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El frío del anochecer hizo que se arrimaran mientras permanecían de pie junto a la barandilla, mirando las luces del paso de Cahuenga.

– ¿Te vas a quedar esta noche? -preguntó Bosch.

– Sí.

– Ya sabes que no has de llamar. Te daré una llave. Ven cuando quieras.

Rachel se volvió y lo miró. Bosch pasó un brazo en torno a la cintura de ella.

– ¿Tan deprisa? ¿Estás diciendo que está todo perdonado?

– No hay nada que perdonar. El pasado es pasado y la vida es demasiado corta. Ya conoces todos los tópicos.

Rachel sonrió y lo sellaron con un beso. Se terminaron el vino y entraron en el dormitorio. Hicieron el amor lentamente y en silencio. En un momento, Bosch abrió los ojos, la miró y perdió el ritmo. Ella se fijó.

– ¿Qué? -susurró ella.

– Nada. Es sólo que tienes los ojos abiertos.

– Te estoy mirando.

– No, no es verdad.

Rachel sonrió y le apartó la cara.

– Es un momento un poco extraño para discutir -dijo ella.

Bosch sonrió y giró la cara de Rachel hacia él. La besó y en esta ocasión ambos mantuvieron los ojos abiertos. A medio camino del beso empezaron a reír.

Bosch ansiaba la intimidad y se deleitó en la evasión que le proporcionaba. Sabía que ella también lo sabía. Su regalo para él era apartarlo del mundo. Y ésa era la razón por la que el pasado no importaba. Bosch cerró los ojos, pero no dejó de sonreír.

Segunda parte. La expedición

14

A Bosch le pareció que tardaban una eternidad en reunir la caravana de vehículos, pero a las 10:30 del miércoles por la mañana la comitiva finalmente estaba saliendo del garaje subterráneo del edificio de los tribunales.

El primero de la fila era un vehículo sin identificar. Olivas iba al volante. A su derecha, se sentaba el ayudante del sheriff de la división carcelaria, armado con una escopeta, mientras que en la parte de atrás, Bosch y Rider estaban situados a ambos lados de Raynard Waits. El prisionero iba con un mono naranja brillante y estaba esposado en tobillos y muñecas. Las esposas de las muñecas estaban unidas por delante a una cadena que le rodeaba la cintura.

Otro vehículo sin identificar, conducido por Rick O'Shea y con Maury Swann y el videógrafo de la oficina del fiscal del distrito como pasajeros, ocupaba el segundo lugar en la caravana. Iba seguido por dos furgonetas, una de la División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Angeles y la otra de la oficina del forense. El grupo estaba preparado para localizar y exhumar el cadáver de Marie Gesto.

El día era perfecto para una expedición. Una breve lluvia nocturna había despejado el cielo que lucía con una tonalidad azul brillante y sólo las últimas volutas de nubes altas a la vista. Las calles todavía estaban húmedas y brillantes. La precipitación también había impedido que la temperatura escalara con el ascenso del sol. Aunque nunca podía haber un buen día para desenterrar el cadáver de una mujer de veintidós años, el clima espléndido ofrecería un contrapeso a la sombría labor que tenían por delante.

Los vehículos se mantuvieron en cerrada formación en el trayecto y accedieron a la autovía 101 en dirección norte desde la rampa de Broadway. El tráfico era denso en el centro y el avance se hacía más lento de lo habitual a causa de las calles mojadas. Bosch pidió a Olivas que entreabriera una ventana para dejar entrar algo de aire fresco y ver si con fortuna se llevaba el olor corporal de Waits. Era evidente que al reconocido asesino no se le había permitido ducharse ni le habían dado un mono recién salido de la lavandería esa mañana.

– Adelante, detective, ¿por qué no enciende un cigarrillo? -lo provocó Waits.

Como estaban sentados hombro con hombro, Bosch tuvo que volverse de manera extraña para mirar a Waits.

– Quiero abrir la ventana por usted, Waits. Apesta. No he fumado en cinco años.

– Estoy seguro.

– ¿Por qué cree que me conoce? Nunca nos hemos visto, ¿qué le hace pensar que me conoce, Waits?

– No lo sé. Conozco a los de su tipo. Tiene una personalidad adictiva, detective. Casos de homicidio, cigarrillos, quizá también el alcohol que huelo saliendo por sus poros. No es tan difícil de interpretar.

