– Eso es. Dejen que vaya a ver qué puedo encontrar. Si alguien sube aquí y pregunta qué están haciendo, le dicen que me llame al tres-tres-ocho. Es mi busca.
– Gracias, Jason.
– De nada.
Edgar empezó a caminar hacia los ascensores. Bosch pensó en algo y lo llamó.
– Jason, este vidrio tiene película, ¿no? Nadie puede vernos mirando, ¿verdad?
– Sí, no hay problema. Pueden quedarse aquí desnudos y nadie los verá desde fuera. Pero no lo intenten de noche porque es otra historia. La luz interior cambia las cosas y se ve todo.
Bosch asintió.
– Gracias.
– Cuando vuelva, traeré un par de sillas.
– Eso estaría bien.
Después de que Edgar desapareciera en el ascensor, Walling dijo:
– Bueno, al menos podremos sentarnos desnudos delante de la ventana.
Bosch sonrió.
– Sonaba como si lo supiera todo por experiencia -dijo.
– Esperemos que no.
Bosch levantó los prismáticos y miró hacia abajo a la casa del 710 de Figueroa Lane. Era de diseño similar a las otras dos de la calle; construida alta en la ladera de la colina, con escalones que llevaban al garaje que daba a la calle y que estaba tallado en el terraplén debajo de la casa. Tenía un tejado de ladrillos curvados, pero mientras que las otras casas de la calle estaban pulcramente pintadas y conservadas, la 710 parecía descuidada. Su pintura rosa se había descolorido. El terraplén entre el garaje y la casa estaba poblado de malas hierbas. En el mástil que se alzaba en una esquina del porche delantero no ondeaba ninguna bandera.
Bosch afinó el foco de los prismáticos de campo y fue moviéndolo de ventana en ventana, buscando señales de que la casa estuviera ocupada, con la esperanza de tener suerte y ver al propio Waits mirando a la calle.
A su lado, oyó que Walling disparaba algunas fotos. Estaba usando la cámara.
– No creo que haya película. No es digital.
– No pasa nada. Es la costumbre. Y no esperaba que un dinosaurio como tú tuviera una cámara digital.
Detrás de los prismáticos, Bosch sonrió. Trató de pensar en una respuesta, pero lo dejó estar. Centró de nuevo su atención en la casa. Era de un estilo visto comúnmente en los antiguos barrios de las colinas de la ciudad. Mientras que en construcciones más nuevas el contorno del paisaje imponía el diseño, las casas del lado inclinado de Figueroa Lane eran de un estilo más conquistador. A ras de calle se había excavado un garaje en el terraplén. Luego, encima, la ladera estaba en terrazas y se había edificado una pequeña casa de una única planta. Las montañas y las colinas de toda la ciudad se moldearon de esta forma en los años cuarenta y cincuenta, cuando Los Angeles se extendió en el llano y trepó por las colinas como una marea arrolladora.
Bosch se fijó en que en lo alto de las escaleras que iban desde el lado del garaje al porche delantero había una pequeña plataforma de metal. Examinó otra vez la escalera y vio los raíles metálicos.
– Hay un elevador en la escalera -dijo-. Quien viva allí ahora va en silla de ruedas.
No advirtió movimiento detrás de ninguna de las ventanas que resultaban visibles desde aquel ángulo. Bajó el foco al garaje. Había una puerta de entrada a pie y puertas dobles de garaje que habían sido pintadas de rosa mucho tiempo atrás. La pintura, lo que quedaba de ella, se veía gris y la madera se estaba astillando en muchos lugares debido a la exposición directa al sol de la tarde. Daba la sensación de que habían cerrado la puerta del garaje en un ángulo desigual al pavimento. Ya no parecía operativa. La puerta de entrada a pie tenía una ventana, pero la persiana estaba bajada tras ella. Al otro lado del panel superior de cada una de las puertas del garaje había una fila de ventanitas cuadradas, pero les estaba dando la luz solar directa y el reflejo deslumbrante impedía a Bosch mirar en el interior.
Bosch oyó que el ascensor sonaba y bajó los prismáticos por primera vez. Miró por encima del hombro y vio que Jason Edgar se acercaba a ellos con dos sillas.
– Perfecto -dijo Bosch.
