– Vale. Pero nada de sashimi.
Esperaron el regreso de Osborne durante casi quince minutos. Cuando volvió a la oficina llevaba un expediente que tenía un dedo de grosor. Se lo presentó a Walling, que lo cogió al tiempo que se levantaba. Bosch la siguió y se levantó a su vez.
– Se lo devolveremos lo antes posible -dijo Walling-. Gracias, señor Osborne.
– ¡Espere un momento! Ha dicho que iban a mirarlo aquí.
Rachel se dirigía a las puertas de la oficina, recuperando otra vez el impulso.
– Ya no hay tiempo, señor Osborne. Hemos de irnos. Se lo devolveremos mañana por la mañana.
Ya estaba cruzando el umbral. Bosch la siguió, cerrando la puerta tras él sobre las palabras finales de Osborne.
– ¿Y la orden judi…?
Al pasar por detrás de la empleada, Walling le pidió que les abriera. Rachel mantenía dos pasos de ventaja sobre Bosch cuando enfilaron el pasillo. Le gustaba caminar detrás de ella y admirar cómo se manejaba. Presencia de mando al ciento por ciento.
– ¿Hay algún Starbucks por aquí donde podamos sentarnos y mirar esto? Me gustaría verlo antes de volver.
– Siempre hay un Starbucks cerca.
En la acera caminaron hacia el este hasta que llegaron a un pequeño local con una barra con taburetes. Era mejor que seguir buscando un Starbucks, de manera que entraron. Mientras Bosch pedía dos cafés al hombre de detrás del mostrador, Rachel abrió el expediente.
Cuando llegaron los cafés al mostrador y pagaron, ella ya le llevaba una página de ventaja. Se sentaron uno al lado del otro y Rachel le pasaba cada hoja a Bosch después de terminar de revisarla. Trabajaron en silencio y ninguno de los dos probó el café. Pagar el café simplemente era pagar el espacio de trabajo en la barra.
El primer documento de la carpeta era una copia del certificado de nacimiento de Foxworth. Había nacido en el hospital Queen of Angels. La madre era Rosemary Foxworth, nacida el 21-6-54 en Filadelfia (Pensilvania) y el padre constaba como desconocido. La dirección de la madre correspondía a un apartamento en Orchid Avenue, en Hollywood. Bosch situó la dirección en medio de lo que en la actualidad se llamaba Kodak Center, parte del plan de renovación y renacimiento de Hollywood. Ahora era todo oropel, cristal y alfombras rojas, pero en 1971 era un barrio patrullado por prostitutas callejeras y drogadictos.
El certificado de nacimiento mencionaba también al médico que atendió el parto y una trabajadora social implicada en el caso.
Bosch hizo los cálculos. Rosemary Foxworth tenía diecisiete años cuando dio a luz a su hijo. No se mencionaba presencia paterna. Padre desconocido. La mención de una trabajadora social significaba que el condado iba a pagar por el parto y la ubicación del domicilio tampoco presagiaba un feliz comienzo para el pequeño Robert.
Todo esto llevaba a una imagen que se revelaba como una Polaroid en la mente de Bosch. Supuso que Rosemary Foxworth era una fugada de Filadelfia, que llegó a Hollywood y compartió apartamento barato con otras como ella. Probablemente trabajó en las calles vecinas como prostituta. Probablemente consumía drogas. Dio a luz al niño y en última instancia el condado intervino y le retiró la custodia.
A medida que Rachel le pasaba más documentos, la triste historia se fue confirmando. Robert Foxworth fue retirado de la custodia de su madre a los dos años y llevado al sistema del DSIF. Durante los siguientes dieciocho años de su vida estuvo en casas de acogida y centros de menores. Bosch se fijó en que una de las instituciones en las que había pasado tiempo era el orfanato McLaren de El Monte, un lugar donde el propio Bosch había pasado varios años de niño.
El expediente estaba repleto de evaluaciones psiquiátricas llevadas a cabo anualmente o tras los frecuentes regresos de Foxworth de casas de acogida. En total, el expediente trazaba la travesía de una vida rota. Triste, sí. Singular, no. Era la historia de un niño arrebatado a su único progenitor y luego igualmente maltratado por la institución que se lo había llevado. Foxworth fue de un lugar a otro. No tenía un hogar ni una familia verdadera. Probablemente nunca supo qué era que lo quisieran o lo amaran.
