y ya no te afeitas todas las mañanas.

– Eso no es un crimen -dijo Nicolás.

– Sí lo es -dijo Colin-. Yo no puedo pagarte lo que vales. Pero tu valor está bajando y es un poco culpa mía.

– No es cierto -dijo Nicolás-. No es culpa tuya si tienes problemas.

– Sí -dijo Colin-, es porque me casé y porque…

– Eso es una idiotez -dijo Nicolás-. ¿Quién va a cocinar?

– Yo -dijo Colin.

– ¡Pero si tú vas a trabajar!… No tendrás tiempo.

– No, no voy a trabajar. De todas maneras he vendido mi pianóctel por dos mil quinientos doblezones.

– Sí -dijo Nicolás-. ¡Con eso vas a ir muy lejos!…

– Tú te vas a ir a casa de los Ponteauzanne -dijo Colin.

– ¡Ah! -dijo Nicolás-. Me tienes harto. Bien. Me iré. Pero no es elegante por tu parte.

– Volverás a tener tus buenos modales.

– Bastante has protestado contra mis buenos modales…

– Sí -dijo Colin-, porque conmigo no valía la pena.

– Me tienes harto -dijo Nicolás-. Harto, harto…

47

Colin oyó llamar a la puerta de entrada y corrió a abrir. Una de sus zapatillas tenía un agujero muy grande y ocultó el pie debajo de la alfombra.

– Viven ustedes muy alto -dijo Tragamangos, entrando.

Emitía un soplido compacto.

– Buenos días, doctor -dijo Colin ruborizándose porque no tenía más remedio que enseñar el pie.

– Han cambiado ustedes de casa -dijo el profesor-; la de antes no estaba tan lejos.

– No, no señor- dijo Colin-. Es la misma.

– Imposible -dijo el profesor-. Cuando gaste usted una broma, le aconsejo que se ponga más serio y que encuentre réplicas más agudas.

– Sí, claro -dijo Colin.

– ¿Cómo está la enferma? -dijo el profesor.

– Está mejor -dijo Colin-. Tiene mejor cara y ya no tiene dolores.

– ¡Hum! -dijo el profesor-. Eso me da que pensar.

Entró, seguido de Colin, en la habitación de Chloé y agachó la cabeza para no tropezar con el dintel de la puerta, pero éste hizo una inflexión en ese mismo instante y el profesor soltó un taco. Chloé, en su cama, reía al ver la entrada del profesor.

La habitación había pasado a tener unas dimensiones bastantes reducidas. La alfombra, a diferencia de las demás piezas, se había espesado, y el lecho se hallaba ahora en una trasalcoba con cortinas de satén. El gran ventanal se había dividido por completo en cuatro pequeñas ventanas cuadradas separadas por los pedúnculo s de piedra que ya habían terminado de crecer. Reinaba en la pieza una luz un poco gris, pero limpia. Hacía calor.

– Seguirá usted diciendo que no han cambiado de casa, ¿eh? -dijo Tragamangos.

– Le juro a usted, doctor… -empezó a decir Colin.

Calló porque el profesor le estaba mirando con expresión inquieta y recelosa.

– … ¡Estaba bromeando!… -dijo, riéndose.

Tragamangos se aproximó a la cama.

– Ahora -dijo- descúbrase usted. Voy a auscultarla.

Chloé entreabrió su manteleta de plumón.

– ¡Ah! -dijo Tragamangos-. La abrieron aquí…

– Sí… -respondió Chloé.

Tenía bajo el seno derecho una pequeña cicatriz perfectamente redonda.

– ¿Lo sacaron por ahí cuando se murió? -dijo el profesor-. ¿Era grande?

– Un metro, creo yo -dijo Chloé-. Con una gran flor de veinte centímetros.

– ¡Qué horror!… -refunfuñó el profesor-. No ha tenido usted suerte. ¡De ese tamaño no es corriente!.

– Fueron las otras flores las que le hicieron morir -dijo Chloé-. En especial, una flor de vainilla que me trajeron al final.

– Es extraño -dijo el profesor-. Nunca habría creído que la vainilla ejerciera efecto. Yo pensaba más bien en el enebro o en la acacia. La medicina, ya sabe, es un juego de imbéciles -concluyó.

– Es verdad -dijo Chloé.

El profesor la auscultaba. Se levantó.

– Está bien -dijo-. Evidentemente, eso ha dejado secuelas.

– ¿Ah, sí? -dijo Chloé.

– Sí -dijo el profesor-. En la actualidad tiene usted un pulmón completamente inutilizado, o casi.

– ¡Bueno -dijo Chloé-, no me importa mientras funcione el otro!

– Si coge usted algo en el otro, su marido lo pasará mal -dijo el profesor.

– ¿Y yo no? -preguntó Chloé.

– Usted ya no -dijo el profesor.

Se levantó.

– No quiero asustarles sin necesidad, pero tengan mucho cuidado.

– Yo ya tengo mucho cuidado -dijo Chloé.

Sus ojos se agrandaron. Se pasó una mano tímidamente por el pelo.

– ¿Qué puedo hacer para estar segura de no coger nada más? -dijo, y su voz casi lloraba.

– No se preocupe, pequeña -dijo el profesor-. No hay ninguna razón para que coja usted nada.

Miró en torno suyo.

– Me gustaba más su primera casa. El aire era más saludable.

– Sí -dijo Colin-. pero no es culpa nuestra…

– ¿A qué se dedica usted en la vida? -preguntó el profesor.

– Aprendo cosas -dijo Colin-. Y amo a Chloé.

– ¿Su trabajo no le proporciona ingresos? -preguntó el profesor.

– En absoluto. Lo que yo hago no es trabajo en el sentido en que la gente lo entiende generalmente -dijo Colin.

– El trabajo es algo infecto, yo bien lo sé -murmuró el profesor-, pero lo que le gusta a uno hacer evidentemente no puede proporcionar recursos, puesto que…

Se interrumpió.

– La última vez que estuve aquí me enseñó usted un aparato que daba resultados sorprendentes. ¿Lo tiene usted todavía por casualidad?

– No -dijo Colin-. Lo vendí. Pero de todas maneras puedo ofrecerle una copa…

Tragamangos se pasó los dedos por el cuello de su camisa amarilla y se rascó el cuello.

– Le sigo. Hasta la vista. señorita -dijo.

– Hasta la vista, doctor -dijo Chloé.

Se deslizó hasta el fondo de la cama y volvió a arroparse hasta el cuello. Su cara se veía clara y tierna contra las sábanas azul lavanda orladas de púrpura.

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