Cogió una de las sillas y la colocó cerca del cristal para poder sentarse del revés y apoyar los codos en el respaldo, en la clásica postura de vigilancia. Rachel colocó su silla para sentarse normalmente en ella.
– ¿Ha tenido ocasión de mirar los registros, Jason? -preguntó.
– Sí -dijo Edgar-. Los servicios de esa dirección se facturan a Janet Saxon desde hace veintiún años.
– Gracias.
– De nada. Supongo que es cuanto necesitan de mí ahora mismo.
Bosch miró a Edgar.
– Jerry, perdón, Jason, nos ha sido de gran ayuda. Se lo agradecemos. Probablemente nos quedaremos un rato y luego nos iremos. ¿Quiere que se lo digamos o que dejemos las sillas en algún sitio?
– Ah, basta con que se lo digan al tipo del vestíbulo al salir. Él me mandará un mensaje. Y dejen las sillas. Yo me ocuparé.
– Lo haremos. Gracias.
– Buena suerte. Espero que lo cojan.
Todo el mundo se estrechó la mano y Edgar volvió al ascensor. Bosch y Walling volvieron a vigilar la casa en Figueroa Lane. Bosch le preguntó a Rachel si prefería que se turnaran, pero ella dijo que no. Le preguntó si prefería usar los prismáticos y Rachel contestó que se quedaría con la cámara. De hecho, su teleobjetivo le brindaba una visión más cercana que la que proporcionaban los prismáticos.
Transcurrieron veinte minutos y no apreciaron ningún movimiento. Bosch había pasado el tiempo moviendo los prismáticos adelante y atrás entre la casa y el garaje, pero ahora estaba centrando su foco en el espeso matorral de la cima del risco, buscando otra posible ubicación que los situara más cerca. Walling habló con excitación.
– Harry, el garaje.
Bosch bajó su foco y localizó el garaje. El sol se había movido detrás de una nube y el brillo había caído de la línea de ventanas a los paneles superiores de las puertas del garaje. Bosch vio el hallazgo de Rachel. A través de las ventanas de la única puerta que todavía parecía operativa vio la parte posterior de una furgoneta blanca.
– He oído que anoche usaron una furgoneta blanca en el rapto -dijo Walling.
– Eso mismo he oído yo. Está en la orden de busca y captura.
Bosch estaba nervioso. Una furgoneta blanca en la casa en la que había vivido Raynard Waits.
– ¡Eso es! -dijo en voz alta-. Ha de estar ahí con la chica, Rachel. ¡Hemos de irnos!
Se levantaron y corrieron hacia el ascensor.
28
Debatieron sobre la posibilidad de pedir refuerzos mientras salían a toda velocidad del garaje de la compañía de agua y electricidad. Walling quería esperar refuerzos. Bosch no.
– Mira, lo único que tenemos es una furgoneta blanca -dijo-. Podría estar en esa casa, pero podría no estar. Si irrumpimos ahí con las tropas, podemos perderlo. Así que lo único que quiero es asegurarme desde más cerca. Podemos pedir refuerzos cuando estemos allí. Si los necesitamos.
Bosch creía que su punto de vista era ciertamente razonable, pero también lo era el de Walling.
– ¿Y si está allí? -preguntó-. Nosotros dos podríamos meternos en una emboscada. Necesitamos al menos un equipo de refuerzo, Harry, para hacer esto de forma correcta y segura.
– Llamaremos cuando lleguemos allí.
– Entonces será demasiado tarde. Sé lo que estás haciendo. Quieres a este tipo para ti y no te importa poner en peligro a la chica ni a nosotros para conseguirlo.
– ¿Quieres quedarte, Rachel?
– No, no quiero quedarme.
– Bien, porque yo quiero que estés ahí.
Decisión tomada, zanjaron la discusión. Figueroa Street discurría por detrás del edificio de la compañía de agua y electricidad. Bosch la tomó hacia el este por debajo de la autovía 101, cruzó Sunset y continuó en la misma calle, que serpenteaba en dirección este por debajo de la autovía 101. Figueroa Street se convirtió en Figueroa Terrace, y siguieron hasta donde terminaba y Figueroa Lane se curvaba trepándose a la cresta de la ladera. Bosch aparcó el coche antes de iniciar el ascenso por Figueroa Lane.