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Una vez soñó que se masturbaba delante de su padre. Su padre, con rostro inexpresivo, se limitaba a observarle desde su lugar en la mesa del comedor.

La última vez que Mustafa vio a su padre mirarle de aquella manera tenía ocho años y le estaban circuncidando. Recordaba a aquel pobre niño tumbado en una enorme y llamativa cama de satén, con regalos por todas partes, esperando a que «se la cortaran», rodeado de parientes y vecinos, algunos charlando, otros comiendo o bailando, mientras que unos pocos se dedicaban a burlarse de él. Acudieron setenta personas para celebrar su iniciación a la madurez. Fue aquel día, justo después de la circuncisión, justo después de soltar un espantoso grito, cuando su padre se acercó a él, le dio un beso en la mejilla y le susurró al oído:

– ¿Tú me has visto llorar alguna vez, hijo? -Mustafa negó con la cabeza. No, nadie había visto llorar a padre-. ¿Tú has visto alguna vez llorar a tu madre, hijo? -Mustafa asintió con vehemencia. Su madre lloraba todo el tiempo-. Bien. -Levent Kazancı esbozó una cariñosa sonrisa-. Pues ahora que eres un hombre, compórtate como un hombre.

Cuando se masturbaba no se atrevía a bajarse los pantalones del todo, no solo por miedo a que le sorprendiera alguien de la casa, sino porque le irritaba el fantasma de su padre todavía susurrándole al oído aquella frase una y otra vez. De pronto, en el pasado año, su cuerpo se había impuesto no solo a su voluntad, sino también a la mirada escrutadora de su padre. Como una enfermedad contagiosa, porque estaba seguro de que aquello tenía que ser una enfermedad, empezó a masturbarse a todas horas del día y de la noche. En sueños se veía sorprendido en el acto por sus padres. Se lanzaban contra la puerta, la abrían y le pillaban con las manos en la masa. Entre gritos y gemidos su madre le besaba y le daba palmaditas en la espalda mientras su padre le escupía y le daba una paliza. Donde su padre le hubiera dejado magulladuras, su madre le frotaba un poco de ashura, como si el postre fuera un tipo de ungüento. Despertaba siempre asqueado y temblando, con la frente perlada de sudor, y para calmarse se masturbaba.

Zeliha no sabía nada de esto cuando se burló de él.

– No tienes vergüenza -dijo Mustafa-. No sabes cómo hablar a tus mayores. No te importa que los hombres te silben por la calle. Te vistes como una puta, ¿y esperas respeto?

Zeliha esbozó una sonrisa desdeñosa.

– ¿Qué te pasa, te dan miedo las putas?

Mustafa se quedó mirándola.

Un mes antes había descubierto la calle más infame de Estambul. Podía haber ido a otros sitios donde habría encontrado sexo menos barato, menos mezquino y menos abyecto, pero iba allí deliberadamente: cuanto más crudo y más feo, mejor. Lúgubres casas alineadas unas contra otras; los olores y las manchas y los chistes lascivos que soltaban los hombres, más por la necesidad de reírse que por estar de buen humor; prostitutas en todas las habitaciones de todos los pisos, prostitutas que jamás rechazaban tu dinero pero de todas formas te menospreciaban. Cuando volvía de allí se sentía sucio y débil.

– ¿Me espías? -preguntó.

– ¿Qué? -Zeliha soltó una carcajada, dándose cuenta de pronto de que acababa de hacer un descubrimiento sin querer-. Mira que eres tonto. Si te vas de putas es tu problema, a mí me da exactamente igual.

Ofendido, Mustafa tuvo el súbito impulso de golpearla. Tenía que comprender que no podía burlarse así de él.

Zeliha le miró con los ojos entornados, como intentando leerle el pensamiento.

– Lo que yo me ponga y como viva no es asunto tuyo. ¿Quién coño te crees que eres? Padre está muerto y no pienso permitir que ocupes su lugar sin más.

Curiosamente, en cuanto dijo esto recordó que había olvidado recoger su vestido de encaje de la tintorería. «Tengo que acordarme de recogerlo mañana.»

– Si padre estuviera vivo no hablarías así -replicó Mustafa. La mirada brumosa de hacía un momento había desaparecido y ahora sus ojos tenían una chispa de amargura-. Pero el hecho de que no esté no significa que no haya reglas en esta casa. Tienes responsabilidades para con tu familia. No puedes traer la vergüenza al buen nombre de esta casa.

