– Dice… Voy a leerla. Dice: «Robert Saxon, fecha de nacimiento, 3/11/71. Vio artículo Times. Estuvo en Mayfair y vio a MG sola. Nadie la seguía». Pone el número de teléfono de Saxon y nada más. Pero era suficiente, campeón. ¿Sabe lo que significa?
Bosch lo sabía. Acababa de darle el nombre de Robert Saxon a Kiz para que investigara su historial. O bien era un alias o quizás el nombre real de un hombre conocido en la actualidad como Raynard Waits. Ese nombre en el 51 conectaba ahora a Waits con el caso Gesto. También significaba que, trece años atrás, Bosch y Edgar habían tenido al menos una oportunidad con Waits/Saxon. Pero por razones que no recordaba o que desconocía no lo investigaron. No recordaba la entrada específica en el 51. Había decenas de páginas en la cronología de la investigación repletas de anotaciones de una o dos líneas. Recordarlas todas -incluso con sus frecuentes revisiones de la investigación a lo largo de los años- habría sido imposible.
Le costó un buen rato encontrar la voz.
– ¿Es la única mención en el expediente del caso? -preguntó.
– Que yo haya visto -dijo Olivas-. Lo he repasado todo dos veces. Incluso se me pasó la primera vez. Entonces la segunda vez dije: «Eh, conozco ese nombre». Es un alias que usó Waits a principios de los noventa. Debería haber estado en los archivos que tiene.
– Lo sé. Lo he visto.
– Eso significa que les llamó. El asesino les llamó y usted y su compañero la cagaron. Parece que nadie hizo un seguimiento ni buscó su nombre en el ordenador. Tenían el alias del asesino y un número de teléfono y no hicieron nada. Claro que no sabían que era el asesino; sólo un ciudadano que llamaba para contar lo que había visto. Seguramente estaba tratando de jugar con ustedes de alguna forma, tratando de averiguar cosas sobre el caso. Sólo que Edgar no jugó. Era tarde y probablemente quería ese primer martini.
Bosch no dijo nada y Olivas estuvo más que encantado de llenar el vacío.
– Lástima. Quizá todo esto podría haber terminado entonces. Creo que se lo preguntaremos a Waits por la mañana.
Olivas y su mundo mezquino ya no le importaban a Bosch. Las espinas no podían penetrar la gruesa y oscura nube que ya se estaba formando encima de él. Porque sabía que si el nombre de Robert Saxon había surgido en la investigación Gesto, entonces deberían haberlo comprobado por rutina en el ordenador. Y eso habría revelado un resultado en la base de datos de alias que los habría conducido a Raynard Waits y a su anterior detención. Eso lo habría convertido en sospechoso. No sólo en una persona de interés como Anthony Garland, sino en un sospechoso firme. Y sin lugar a dudas habría llevado la investigación en una dirección completamente nueva.
Pero eso nunca ocurrió. Aparentemente, ni Edgar ni Bosch habían investigado el nombre en el ordenador. Era un descuido, y Bosch sabía ahora que probablemente había costado la vida a las dos mujeres que terminaron en bolsas de basura y a las otras siete de las que Waits iba a hablarles al día siguiente.
– ¿Olivas? -dijo Bosch.
– ¿Qué, Bosch?
– No olvide llevar el expediente mañana. Quiero ver los 51.
– Oh, lo haré. Lo necesitaremos para la entrevista.
Bosch cerró el teléfono sin decir ni una palabra más. Notó que el ritmo de su respiración se disparaba. Pronto estuvo a punto de hiperventilarse. Sentía calor en la espalda, apoyada en el asiento del coche, y estaba empezando a sudar. Abrió las ventanas y trató de reducir el ritmo de cada inspiración. Estaba cerca del Parker Center y aparcó el coche.
Era la pesadilla de cualquier detective. El peor escenario. Una pista no seguida o echada a perder que permite que algo espantoso se desate en el mundo. Algo oscuro y malvado, que destruye vida tras vida al moverse a través de las sombras. Era cierto que todos los detectives cometen errores y han de vivir con el arrepentimiento. Pero Bosch sabía instintivamente que ése era un tumor maligno. Crecería cada vez más en su interior hasta que lo oscureciera todo y él se convirtiera en la última víctima, la última vida destruida.