La lectura de las páginas despertó recuerdos en Bosch. Dos décadas antes de la travesía de Foxworth por el sistema de menores, Bosch había trazado su propio camino. Había sobrevivido con sus propias cicatrices, pero el daño no era nada comparado con la extensión de las heridas de Foxworth.
El siguiente documento que le pasó Rachel era una copia del certificado de defunción de Rosemary Foxworth. Falleció el 5 de marzo de 1986 por complicaciones derivadas del consumo de droga y la hepatitis C. Había muerto en el pabellón carcelario del Centro Médico County-USC. Robert Foxworth tenía catorce años.
– Aquí está, aquí está -dijo Rachel de repente.
– ¿Qué?
– Su estancia más larga en cualquier casa de acogida fue en Echo Park. ¿Y la gente que se quedó con él? Harían y Janet Saxon.
– ¿Cuál es la dirección?
– Setecientos diez de Figueroa Lane. Estuvo allí desde el ochenta y tres al ochenta y siete. Casi cuatro años en total. Ellos debieron de gustarle y él debió de gustarles a ellos.
Bosch se inclinó para mirar el documento que estaba delante de ella.
– Estaba en Figueroa Terrace, a sólo un par de manzanas de allí, cuando lo detuvieron con los cadáveres -dijo-. Si lo hubieran seguido sólo un minuto más, habrían llegado al sitio.
– Si es allí adonde iba.
– Tiene que ser adonde iba.
Ella le entregó la hoja y pasó a la siguiente. Pero Bosch se levantó y se alejó de la barra. Ya había leído suficiente por el momento. Había estado buscando la conexión con Echo Park y ya la tenía. Estaba preparado para dejar de lado el trabajo de lectura. Estaba listo para actuar.
– Harry, estos informes psiquiátricos de cuando era adolescente… hay un montón de mierda aquí.
– ¿Como qué?
– Mucha rabia hacia las mujeres. Mujeres jóvenes promiscuas. Prostitutas, drogadictas. ¿Sabes cuál es la psicología aquí? ¿Sabes lo que creo que terminó haciendo?
– No y no. ¿Qué?
– Estaba matando a su madre una y otra vez. ¿Todas esas mujeres y chicas desaparecidas que le han colgado, la última anoche? Para él eran como su madre. Y quería matarlas por haberle abandonado. Y quizá matarlas antes de que hicieran lo mismo, traer un hijo al mundo.
Bosch asintió.
– Es un bonito trabajo de psiquiatra exprés. Si tuviéramos tiempo, probablemente también podrías averiguar cuál era el dibujo de su babero. Pero ella no lo abandonó. Le retiraron la custodia.
Walling negó con la cabeza.
– No importa -dijo-. Abandono por el estilo de vida. El estado no tuvo más alternativa que intervenir y retirarle la custodia. Drogas, prostitución, todo. Al ser una madre inadecuada, ella lo abandonó a estas instituciones profundamente imperfectas donde estuvo atrapado hasta que tuvo la edad suficiente para caminar solo. En su imagen cerebral, eso constituía abandono.
Bosch asintió lentamente. Suponía que Rachel tenía razón, pero la situación en su conjunto le hacía sentirse incómodo. Para Bosch era demasiado personal, demasiado semejante a su propio camino. Salvo por algún giro puntual, Bosch y Foxworth habían seguido caminos similares. Foxworth estaba condenado a matar a su madre una y otra vez. Una psiquiatra del departamento de policía le había dicho a Bosch en cierta ocasión que él estaba condenado a resolver el asesinato de su propia madre una y otra vez.
– ¿Qué pasa?
Bosch la miró. Todavía no le había contado a Rachel su propia historia sórdida. No quería que utilizara sus habilidades de profiler con él.
– Nada -dijo-. Sólo estoy pensando.
– Parece que hayas visto un fantasma, Bosch.
Él se encogió de hombros. Walling cerró la carpeta sobre la barra y finalmente levantó el café para tomar un sorbo.