– Ay, cállate. Cualquier vergüenza que yo pueda provocar no será nada comparada con las que tú ya has causado hasta hoy.

Mustafa se quedó desconcertado. ¿Habría descubierto también que jugaba, o sería otro farol? Había estado apostando en partidos deportivos, cada vez perdiendo más dinero. Si su padre estuviera vivo, le daría una paliza sin importarle su edad. El cinturón rojizo de piel con la hebilla de bronce. ¿Era cierto que aquel cinturón dolía más que el resto, o eran imaginaciones suyas? Tal vez se había obsesionado con aquel cinturón en particular y, cuando le pegaban con otros creía que los azotes no dolían tanto, incluso se sentía agradecido y afortunado.

Pero su padre ya no estaba y había que recordarle a cierta persona quién tenía ahora el mando.

– Ahora que papá está muerto -declaró Mustafa-, yo estoy a cargo de esta familia.

– ¿Ah, sí? -rió Zeliha-. ¿Sabes cuál es tu problema? ¡Que eres un niño mimado! ¡Un precioso falo mimado! Fuera de mi cuarto.

Como en un sueño, Zeliha vio de reojo que él alzaba la mano para darle una bofetada. Todavía sin creerse que fuera a pegarle, se lo quedó mirando sorprendida y por fin logró esquivar el golpe en el último instante.

Pero eso solo sirvió para enfurecerlo más. El segundo intento le ardió en la mejilla. De manera que ella le devolvió la bofetada con la misma fuerza.

En un instante estaban forcejeando en la cama como niños, si bien cuando eran niños jamás se habían peleado así. Su padre no lo aprobaba. Por unos segundos Zeliha se sintió victoriosa; le había dado un buen golpe, o eso pensaba. Era una mujer alta y fuerte y no estaba acostumbrada a sentirse frágil. Como un luchador en el ring, alzó las manos unidas y saludó a su público invisible, encantada de su victoria:

– ¡Te pillé!

Entonces Mustafa le torció el brazo tras la espalda y se le puso encima. Esta vez todo era distinto. Mustafa era distinto. Aplastándole el pecho con una mano, con la otra le subió la falda.

Lo primero que ella sintió fue vergüenza, y luego más vergüenza. La sensación de vergüenza era tan fuerte que no le quedaba sitio para ninguna otra emoción. Se quedó al instante debilitada, casi petrificada de pura timidez, una vergüenza que ponía de manifiesto su educación, la vergüenza de ver expuesta su ropa interior prevalecía sobre cualquier otra cosa.

Pero al cabo de un instante una oleada de pánico barrió la humillación. Intentó bloquearlo con una mano mientras con la otra se bajaba la falda, pero él no tardó en levantársela de nuevo. Zeliha luchó, él luchó, ella le abofeteó, él la abofeteó con más fuerza, ella le mordió, él le asestó un puñetazo en la cara, solo uno. Ella oyó a alguien gritar «¡Basta!» a voz en cuello, un chillido inhumano, como un animal en el matadero. No reconoció su propia voz, como no reconoció su cuerpo cuando él la penetró. Era como un territorio desconocido.

Fue entonces cuando advirtió el globo de KODAK en el cielo azul.

Cerró los ojos, como un niño que juega a no ver para que no le vean. Ahora solo había sonidos, sonidos y olores. La respiración de él se hizo más fuerte, sus manos sobre los pechos y en torno a su cuello se tensaron. Zeliha temió que la estrangulara, pero los dedos pronto se aflojaron y el movimiento cesó. Mustafa se desplomó con un gemido herido, su pecho contra ella. Zeliha le oía el corazón acelerado. Lo que no oía era el suyo propio. Era como si le hubieran succionado la vida.

No abrió los ojos hasta que él se dejó caer, ahora blando dentro de ella. Al levantarse Mustafa apenas podía andar. Atravesó trastabillando la habitación y se apoyó contra la puerta entre resuellos. Respiró hondo y captó una mezcla de olores: sudor y agua de rosas. Se quedó allí un instante, de espaldas a su hermana, antes de poder moverse de nuevo y salir corriendo de allí.

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