Se incorporó al tráfico para que corriera el aire por las ventanas. Hizo un giro de ciento ochenta grados con chirrido de neumáticos y se dirigió a casa.
7
Desde la terraza trasera de su casa, Bosch observaba el cielo que empezaba a oscurecerse. Vivía en Woodrow Wilson Drive, en una casa en voladizo que colgaba de un lado de la colina como un personaje de dibujos animados que pende del borde de un acantilado. A veces, Bosch se sentía como ese personaje, y así era esa noche. Estaba bebiendo vodka con hielo. Era la primera vez que tomaba alcohol de alta graduación desde que se reincorporara al departamento el año anterior. El vodka le hacía sentir la garganta como si estuviera tragándose fuego, pero estaba bien. Estaba tratando de quemar sus pensamientos y cauterizar las terminaciones nerviosas.
Bosch se consideraba un verdadero detective, uno que lo digería todo y al que le importan las víctimas. «Todo el mundo cuenta o nadie cuenta», eso era lo que decía siempre. Eso le hacía bueno en el trabajo, pero también le hacía vulnerable. Los errores podían afectarle, y Raynard Waits era el peor error que había cometido.
Agitó el vodka y el hielo y echó otro largo trago hasta que se acabó la copa. ¿Cómo algo tan frío podía quemarle tan intensamente en la garganta? Volvió a entrar en la casa para echar más vodka al hielo. Lamentó no tener limón o lima para exprimir en la bebida, pero no había hecho paradas de camino a casa. En la cocina, con otra copa llena en la mano, cogió el teléfono y llamó al móvil de Jerry Edgar. Todavía se sabía el número de memoria. El número de un compañero es algo que nunca se olvida.
Edgar respondió y Bosch oyó el ruido de fondo de la televisión. Estaba en casa.
– Jerry, soy yo. He de preguntarte algo.
– ¿Harry? ¿Dónde estás?
– En casa, tío. Pero estoy trabajando en uno de los viejos.
– Ah, bueno, deja que repase la lista de obsesiones de Harry Bosch. Veamos, ¿Fernández?
– No.
– Esa chica. ¿Spike como se llamara?
– No.
– Me rindo, tío. Tienes demasiados fantasmas para que les siga la pista a todos.
– Gesto.
– Mierda. Debería haber empezado por ella. Sé que has estado trabajando el caso de vez en cuando desde que volviste. ¿Cuál es la pregunta?
– Hay una entrada en los 51. Lleva tus iniciales. Dice que llamó un tipo llamado Robert Saxon y dijo que la había visto en Mayfair.
Edgar esperó un momento antes de responder.
– ¿Eso es todo? ¿Ésa es la entrada?
– Eso es. ¿Recuerdas haber hablado con el tipo?
– Mierda, Harry, no recuerdo las anotaciones de los casos en los que trabajé el mes pasado. Por eso tenemos los 51. ¿Quién es Saxon?
Bosch agitó el vaso y echó un trago antes de contestar. El hielo chocó en su boca y se derramó vodka por la mejilla. Se limpió con la manga de la chaqueta y volvió a llevarse el teléfono a la boca.
– Es él… Creo.
– ¿Tienes al asesino, Harry?
– Casi seguro. Pero… podríamos haberlo tenido entonces. Quizá.
– No recuerdo que me llamara nadie llamado Saxon. Debió de tratar de correrse llamándonos. Harry, ¿estás borracho, tío?
– Casi.
– ¿Qué pasa, hombre? Si tienes al tipo, mejor tarde que nunca. Deberías estar feliz. Yo estoy feliz. ¿Aún no has llamado a sus padres?
Bosch se había apoyado en la encimera de la cocina y sintió la necesidad de sentarse. Pero el cable del teléfono no le alcanzaba para llegar a la sala de estar o a la terraza. Con cuidado de no derramar la bebida, se deslizó hasta el suelo, sin despegar la espalda de los armarios.
– No, no los he llamado.
– ¿Qué se me ha pasado, Harry? Estás jodido y eso significa que algo va mal.
Bosch esperó un momento.
– Lo que va mal es que Marie Gesto no fue la primera víctima y no fue la última.