Waits sonrió y Bosch apartó la mirada. Reflexionó un momento antes de volver a hablar.

– ¿Quién es usted?-preguntó.

– ¿Está hablando conmigo? -preguntó Waits.

– Sí, quiero saber quién es.

– Bosch -se interpuso rápidamente Olivas desde delante-, el trato es que no lo interrogamos sin que esté presente Maury Swann. Así que déjelo en paz.

– Esto no es un interrogatorio. Sólo estaba charlando.

– Sí, bueno, no me importa cómo lo llame. No lo haga.

Bosch vio que Olivas lo observaba por el espejo retrovisor. Ambos se sostuvieron la mirada hasta que Olivas tuvo que volver a fijar la atención en la carretera.

Bosch se inclinó hacia delante para poder mirar; más allá de Waits, a Rider. Su compañera arqueó las cejas. Era su expresión de «no busques líos».

– Maury Swann -dijo Bosch-. Sí, es un abogado de puta madre. Le ha conseguido a este tipo el trato de su vida.

– ¡Bosch! -dijo Olivas.

– No estoy hablando con él. Estoy hablando con mi compañera.

Bosch se recostó, decidiendo dejarlo. A su lado, las esposas sonaron cuando Waits intentó modificar su posición.

– No tiene que aceptar el trato, detective -dijo en voz baja.

– No ha sido decisión mía -dijo Bosch sin mirarlo-. Si lo hubiera sido, no estaríamos haciendo esto.

Waits asintió.

– Un hombre de ojo por ojo -dijo-. Tendría que haberlo supuesto. Es la clase de hombre que…

– Waits -dijo Olivas bruscamente-, mantenga la boca cerrada.

Olivas se estiró hacia el salpicadero y puso la radio. Sonó música de mariachis a todo volumen. Inmediatamente golpeó el botón para apagar el sonido.

– ¿Quién coño ha sido el último que ha conducido? -preguntó a nadie en particular.

Bosch sabía que Olivas estaba disimulando. Estaba avergonzado por no haber cambiado la emisora o bajado el volumen la última vez que condujo el coche.

En el vehículo se instaló el silencio. Estaban atravesando Hollywood, y Olivas puso el intermitente y se colocó en el carril de salida hacia Gower Avenue. Bosch se volvió para mirar por el espejo trasero y ver si aún los acompañaban los otros tres vehículos. El grupo permanecía unido, pero Bosch avistó un helicóptero sobrevolando la caravana motorizada. Tenía un gran número 4 en su panza blanca. Bosch se volvió de nuevo y miró el rostro de Olivas en el retrovisor.

– ¿Quién ha llamado a los medios, Olivas? ¿Ha sido usted o su jefe?

– ¿Mi jefe? No sé de qué está hablando.

Olivas lo miró en el espejo, pero enseguida volvió a mirar la carretera. Fue un movimiento furtivo. Bosch sabía que estaba mintiendo.

– Sí, claro. ¿Qué hay en juego para usted? ¿O'Shea le va a hacer jefe de investigaciones después de que gane? ¿Es eso?

Ahora Olivas le sostuvo la mirada en el espejo.

– No voy a ninguna parte en este departamento. Bien podría ir a donde me respetan y mi talento se valora.

– ¿Qué, ésa es la frase que se dice cada mañana delante del espejo?

– Váyase al cuerno, Bosch.

– Caballeros, caballeros -dijo Waits-. ¿Podemos llevarnos bien aquí?

– Calle, Waits -dijo Bosch-. Puede que no le importe que esto se convierta en un anuncio para el candidato O'Shea, pero a mí sí. Olivas, pare. Quiero hablar con O'Shea.

Olivas negó con la cabeza.

– Ni hablar. No con un detenido en el coche.

Estaban acercándose a la rampa de salida de Gower. Olivas giró rápidamente a la derecha y llegaron al semáforo en Franklin. En ese momento se puso verde, cruzaron Franklin y enfilaron Beachwood Drive.

Olivas no tendría que parar hasta que llegaran arriba. Bosch sacó el teléfono móvil y marcó el número que O'Shea les había dado a todos esa mañana en el garaje del edificio de los tribunales antes de partir.

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